Benito Gómez Ibáñez se dedica a leer a Paul Auster. A él le gusta llamarlo así: «Soy un lector.» También lee a mucha otra gente, pero esta charla se produce porque es quien desde hace veintidós años traduce el catálogo del autor neoyorkino a nuestro idioma.
Hace catorce meses aterrizó en su buzón de encargos «una sorpresa», que se llamaba 4 3 2 1, que suponía el retorno de Paul Auster a la novela y que se comió la mitad restante de su 2016. Desde septiembre, está disponible en las librerías de la mano de Seix Barral.
—No ha sido sencillo documentarse para esta entrevista: una doble pregunta, entonces, para empezar. ¿Por qué ha sido tan complicado y quién es Benito Gómez Ibáñez?
—Culpa enteramente mía por no tener mi ficha actualizada en la ACETT (Sección Autónoma de Traductores de la Asociación Colegial de Escritores de España). Siempre encuentro algo más importante que hacer.
—¿Tiene algo que ver con la famosa invisibilidad del traductor?
—El traductor no importa mucho. No es un creador, sino un accesorio al libro y no se le suele mencionar. La persona desaparece un poco, a lo mejor porque no es un oficio con el alcance social del de un médico, pongamos.
—En cualquier caso, vamos con los datos.
—Me llamo Benito Gómez Ibáñez, soy madrileño, nací el 28 de noviembre de 1945 y vivo en Torremolinos.
—¿Siempre traductor?
—Sí, desde siempre, desde los veintipico, pero entonces había muy poco trabajo. Algo en Madrid, aunque se desarrollaba en un círculo muy cerrado de gente. Tuve que ir a Barcelona, a llamar a puertas. De repente pasaban cosas como que me recibiera el propio Carlos Barral, muy simpático, y me encargase un libro, La filosofía del surrealismo, de Ferdinand Alquié. No era una novela, pero en fin, era un libro. Uno se iba abriendo camino y luego ya llegó Madrid: cosas de italiano, de francés, libros de filología, de política…
—Y ¿el inglés?
—Poco a poco: Bruguera me encargó Los invictos, de William Faulkner; más tarde llegó Música para camaleones, de Truman Capote y luego, bueno, recito de memoria y en desorden, de todos estos años: Raymond Carver, Nora Ephron, Richard Ford, Raymond Kennedy, Ian McEwan, Bernard Shaw, Tom Wolfe, Robert Coover, John Banville, Issac Asimov, Martin Amis, Douglas Adams, John Irving. Y Paul Auster, a partir de 1995.
—Conozco a unos cuantos que darían un brazo por traducir ese repertorio.
—Y yo daría brazo y medio por volver a tener tu edad: todos daríamos un brazo por alguna cosa, o una pierna, pero viviríamos en un mundo de lisiados.
—En todo caso, vamos a dejar ya ventilada la pregunta que se están haciendo varios miles de estudiantes de Traducción ahora mismo: ¿Cómo se consigue?
—En mi época era, ya lo he dicho, más difícil que ahora, porque se producían menos libros, estaba todo más cerrado y para entrar en los sitios había que hacerlo con una recomendación por delante. Yo iba con ilusiones y con sugerencias; te daban largas, te tenían esperando y de cuando en cuando te recibían. Y si te daban un libro, en fin, eso era un milagro. Supongo que un título universitario no te abre puertas, pero sí alguna ventanilla. Luego toca insistir, mandar muchas cartas y traducir de todo para comer. No hay comienzo sencillo.
—El motivo de esta charla, la excusa, es 4 3 2 1, de lejos lo más voluminoso que ha escrito Paul Auster, y ¿lo más extenso que has traducido tú?
—Ha sido una sorpresa para todos, menos para él, claro está. Había escrito mucho y muy corto sobre su tema, y supongo que algunos lo daban por agotado y recluido a eso que llaman la autoficción (Diario de invierno, Sunset Park). Tenía que recuperarlo y, al hacerlo, ha dado un salto cuantitativo pero también cualitativo: es una historia que ya había contado, pero enmascarada en una corriente o en un cuento; es un resumen, una conclusión, una coda, todo a la vez: se lo debía. Y sí, es lo más extenso que he traducido.
—¿Ha sido eso lo más complicado?
—Lo más complicado no es la extensión, sino el tono. Aquí hay unas primeras cuarenta o cincuenta páginas «normales», como un episodio más, escritas en su sintaxis más conocida. Describe situaciones en estilo sencillo y va creciendo, se complica con el desarrollo, en un crescendo emocional. Eso es lo que atrapa a los lectores y llega a la emoción universal que todos compartimos. Pero luego, ¡cambia! Se va a la frase cortante, con enlaces simples, copulativas y adversativas todas iguales. Es un maestro de la referencia y del recoveco, y me ha sorprendido que sin disfrazar nada haya dado con una nueva forma de contar, que iba muy bien con el insólito grosor de la novela. Por último, hay que decir que es un libro que se puede plegar en cuatro partes y coinciden a la perfección, que mantiene una coherencia muy llamativa. En conclusión: longitud, grosor y estilo van de la mano.
—Sin ánimo de desvelar nada ni de bajar aún al detalle, en 4 3 2 1 hay un giro en la trama, muy al principio, de esos que son característicos de Auster. En concreto, algo que cuenta con absoluta naturalidad y que obliga a volver atrás, para comprobar si se ha entendido bien…
—Para que el traductor cumpla su función (que es la de ser un lector), tiene que entender al mismo tiempo que el lector: yo no leo de antemano, porque perdería esa sorpresa y porque me podría traicionar, si ya supiese al traducir un fragmento lo que va a ocurrir después. Yo a esto lo llamo «traducción afectiva»: la afectividad de una primera lectura, previa, puede contaminar tu traducción y llevarte sin querer a amortiguar este adjetivo o a cargar las tintas en aquel verbo. Yo tuve esa sorpresa en esta novela, y tuve que volver atrás: conozco a Auster, ya sé que hace esas cosas, pero justo en ese punto me dije «¿Qué está pasando aquí?» Entonces seguí. Y claro, seguí emocionado.
—La traductora María Teresa Gallego hablaba de esta misma técnica: no leer de antemano.
—Y tiene toda la razón. Luego, yo dejo un cierto margen y hago una primera corrección en la que se va fijando el estilo, en la que va emergiendo el sentido de entre las frases: ese que marca un punto o una coma colocada aquí o allá. Luego otra pausa un poco menor, y limpio. Y después de una pausa menor aún, ya completo el conjunto. De todos modos, la primera parte es la crucial: leer de esa manera. Yo un libro español tostón lo traduzco a mi parecer mientras lo leo.
—Y ¿esa progresión, a partir del giro de la trama?
—El estilo, después de esas cuarenta o cincuenta primeras páginas de las que hablo, se complica a medida que el personaje va cumpliendo años. Pasa de esa visión sencilla del mundo, infantil, sin muchas descripciones ni detalles kafkianos (como si fuese un cuento), a estar todo el rato pensando en chicas y en meterse en la cama y cosas así: y eso es muy difícil de traducir, porque es conveniente señalar que la diferencia entre su vida y la nuestra, en España, en la misma época (los años 60 y 70) es monumental. Nuestras angustias eran muy diferentes.
—Acabo de reparar en que tienes prácticamente la misma edad que Paul Auster: él es de 1947; tú, de 1945. ¿Es importante haber vivido lo que cuenta este libro, aunque sea desde este lado del mundo?
—Por supuesto. Los libros también eran importantes para mí: todas esas referencias que maneja me son familiares, pero yo estudié Filosofía y Letras y, desde luego, estas cosas que leen tan alegremente en 4 3 2 1 en las aulas no nos las enseñaban. Todo es distinto, y es interesante para contrastar, aunque en último término Auster cuenta cosas universales que, a pesar de las diferencias, también se sintieron en España: la novedad y el cambio también llegaron aquí, aunque fuera de otra manera.
—Hay una proximidad, entonces: vamos a leer en español una voz que no es la de Auster, que es la tuya, que es distinta ¿y paralela?
—Esto de la voz es importante, y forma parte de la interpretación antes que de la traducción. No es lo mismo, pero el traductor literario interpreta y traduce, hace las dos cosas. Auster se preguntaba hace unos años, entiendo que de forma retórica, cómo sonarían sus libros en español. Era una pregunta inocente, porque él mismo sabe qué es esto de mover voces y está familiarizado con el hecho de traducir: supongo que para él, que no habla español, es inquietante qué ha sido de todas esas palabras que conoce una por una, que le han salido de la cabeza y luego de otro sitio, del cuerpo entero… Y también supongo que sabe que las veinte o veinticinco traducciones de esta obra son otras tantas diferentes, en función de la lengua.
—En ese sentido, el arranque de este libro es un párrafo endiablado de traducir, casi diría que al estilo del famoso inicio de Moby Dick. ¿No hay un relajo más adelante, cuando parece que el discurso es más natural?
—Al contrario: es un arranque limpio, ya lo he dicho, sencillo y que me gusta. Son golpes seguidos, simplicidad que crea lírica y, al fin, una catarata de emoción. Me encuentro más cómodo traduciendo eso que en los largos meandros de la segunda mitad de la novela: ahí hay momentos en que la narración discurre plácida y de pronto él irrumpe en plan narrador omnipotente, decimonónico, durante tres minutos en la cabeza del protagonista. Es lo opuesto a lo del inicio, cuando la emoción coincide con el término del párrafo, con el punto lírico, cuando son cuentos. Economía e intensidad.
—Auster tampoco renuncia al humor, y cada cierto tiempo nos da una dosis de risa o de sonrisa. El problema es que esto, tan crucial, lo hace siempre con juegos de palabras o con la lengua. ¿Cómo trabajaste, por ejemplo, el título del relato que escribe el protagonista, que es un doble sentido, o los emparejamientos a los que se juega en un momento dado, cuando se juntan personajes famosos por el significado de sus apellidos en inglés?
—Lo esencial, naturalmente, es mantener el efecto hilarante: busco algo correspondiente y de la época conocido en España y, si no, me lo invento. En cuanto a lo de los nombres, nos planteamos utilizar notas al pie, pero sería muy farragoso. Al final, empleamos paréntesis, que encima se justifican porque en la primera página del libro Auster usa ese recurso para explicar un juego de palabras en yiddish. Me dio juego que lo hiciese él mismo: justifica que lo use yo. Finalmente, están todas las referencias culturales: por ejemplo, el momento en el que detienen a tres negros «en el comedor de blancos», como traduje inicialmente, había que explicar qué era aquello, porque es una alusión muy concreta a un tipo de barra o de comedor, en una cafetería (no en un comedor universitario, ni nada parecido) donde debían comer segregados. Es un detalle que habla de la Historia estadounidense. Al final, utilizamos «una barra de una cafetería para blancos», que se entiende, no engorda la frase y sortea el fracaso que hubiera supuesto en esta ocasión una nota al pie.
—¿Cuánto tiempo lleva hacer todo esto?
—Cinco meses. A tiempo completo, diez u once horas diarias, todos los días. Se hizo un poco duro al principio, que parecía que aquello no bajaba nunca.
—¿Traducías por horas o con objetivos, por páginas?
—Naturalmente, para tener el libro listo en plazo hay que distribuir las páginas y cumplir el plan a rajatabla. Si tienes que hacer dieciséis todos los días y uno haces catorce porque tienes que documentarte, o porque hay un escollo, sabes que al día siguiente tendrás que hacer dieciocho.
—Lo pregunto porque antes hemos hablado del paralelismo, de la interpretación, de ponerse el traje de Auster… Y sin embargo esta mecánica es prácticamente opuesta al modo en que escribe, muy despacio y a medida que le surge. O eso ha dicho.
—Bueno, la diferencia es que yo ya llego con algo hecho de antemano. Bromas aparte, y salvando todas las distancias, él también ha tenido que documentarse aunque lo tuviese en la memoria: revisar las fechas, los acontecimientos de los que habla, cuadrarlo todo y fijar con precisión esos pliegues que tiene el libro. Las vigas son tremendamente sólidas porque están apuntaladas por su propia vida: Afirma haber trabajado sin pizarras ni esquemas (cosa que me parece increíble, prodigiosa). Los procesos son paralelos, insisto, salvando todas las distancias.
—¿Escribes?
—No, yo soy traductor. Ya tengo bastante con escribir de otros. No sobre otros, ojo, sino de otros. Me basta con escribir lo que ya está escrito.
—Lo digo por cerrar con una pregunta un poco «austeriana», que es: ¿No te da miedo que te quite la voz, quedarte atrapado en ese traje del autor?
—Entiendo perfectamente la pregunta, y es cierto que 4 3 2 1 ha devorado cinco meses de mi vida. Pero es diferente: yo termino y me olvido; él, el autor, se queda dándole vueltas. Aunque sea mi obra, no diría que me ha consumido, porque no es mi criatura, yo no le he entregado mi vida. Solo… una parte.
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