Aquí puedes leer las veinte historias que optan a los premios de nuestro concurso de historias del Día de Muertos en México. Este jueves, 16 de noviembre de 2017, anunciaremos los nombres del ganador y del finalista. Este concurso está patrocinado por Iberdrola y dotado con 3.000 euros en premios.
Para participar era preciso escribir una historia sobre el Día de los Muertos, en internet, mediante una entrada en un blog, una anotación en Facebook o un tuit en Twitter. Una vez los concursantes hubieran publicado el texto en su blog, Facebook o Twitter, tenían que inscribirse registrándose en el Foro de Iberdrola en Zenda en el apartado https://foro.zendalibros.com/forums/topic/concurso-de-historias-de-los-muertos-en-zenda/. Además, podían difundir su anotación en las redes sociales (Facebook o Twitter) mediante el hashtag #DíadelosMuertos.
El jurado que valora la calidad literaria y la originalidad de los textos lo forman los escritores Ángeles Mastretta, Gabriela Guerra Rey, Espido Freire, Jorge Zepeda Patterson, Élmer Mendoza y Xavier Velasco, con Miguel Munárriz como secretario. El primer premio está dotado con 2.000 € en metálico. El premio para el otro texto finalista es de 1.000 € en metálico.
El orden de esta selección es aleatorio. Bajo estas líneas reproducimos las veinte historias seleccionadas.
1
Paloma Méndez-Castrillón
La casa del bosque
Caminaron los más lejos que pudieron, ella sentía palpitar las sienes por el frenesí de la huida, la excitación de marcharse con él dejando atrás todo lo que conocía.
Penetraron en el odioso bosque de Méjico y su espesor negro les engulló.
Ella avanzaba muy lentamente; arrastraba empujando los pies por miedo a tropezar, desorientada, el olor a pino y a sal, la hacía temblar. Para asegurar su camino, ella se apoyaba en él y él la agarraba apretando más fuerte su mano. Se adentraban entre los árboles, mientras las hojas crujían a cada paso ella empezó a sentir el roce de las espinosas ramas sobre sus tobillos, al principio sólo eran pequeños rasguños, pero al cabo de un rato le ardían todas las piernas de la quemazón. Ella se empezó a quejar pero él no la escuchó; sintió la respiración cortada de él, al apartar con fuerza los corpulentos brazos de los árboles para seguir adentrándose en las profundidades de aquél odioso bosque. Empezó a tener miedo y dudas, cada vez con más violencia él la empujaba a continuar, una racha de viento helado y húmedo acarició su nuca y empezó a sudar frío, agotada y con la garanta seca, trató de gritar y notó cómo el barro se deslizó bajo sus pies y un chasquido le quebró la rodilla; él entonces la cogió en brazos. Siguió caminando entre la pesadez del bosque.
Mareada, alargó los dedos para descubrir su rostro, recordó cómo lo había hecho antes, una y otra vez, lo que entonces era amable, había tornado en dura inexpresión, casi inerte, ya no estaba él, ése amor prohibido al que se permitió entregarse una vez, en una tarde de otoño. Cuando quiso gritar sintió torcerse la piel del cuello y con un ahogo vomitó, ya no pudo continuar.
Él la apoyó inerte en un árbol y siguió avanzando entre los densos árboles del odioso bosque. Por fin llegó y observó la casa satisfecho, trepaban ramas gruesas y húmedas por los muros desconchados. Paredes que otrora fueron blancas, el aire asfixiante y mojado evitaba que apenas penetrara la luz por ningún lado. La niebla se comía los pocos rincones desnudos, cómo una pesada y lúgubre masa, al apartar la maleza sintió un hedor a putrefacción, se acordó de las otras mujeres y se sonrío, se apoyó quieto, casi sin respirar y la puerta se abrió. Al rato salió a por ella, con un viejo carro oxidado, notó sobre la cabeza un pequeño haz de luz, se sintió mejor, recuperado, algo más fuerte y relajado, iba casi contento, despreocupado. Atravesó los caminos del bosque que sólo él conocía y la encontró, postrada en el suelo, tenía los pelos pegados a la piel morada de su cuerpo desnudo, su boca dibujaba un grito sin aliento y sus ojos abiertos, ya no miraban nada. La recogió, la cargó en su carro roto y volvió por el odioso bosque hasta su vieja casa.
***
2
Patricia Collazo
En lista de espera
Serán unas pocas palabras, pero resultará difícil pronunciarlas. Tendré que explicarles que esa extraña enfermedad que se ha contagiado en México, sumada a su deformación congénita, las válvulas, las complicaciones de la cirugía… Unas palabras que no significarán nada para ellos hasta que no articule las peores, las últimas tres: lamentablemente ha muerto. Una palmada en la espalda, un lo siento, cuando son niños es horrible…
Después, y sin darles descanso, apelar a su solidaridad. Ofrecerles salvar otras vidas, hablarles del modo en que su niño podrá dar una oportunidad a otros, no dejarles pensar, insistir fuera de todo protocolo, presionarlos sin contemplación.
Porque la vida que acabo de cercenar, ese corazón impecable que he visto hace un momento, se merece revivir en mi hijo. Y él no puede esperar más.
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3
Andrés Vicente García
El viaje
Estoy en el control de seguridad del Aeropuerto y siento más nervios que el año pasado. Se supone que cuanto más tiempo llevas haciendo algo más lo controlas pero en mi caso no es así. Hace once años que viajo a México para celebrar allí las festividades en honor a los muertos y cada año que pasa siento más nervios.
Siempre viajo con la misma mochila y llevo puesta la misma ropa. La fiesta de los muertos es un gran ritual. El paso de la vida a la muerte convertido en una fiesta popular. Es una tradición y yo quiero seguir mi propio hábito; cada año viajo el día 28 de Octubre por la mañana y regreso a Madrid el día 5 de Noviembre por la tarde. Con la misma mochila y la misma ropa. Paso el control canturreando la canción que me enseño Gabriela, una niña de siete años de Zacatecas, “el muerto pide camote, sino se le cae el bigote. La viuda pide una ayuda, para su pobre criatura. Esta casa está bendita porque sí nos dieron comidita”.
Una vez pasado el control me dirijo al lavabo que está bajando las escaleras a la izquierda y me refresco la cara. Subo al APM (el tren automático subterráneo) y me quedo de pie en el vagón más cercano a la cabina. Al bajar busco la puerta de embarque. Este año es la U23. Compro una cerveza y un bocadillo de jamón y después buscó una televisión para comer mientras veo las noticias. Es mi ritual antes de meterme en el avión durante once horas y media.
Y otra vez podré volar. Podré celebrar mi propio ritual, hacer mi propia ofrenda, cómo los últimos once años.
La niña de este año se llamaba Frida. Veo en la televisión a sus padres, llorando desesperados, qué por favor le devuelvan a su pequeña, qué es una niña muy buena, qué sólo tiene tres años qué qué qué… las mismas frases de cada año dichas por otras caras. Me aburren. La gente no lo comprende. Esas niñas están mejor conmigo. Desde ahora será inmortal. Yo llevo su calavera para entregarla al ritual, a la fiesta. Y de esta manera serán parte de la vida y parte de la muerte. Frida será eterna, gracias a mí. ¿Y qué más se puede pedir?
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4
Diego de la Fuente
Ésta es la historia de Simona Hurtado
El 1 de noviembre de 1973, Otto Günther salió a pasear camino del Puig Morell y nadie sabe cómo, pero acabó despeñándose por un barranco. Otto Günther era un alemán que llevaba siete años viviendo aquí, en el pueblo, y disfrutaba de su jubilación en una bonita casa rodeada de palmeras y fuentes con peces de colores. La mayoría de los vecinos lo conocíamos de vista, y aquellos que tuvieron el valor o la curiosidad de acercarse al lugar del accidente, contarían más tarde que lo encontraron con la cara cubierta de sangre, y los brazos y las piernas del revés, igual que una marioneta; y también contaron que de pronto apareció una mujer que no habían visto nunca, y que sin apartar la vista del cadáver, esa mujer dijo: ahorita se lo lleva la huesuda, no se me achicopale, hombre; y que lo dijo así, como hablándole al propio muerto, y que nadie se atrevió a añadir nada más. Entonces muy pocos sabían que esa mujer era Simona Hurtado. Yo estaba en la plaza, sentado en la puerta del bar de mi abuelo cuando, unos días antes de que esto ocurriera, la vi bajar del autobús. No traía equipaje y llevaba puesto un sombrero de paja y un vestido rojo de volantes. Era Simona pequeña y robusta, y tenía la cara redonda como un pan. Una trenza de pelo negro le caía por la espalda hasta casi tocar el suelo. Se me acercó y antes de entrar al bar me preguntó si allí servían tequila, y yo le contesté que solo había vino o aguardiente, y entonces ella dijo: el fuego, chavo, no más que busco el fuego. Esas fueron sus palabras.
La presencia de Simona Hurtado en el pueblo incomodó a muchos vecinos. Simona no se parecía en nada a los extranjeros que venían a vivir aquí, todos altos y rubios, y con los ojos azules. Muchos de ellos, como Otto Günther, se habían construido una casa a las afueras para que nadie les molestara. Mi abuelo decía que eran educados y dejaban propina, pero que con la gente del pueblo no querían cuentas. Y llevaba razón. Simona Hurtado, en cambio, no tenía nada, y nadie sabía con certeza a qué había venido, además, siempre estaba en la calle, dormía en un granero abandonado, y si alguien le daba una peseta corría a gastársela en aguardiente. Una vez se subió a una silla del bar y cantó México lindo y querido, aunque la mayoría de las noches nos contaba historias de fantasmas, y entonces los clientes se callaban para escucharla, y después de cada historia, nos juraba por la Virgen de Guadalupe que todo lo que había contado había ocurrido de verdad, allá en su tierra, pero eso nadie se lo creía. Lo que sí es cierto es que una mañana mi abuelo estaba abriendo el bar, y que de pronto apareció por la plaza Simona Hurtado y le dijo a mi abuelo que se fuera a velar a su esposa, y él al principio no la entendió porque acaba de ver a mi abuela sentada en su butaca zurciendo calcetines, pero Simona se lo volvió a repetir, y entonces mi abuelo se fue para adentro y encontró a mi abuela muerta, y no zurciendo calcetines como él pensaba.
Con el paso del tiempo, entre una cosa y otra, Simona Hurtado acabó labrándose en el pueblo cierta fama de bruja, una fama que no hizó más que agravarse cuando al año siguiente, también en el día de Todos los Santos, otro vecino llamado Kurt von Hellermann apareció ahogado en su piscina. Y es que a veces las casualidades asustan, pero asustan todavía más si dejan de parecer casualidades, y eso fue lo que ocurrió, porque al año siguiente falleció Helmuth Drossel, también el 1 de noviembre, en un accidente de avioneta; y al año siguiente fue Hans Loerzer, un infarto fulminante; y al año siguiente le llegó el turno a Emil Müller, en el mismo día que los anteriores, devorado por sus perros de caza; y al año siguiente le tocó al doctor Josef Lutz, atragantado con un hueso de pollo; posiblemente la muerte más triste y estúpida de todas, aunque también fue la que puso en alerta a las autoridades. Cuatro furgones de la Guardia Civil aparcaron en la plaza aquella misma tarde para interrogarnos a todos. Me preguntaron por el doctor Josef Lutz, si le conocía de algo, si tenía enemigos, si sabía de alguien que pudiera estar detrás de las otras muertes. También me preguntaron si creía en las maldiciones. Y yo les contesté que no, que aquellos hombres habían tenido mala suerte y punto. Pero al caer la noche, los guardias se reunieron en el bar de mi abuelo a deliberar, y allí bebieron vino y aguardiente, y cuando el bar se quedó vacío y andaban medio borrachos, empezaron a hablar a grito pelado, y así fue cómo me enteré de que todos los que habían muerto el 1 de noviembre, desde la fatídica caída de Otto Günther, eran antiguos miembros de la Gestapo, excombatientes del ejército nazi o amigos íntimos del Fürher. En cualquier caso, ya no eran nada. Por la mañana temprano, los guardias recogieron las tiendas, pero antes de marcharse atrancaron la puerta del granero donde dormía Simona y le prendieron fuego. Mi abuelo y yo salimos a la puerta del bar cuando nos enteramos, y ya no había llamas pero sí podía verse una gran columna de humo a lo lejos. Entonces pensé en lo que había dicho Simona sobre el fuego la primera vez que hablé con ella. Cuando suceden cosas difíciles de explicar alguien debe pagar las consecuencias, sentenció mi abuelo, y a eso precisamente, creo yo, había venido Simona Hurtado desde tan lejos; culpable o inocente, ella nos libró de nuestro propio miedo.
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5
Jorge García
El suegro
Veo a mi suegro por todas partes.
Mi suegro era un tipo raro, pero sobre todo siniestro. No podía evitar serlo. Te miraba, bueno, me miraba, como si sospechara que fuera un asesino en serie. Era de esas personas que siempre están vigilantes, que se mueven con sigilo, que siempre tienes en la espalda al darte la vuelta. Yo estuve con taquicardias desde la primera semana en la que vino a vivir con nosotros.
No exagero. Al darme la vuelta, fuera lo que fuese que estuviera haciendo, allí estaba él, a pocos metros, sin decir nada, escudriñándome, apuñalándome con esa mirada oscura suya en la que parecía querer hacer flotar algún objeto centrada en mi, justo antes de girarse para marcharse de allí sin decir nada tras mi habitual sobresalto. Tanto es así que esto creó en mí una psicosis, una obsesión con el paso de los meses, en la que hacía todo asumiendo que él estaría allí. Cuando iba a salpimentar un filete, ahí estaba él, cuando hacía zapping, ahí estaba él, cuando iba a darle un travieso pellizco a mi mujer, ahí estaba él, cuando salía de la ducha, ahí estaba él… Ahí. Ahí. Ahí.
Me parecía oírlo en todo momento, espiando, flotando por el suelo, deslizándose entre las habitaciones por las noches, en el silencio nocturno.
Vino a vivir hace un par de años con nosotros, tras enviudar y padecer una grave enfermedad de la que salió airoso. Aceptó a regañadientes ante la insistencia de mi mujer, y jamás se esmeró lo más mínimo en disimular la antipatía que me tenía. Apenas me hablaba y mis patéticos intentos por entablar conversación y procurar cambiar su actitud eran contestados con confusos mugidos, gestos despectivos o silencios espectrales.
Solía dirigirse a mí indirectamente y siempre para despreciarme o ridiculizarme delante de mis tres hijos con frases del tipo “no como vuestro padre, que jamás ha cogido un arma”; “no como vuestro padre, que jamás ha vivido una guerra”; “no como vuestro padre, que es un pendejo”…
Mi mujer decía que en el fondo me quería mucho, pero que él era así con todo el mundo, algo arisco, poco dado a los gestos cariñosos, y que, al fin y al cabo, debía sentir que yo le había robado a su pequeña… Esto era completamente incierto, ya que se deshacía en amabilidad hasta con el dentista al que le llevé para que le hurgara en sus caries y cada semana nos obligaba a llevarle a la casa de su otra hija para ver los partidos con su “querido yerno”.
Mi vida era maravillosa hasta que llegó. Renuncié a todo y me quedé en México tras conocer a mi mujer en un viaje de trabajo. Todo iba genial. Me integré casi de inmediato, no fue difícil entre esta gente que tiene una pureza y franqueza espontanea, una acogedora hospitalidad que les sale con absoluta naturalidad, en especial con los españoles. Estaba convencido de que había tomado la mejor decisión de mi vida…
Él murió dos semanas antes del Día de Muertos. Nunca me he alegrado de una muerte. Tampoco he entendido los rituales que se hacen aquí en México sobre el tema, esos desfiles, esos disfraces, esa alegría, pero con la muerte de mi suegro, y tras cumplir unos días de respetuoso duelo, me lancé a las calles pintarrajeado hasta arriba para imbuirme salvajemente de todo aquel espíritu, una espiral desenfrenada que me llevó de un sitio a otro de la ciudad, contagiándome del tono festivo con el que viven estos días y que tan bien encajaba con mi estado de ánimo en aquel momento. En la muerte me sentí más mexicano que nunca.
Me sentí rejuvenecer. Viví para gozar. La vida era bella, volvía a sonreírme. La paz regresó a mí, comencé a sentirme dueño de mi casa otra vez, volvía a estar relajado, a gusto en mis zapatos. Todo fue extrañamente rápido, sin apenas tiempo de adaptación, como si mi cabeza hubiese eliminado a aquel hombre automáticamente, como un mecanismo de defensa. Hasta hace unos meses.
Ese fatídico lunes había trascurrido con la acostumbrada placidez, pero a las nueve de la noche todo empezó a fluir a cámara lenta. Los pasos de mi hijo de siete años entrando en el salón, el balón botando parsimoniosamente, su cara tornándose agresiva y delatando sus intenciones, su postura imitando a Cristiano Ronaldo, su golpeo sin contención ni mesura, la maquiavélica trayectoria que cogió aquel balón, el impacto con la urna de porcelana donde descansaba el abuelo, el nuevo impacto de la urna contra el suelo para resquebrajarse en un montón de piezas desperdigadas que ya no atrapaban nada, la ceniza flotando por todos lados, dirigiéndose a todas las habitaciones por culpa del ventilador y las ventanas abiertas para facilitar las corrientes que nos refrescaban este veranito…
Mi mujer se quedó perpleja, sentada con la boca abierta mientras las cenizas se le impregnaban en las cejas y el rostro y le encanecían el cabello… se le echaron encima 30 años de golpe a la pobre.
Yo me sacudía en escrupulosos espasmos, como si me atacara un furioso enjambre de abejas, mientras el niño se carcajeaba histérico viendo revolotear a su abuelo por las estancias.
No he vuelto a dormir. Creo que me vigila por todos los rincones, que está presente en todas las habitaciones. Cuando abro los ojos veo los suyos en el techo, en las paredes, cuando me ducho lo veo salir del desagüe, no puedo acercarme a mi mujer porque sé que me observa…
Desesperado, he propuesto a mi mujer que nos mudemos, pero ella ha dicho que ahora nunca podría abandonar aquel hogar, sabedora de que su padre se ha fundido con él… Y aquí estoy, de inquilino en la casa de mi suegro, que finalmente ha conseguido apropiarse de ella.
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6
César García
Feliz día de los muertos
Carlota llegó al cementerio de la mano de su abuela, ni quería ni entendía por qué tenía que ir, pero creía en su abuela y de su mano iría donde ella le pidiese. Realmente estaba tan bonito como le había dicho, en todas las lápidas había balcones multicolores de flores, el sol ayudaba desde lo alto del cielo intensificando los rojos, amarillos y verdes con el brillo de su luz. Pero cuando entró en el pasillo y vio otra vez donde estaba enterrada, se quedó paralizada, las piernas le pesaban como si fuesen de piedra y una mano invisible le empezó a apretar la garganta. Su padre que se dio cuenta se acercó a ella con una sonrisa.
-Cariño, estamos aquí celebrando el día de los muertos, toda esta gente viene a traerle flores a sus seres queridos y a recordarlos, en México donde vive la tía Noa es una gran fiesta con música y bailes.
Carlota apartó la mirada de su padre y miró el trozo de mármol negro donde con letras doradas estaba escrito el nombre de su madre. Después miró a su padre y pensó para sí misma:
Cómo voy festejar que mi madre está ahí dentro, inmóvil, sin vida. Como voy a estar contenta si cuando me voy a la cama no me besa en la frente, como voy estar contenta si cuando me caigo no está para sonreírme y aliviarme con sus caricias.
Tu si estarás contento, porque ya no está gritándote por llegar borracho y haberte gastado todo el dinero que teníamos para comer, y estarás contento porque no te atraviesa con su mirada cada vez que me golpeas en la cabeza por molestarte con” tonterías”, y estarás contento porque ya no tendrás que pegarle más para que aprenda a ser una “buena mujer”. Quizás dentro de un año, aquí mismo, también de la mano de la abuelita yo estaré feliz, mostrando mi mejor sonrisa, festejando el día de los muertos porque tú serás uno de ellos. Si papa, porque no le dije nada al juez no porque te tenga miedo, no. No le dije nada, porque no quiero que te metan en la cárcel papi, quiero matarte yo con mis manitas regordetas de cerdita como a ti te gusta llamarlas mientras te ríes y me golpeas en el culo con tu bota reluciente gracias a mis manitas regordetas de cerdita que las estuvieron limpiando en lugar de hacer la redacción que mandó el profe de Lengua. Y estoy esperando Papi, porque no tengo la fuerza suficiente para clavarte el cuchillo en la garganta y cruzarla hasta abrirte una sonrisa en el cuello como la que siempre me muestras cuando me caigo. Espero que no tarde mucho en llegar ese día papi, el día en que te acostarás borracho otra vez y no te volverás a despertar. El día en que yo seré libre, mama descansará tranquila y todos celebraremos el día de los muertos porque tú serás uno de ellos.
Carlota miró fijamente a su padre, una lágrima se deslizó por su rosada mejilla y al llegar a la comisura de los labios su boca dibujo una pequeña y pícara sonrisa. Fue entonces cuando su padre notó esa mano invisible en su garganta.
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7
Benigno López Moure
Levántate y anda
Aunque Lázaro intenta vivir imaginando que toda espera forma parte de una futura redención, lo cierto es que ya no cree que pueda producirse. Ha decidido rendirse aun sabiendo de antemano que la rendición no es una posibilidad factible: él ya ha vencido. Para combatir su indiferencia, enciende cigarrillos negros sin parar. Algunos los fuma, otros deja que se consuman en el cenicero sin tocarlos, sin mirarlos, sin olerlos. Permitiendo que impregnen las paredes desconchadas, las cortinas gastadas de la habitación del sucio motel de Ciudad de México en el que vive y se esconde, en el que planea su próxima muerte o su próxima matanza. Lo mismo le da.
Desde la cama vigila las horas que pasan a través del espejo que refleja el reloj de la pared y lo mantienen lejos de la tierra prometida para los justos o para los malvados, para todos los que no saben que están muertos desde el mismo día en que nacieron. A todos, sostiene Lázaro extasiado por vivir otro “Día de los Muertos”, habrá de llegarles la hora de enfrentar su cuerpo a la subordinación, al paternalismo, a la acogida, al paraíso o al infierno. A todos habrá de llegarles el día último, el final, el infinito.
A todos menos a él, porque ha vencido a la muerte en contra de su voluntad, porque su amigo o su enemigo o su más próximo confidente o carcelero se empeñó en darle una segunda oportunidad (que era en realidad la cuarta o la séptima o la decimonovena, nadie lleva la cuenta) para volver a desdibujar sus pasos, para perderse en el mismo sendero de sombras y cicatrices, para caer, para pecar, para sobrevivir y volver a morirse de ganas de matar y de estar muerto.
Lázaro marca el número de la recepción y encarga una botella de tequila con la esperanza de que al abandono le sigan la degradación y la condena; también la calma. Dejarse atrapar es una de sus asignaturas pendientes, pero mientras la aprende, confunde la sordidez con la invariabilidad y de nuevo, en este caso contra el futuro de la camarera del motel, se entrega a los placeres perversos, a las pulsiones secretas que le han llevado a ser un fugitivo. Como todo suicida reincidente, quiere herirse o hacer daño para poder seguir un camino que le lleve directo al próximo día, a la próxima persecución, al próximo abismo, al próximo hospital, al último benefactor del que escaparse.
Lázaro sigue en pie después de haber enterrado a sus hermanas, después de haber visto morir a sus amigos, de haber contemplado la involución de los que en un tiempo fueron sus vástagos, sus familiares, y ahora no son sombras atrapadas en un día de los muertos que nunca se acaba. Lázaro está harto de (sobre)vivir bajo el yugo de una fe que se eterniza sobre su carne limpia y purificada por la sangre de los otros, sobre su alma putrefacta, que se construye para soportar y no para combatir el sufrimiento, que no abre más caminos que los que desembocan en la culpa o en el abandono. Lázaro ya no quiere vivir más vidas ni quitarlas, está harto y quiere morir de nuevo, pero esta vez en serio.
Porque Lázaro llevó escrita la palabra “muerto” sobre la piel. Porque una vez estuvo condenado. Porque la ley tiene reservado para los monstruos como Lázaro un futuro limitado, un número preciso de latidos. Pero Lázaro, el mismo que ahora se lamenta por discrepar cuando le dijeron que ya había muerto y por haber matado más después de no haber muerto, se desprecia y se adora al mismo tiempo.
Lázaro, resucitado una vez, fugado pocas horas antes de la ejecución de su pena capital, maldice ahora su suerte y su existencia y se disculpa ante el cadáver hermoso de la chica que acaba de asesinar. Vuelve a pensar en la redención que no le espera en ningún sitio, vuelve a soñar con una rendición imposible, con un fracaso definitivo y otra vez el cuerpo mutilado al que se enfrenta se empeña en demostrarse que ha vencido a la muerte, que ha resucitado y que sigue muriéndose de ganas de matar y de estar muerto. Porque no va a cambiar nunca, porque los resucitados no tienen nada que perder que no hayan perdido ya, porque a todos habrá de llegarles la hora de enfrentar su cuerpo a la subordinación, al paternalismo, a la acogida, al paraíso o al infierno. A todos habrá de llegarles el día último, el final, la muerte, el infinito. A todos menos a él, porque ha vencido a la muerte en contra de su voluntad, porque su amigo o su enemigo o su más próximo confidente o carcelero se empeñó en darle otra oportunidad. ¡Levántate y anda!, le dijo, sin saber a qué le condenaba.
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8
Óscar Sánchez-Alonso
Toda la muerte por delante
Bruno estaba charlatán. Quizá más de la cuenta. Decía llevar un tren de muerte al alcance de muy pocos, y no paraba de alardear. “Morir para ver”, repetía con alborozo cada dos por tres. Arena soportaba ese día su presencia. Y aunque paciente, acabó cansándose:
– “Te lo ruego, Bruno. Deja de contarme tu muerte”.
– “Venga, bah. A morir que son dos días”.
– “Me vivo de risa al escucharte”, replicó Arena, con enfado, tratando de cerrar la estupidez. “Llevas más de dos horas dando la tabarra. Calla de una vez”.
– “Huy. Me has dado un susto de vida”, insistió él, entre risas, forzando de nuevo la tontería”.
– “Mira, pesao. Seguro que tienes mucha muerte interior, y puede que tu proyecto mortalsea la repanocha. Es más, no dudo de que en tu otra muerte fuiste, según dices, faraón en el Antiguo Egipto. Pero de verdad, créeme, resultas cargante tirando a insoportable”.
Por primera vez en toda la tarde, Bruno cambió el semblante. Se dio cuenta de que Arena no estaba de broma:
– “Perdóname, Arena. Soy un imbécil. Cuando llegaste aquí, me comentaste que eras de Guanajuato, y que en aquella hermosa ciudad, como en el conjunto de México, el Día de Muertos adquiere una especial relevancia. De ahí mi actitud. Me he comportado como un nervioso adolescente que, ante su primera cita, aspira a impresionar a la chica de la que se ha enamorado”.
– “Ay, Bruno, Bruno. Que te hablara con entusiasmo de esa celebración no implica que haya que excederse. Y que seamos zombis no nos obliga a ser cansinos”.
Arena se frenó. Guardó silencio unos segundos, como queriendo atemperar su bronca. Enfrente se encontró a un Bruno cabizbajo repleto de arrepentimiento, y Arena no quiso cebarse:
– “Venga, venga. Te perdono. Visto lo visto, será la última vez que te hable de alguna festividad. Pasemos página. Buena gana de andar rezongando más de la cuenta. Al fin y al cabo, tenemos toda la muerte por delante”, sonrió con complicidad, estrechándole su mano con ternura.
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9
Dulce Emilia Rueda Reyes
Yo no estaba, me contaron
Este cuento mío, ni es mío, ni es cuento, yo no estaba, me contaron. Una tarde que visité a mis padres les pedí una historia de difuntos. Se miraron una décima de segundo con la complicidad que dan los años; ¿Era duda, condescendencia, incertidumbre, ternura?¿acaso estaba demasiado grande para historias de aparecidos?, ¿acaso sabían algo que yo no? Después de este lapso, mi madre comenzó:
“Estábamos en el último semestre de psicología en la facultad, había que presentar un trabajo de campo que se tratara sobre los procesos de duelo. Como las festividades de Todos los Santos y Fieles Difuntos estaban muy próximas, en un principio pensamos ir a San Andrés Mixquic, celebérrimo por los preparativos y los magníficos altares que se montan con un día de antelación y su alumbrada. Pero como se suele llenar de observadores, turistas, en fin, por una serie de inconveniencias, decidimos llegar mucho más lejos, hasta Huaquechula, Puebla. Nos pusimos en marcha. Habíamos pasado Cuautla, faltaba poco para llegar, estaba cayendo la hora mágica del crepúsculo, en el cenit ya se veían los rosados y los malva del arrebol ante nosotros, los compañeros de investigación y tu padre, al volante. Soplaba el viento helado de octubre. Un perro cruzó el camino. “Cuidado con el perro… no lo aplasten”-bromeó algún tripulante, “Es que no es sólo un perro, -dijo tu padre cediéndole cortésmente el paso al animal- es un escuintle” Un xoloescuintle, el pequeño Anubis mexicano, el perro lampiño de la nobleza azteca y de quien se dice es guía del inframundo y regalo de los dioses a la humanidad.”
“Era la víspera de Todos los Santos, la gente suele encender fogatas, cempasúchiles vivos, a la entrada de sus casas para los difuntos puedan encontrar el camino. A la orilla, una simpática casita, bien pintada, con sus macetones cuidados, tal como es una casa típicamente provinciana. Una viejecita, reducida a su mínima expresión, cubierta con el jorongo hasta los ojos por el frio, con yesca trataba de mantener viva una fogata incipiente, apenas una dudosa almendra de fuego”
Aflojaron el pie del acelerador para preguntar por el poblado. La anciana asintió, pero, sin interrumpir su labor, agregó, “-es que vengo a prender la fogata, porque si no, nadie lo hace”, insistiendo.
No quisieron molestar más y se adentraron en la población. La gente era sencilla, tímida, pero muy amable. Se quedaron en cualquier sitio, sin estorbar, y al día siguiente comenzaron a tomar fotos desde muy temprano.
Conforme se iban adentrando en el día, la atmósfera se iba perfumando de incienso mexicano, el inconfundible copal con el cual iban haciendo sahumerios, los caminos, con la flor de veinte pétalos, sagrada y perfecta por tener el número veinte en su nombre, de la cual dicen unos que fue una doncella, descorazonada por la muerte de su enamorado, otros, que capturaba los rayos solares, inmortalizada para siempre, por los dioses. Los caminos quedaron coloreados del anaranjado insolente de la flor de muerto y del penetrante aroma del copal que iba saturándolo todo.
A las dos de la tarde sonaron las campanadas de la iglesia anunciando la llegada de los difuntos, guiados por la flor mexicana. Posteriormente fueron invitados a departir con los anfitriones un taquito de frijoles caldosos y un chocolate aguado, frugalidad tradicional para los deudos, pues no se debe tomar ningún alimento de las ofrendas hasta pasado el tres de noviembre, ya que, si bien los difuntos no son egoístas como los mortales, no es de buena crianza tomar lo que ya has ofrecido, sino lo que se ha rechazado.
Reunieron testimonios, todavía se quedaron a socializar con los deudos, tomaron fotos de la alumbrada, aprendieron las diferencias entre los altares de Cabo de Año, pirámides de tres o cuatro niveles, es decir, ofrendas para quienes recientemente fallecieron y las tradicionales, y que la costumbre de la fogata de Ánimas Solas, altarcitos en espacios públicos, que data de la época anterior a la luz eléctrica, y que tenía por objetivo alumbrar a aquellos muertos olvidados, es decir, a aquellos que no tienen ya familia que les recuerde. Vieron las figuras que representaban al perro en los altares dedicados a los niños: eran escuintles. Todavía participaron en las luminiscencias de la procesión callejera, donde se mezclan deudos y asistentes, naturales y turistas.
Sin esperar al día siguiente, salieron del pueblo esa misma noche, el pueblo de puertas iluminadas por la flor naranja, la inmarcesible flor del fuego.
Entonces lo vieron. La casita donde la anciana intentaba encender su fogata incipiente; el techo vencido, el interior inhabitable, el olor de dejadez y abandono. Se dieron cuenta que nadie podía vivir ahí. Que nadie había vivido ahí, en años.
Apenas un débil rescoldo latía, y se resistía a morir, como el recuerdo, persistente, como la memoria, debatiéndose entre las cenizas, entre el helado soplo del olvido, insistiendo. Mi madre sintió más frío.
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10
Luis San José López
Fantasmas en Comala
El día de Difuntos, México entero huele a cempasúchil y jaboneras, pan de muertos, veladoras, mezcal y risas, pero en Comala… en Comala es así todos los días del año.
Un charro le salió al encuentro.
─No debiste venir, Juan. Tu padre ha muerto, todos han muerto hace mucho tiempo.
─Pues he visto gente horita mismo paseando por el pueblo…
─Son fantasmas, Juan. Esto es un páramo yermo donde no hay Pedros, ni Luises ni Juanes. Comala es un recuerdo.
El charro se dio media vuelta, espoleó al caballo y dejó de existir.
«Cóbrate lo que nos debe, Juan», le había dicho su madre poco antes de soltar el último aliento, poco antes de acomodarse el hatillo a la espalda y dejar que un enjambre de moscas frotara sus patas junto al lecho mientras él se alejaba con el aire pegado a la espalda.
Juan subió por el camino que hay pasada la Media Luna, se despojó de su sombra junto al ciprés que hay en el pórtico del panteón y se adentró en el Mictlán dispuesto a cobrarse.
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11
Erminda Pérez Gil
Reencuentro feliz
Hoy es un día especial en México. También para mi familia, pues. Mi mamá ha ido a recoger las flores de cempasúchitl bien temprano para escoger las más vistosas. La abuelita, que cocina requetebién, está en los fogones preparando pan de muertos y calaveritas de azúcar; va a hacer una de chocolate y le va a poner mi nombre porque sabe que es la que saboreo más. Mi hermanito Juan José recorta figuras en el papel de China, así mismito como yo lo enseñé. Y mi papá está tomando tragos de mezcal mientras aguarda.
Mi mamá quiere que estén todas las ofrendas dispuestas en el altarcito para cuando llegue la noche. Las flores bien cortadas, las velas encendidas, el papel picado de colores, la jícara con agua, las frutas de nuestro huerto, mis juguetes preferidos y mi foto de comunión bien lucida en el centro.
Mi mamá, la abuelita y mi hermanito están muy contentos porque, después de un año ausente, cuando caiga el sol vamos a poder platicar lindo otra vez. El que llora y parece enojado ahoritica es mi papá. El pobrecito tiene miedo de que le cuente a mamá que fue él quien me ahogó cuando yo me resistí para que no me forzara de nuevo.
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Susana Rizo
Todavía no
No gusta estar aquí. No me ha dado tiempo a comprender la complejidad del rito del que soy protagonista hoy. Durante muchos años lo viví y celebré atraído por la algarabía de la música, los bailes y las deliciosas calaveritas de azúcar. Ahora estoy al otro lado, y no acierto a encajar tanta sonrisa desde este gélido abismo.
Cada vez hay más flores. Y yo no voy a ir al Paraíso de Tláloc.
Nací en Tehuetlán, en México. Y desaparecí allí también. No me gusta usar “la otra palabra”. De pequeño escuchaba fascinado las leyendas sobre la llegada al Mictlán. Ya han pasado cuatro años, y se supone que debería haber avanzado. No he cruzado ni la primera puerta, anclado a este sonido externo, oxígeno, dolor y vida. Me piden que emprenda el viaje, para que mi Tonalli descanse. Pero ¿y si las historias que me contaron son ciertas? ¿Quién iba a querer atravesar la Séptima Puerta? Los vivos ignoran que los desaparecidos podemos seguir sintiendo miedo.
“Que la muerte que traes a tus espaldas que dé paz” me dicen. Pero yo no ansío el descanso eterno.
Poco a poco se van extinguiendo los fuegos y sonidos. La última vela se apaga y entonces vuelvo a sentirme solo de nuevo. La soledad es peor que todo lo demás. Quizá es este último pensamiento lo que me hace colocar sobre mis hombros una corona de Cempoalxóchitl. Una bella Catrina me indica cómo iniciar el descenso. Comienzo a abrir las puertas….
Teyollocualóyan. Ya estoy en la Séptima. La que me da pavor. Conmigo viajan muchos otros, pero apenas sí nos miramos. He vencido al río, al viento, a la nieve y el frío. A las montañas que me cerraban el paso. Incluso he superado el Temiminalóyan, que acabo de dejar atrás, esquivando las flechas que se empeñaban en hundir en nuestros maltrechos cuerpos. Ahora me espera el jaguar y el altar, y sé que ya es tarde para retroceder. Cierro los ojos y entro, agarrando firmemente la obsidiana que recogí en la montaña del tercer nivel de este Inframundo. Los que están caminando a mi lado esperan resignados. Mi duelo es en solitario. Yo miro alrededor y me lanzo, obsidiana en mano, contra el jaguar, dejándolo malherido. Lanzo cuchilladas aquí y allá, profiero gritos que causan pavor a mí alrededor. De repente sucede algo que no estaba en las profecías.
Mi atuendo ha cambiado. Es totalmente desconocido para mí. Sobre mi cabeza están las mismísimas fauces del jaguar, que me ha cubierto como si fuera un casco, rematado por vistosas plumas de Quetzal. En el centro del pecho, hay un corazón pintado de rojo intenso. El colorido de mi armadura me llena de fuerza vital. Prosigo mi camino, pero la Octava Puerta está cerrada. Alguien se me acerca y me dice:
-No estás aceptando tu camino, tú no quieres reposar. Eres un guerrero. Tu lugar no es el Mictlán.
Un año después en el Día de los Muertos un colibrí se acercó a las flores del altar, alteando con una viveza magnífica.
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Manoli Vicente Fernández
El duelo
A Gabriela se le murió la mascota nada más arribar a México. La pobre, llevaba días sin ingerir alimento y su color había mutado a un tono de lo más fangoso. Pero la niña Gabriela culpó por siempre del óbito a la tierra de los chilangos, como se empeñó en llamarlos desde que oyó el término. De poco sirvieron los intentos de toda la familia por conseguir que disfrutase de su estancia en la república mexicana. La niña estaba de luto por Minerva, que así se llamaba la difunta mascota, y persistía, erre que erre, en llorarla y llorarla. Cuando la festividad del día de los muertos, tan reconocida y celebrada en la zona, se acercaba, todos miramos con recelo a Gabriela, la cual, por primera vez en muchos meses, pareció reanimarse y se apuntó con gran entusiasmo a los talleres para celebrar la festividad. Catrinas, centros llenos de cempasúchil, velas y calaveritas, comenzaron a salir de sus manos para adornar un altar en el que la deidad era su muerta favorita: una putrefacta tortuga, que la niña jamás había enterrado, y lucía ahora adornada con brillantes collares y una abundante melena rubia.
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Lola Sanabria
Tránsito
El día que murió Blanquita del Valle nevó durante toda la tarde. Su mamá salió al corral y tocada por un soplo de gracia, levantó la cara al cielo. «Son lágrimas cuajadas de amor», dijo mientras el pelo cambiaba del azabache al blanco para siempre. El papá de la niña cabeceó y no quiso acompañarla en lo que él percibió como un bálsamo para soportar la pérdida.
Los hombres, recostados en los soportales, sintieron el peso sobre sus sombreros y las alpargatas se les empaparon conforme los copos se descongelaban. En cuanto las mujeres, atareadas en la preparación de altarcitos para el Día de los Muertos, vieron bajar el manto blanco que se deshacía en el suelo como azucarillo, sintieron que las atravesaba como rayo, un escalofrío místico. Aquello era una señal. Un alma pura que se había ido y recién acogió el Señor en su seno. Corrieron a casa de la comadre Lupe y encontraron a la hija amortajada con su traje blanco. Dormida, parece dormida, decían unas mientras se santiguaban. Un ángel que se va al cielo, decían otras. Y la madre asentía con la misma sonrisa con la que había recibido la nevada milagrera pues como tal había que acoger una nevada en aquel pueblo de México amodorrado por el polvo y el calor endémico.
Dispusieron el velorio. La niña Blanquita del Valle en el centro, con sus cuatro cirios encendidos. Las sillas alrededor del ataúd blanco para familiares y vecinos. Y en la cocina dulces y café que ayudaran a pasar la noche.
Ocuparon su lugar la mamá de la difunta, los abuelos, padrinos, tíos, primos y acompañantes. El papá no tuvo ganas o fuerzas para unirse a ellos y, una vez pasada la nevada, se tumbó, envuelto en una manta y exudando pena, en la hamaca bajo el eucalipto. Comenzaron las oraciones, las alabanzas de la niña, las frases de consuelo por el angelito que había subido al cielo. Conforme avanzaba la noche y el sueño ganaba algunos párpados que se cerraban y abrían con un sobresalto, se hicieron más asiduas las visitas a la cocina. No se supo quién trajo el aguardiente, pero copita a copita fueron vaciándose las botellas. Y poco a poco, los reunidos cayeron en el sopor del alcohol.
Aún no emergía el sol por la loma que coronaba el gallinero cuando escucharon los gritos del papá. Todos se levantaron de golpe de sus sillas donde dormitaban. Ninguno se enteró de que Blanquita del Valle había abierto los ojos, se había incorporado en su ataúd y había abandonado la habitación.
Corrieron hacia la cocina. Allí vieron a la niña comiendo dulces y al papá tumbado todo lo largo que era, con el pocillo de café derramado sobre sus pies, las manos agarrotadas sobre el pecho y los ojos en blanco.
El Día de los Muertos llevaron a Blanquita del Valle en andas como a una santita, entre flores de cempasúchil, papeles de colores, fruta, pan de muerto y calaveritas de chocolate o azúcar. Recorrieron el pueblo dando cuenta a los vecinos del milagro que acababa de producirse. Se iban uniendo a la comitiva mujeres, hombres, niños y hasta los perros. Estaban todos. Todos menos los abuelos de la niña que se quedaron en la casa a llorar y amortajar al nuevo difunto, el papá de la criatura. Se prepararon para un velorio sobrio, los dos solos ya que los demás andaban de celebración. Y aunque querían, como es natural, a su hijo, no podían dejar de pensar que su muerte había sido de lo más inoportuna, ¡con lo que les habría gustado pasear orgullosos detrás de la hermosa niña resucitada y gozar un poco de la gloria!
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15
Lara F.
Plan de huida
Mi vida es dura, al igual que la de un pavo en Acción de Gracias o la de un cordero en Navidad. Pensaba que vivir en México me salvaría esta vez, dado que tienen otros gustos y adornan sus cementerios con calaveras. Sin embargo, mi familia de pega americana me compró hace unas semanas porque según ellos quedo monísima en la entrada junto al perchero hasta que llegue el día. No me preguntéis, yo tampoco lo entiendo.
Al poco tiempo entendí que mi vida pronto llegaría a su fin. Los humanos celebrarían otra de esas festividades inútiles que usan como excusa para no tener que trabajar, hartarse a comer y disfrazarse para ser otra persona por unas horas. Y del lugar de donde viene mi familia, es costumbre usarnos para homenajear esta celebración. Porque ellos no piensan en el sufrimiento ajeno que estas fiestas generan.
Puede que creáis que mi día a día es aburrido, viendo las horas pasar junto a un perchero. Lo cierto es que tengo un mundo interior muy extenso y sólo con eso, mi existencia ya tiene sentido. Así que no, no quiero morir.
Llegaba el momento de idear un plan de huida: lo bueno de tener a un perchero como vecino es que significa que la puerta está cerca. Y otra ventaja para mí, dicha puerta tiene gatera así que sólo tendría que rodar tres escalones y sería libre. He de decir que después de esta parte, mi supervivencia seguiría colgando de un hilo.
El calendario de la cocina marcaba la fatídica fecha de mi muerte: 31 de Octubre. Ya no me quedaban más pipas que llorar. Cogí impulso y rodé hasta la salida, intentando esquivar malos golpes que pudiesen hacerme papilla. Nada más alcanzar el jardín de la casa, noté la lluvia mojando toda mi superficie. Genial, ayuda para derrapar.
Pocos derrapes tuve tiempo de hacer ya que al girar la primera esquina, me crucé con mi madrastra. Yo me hice la muerta, ella me miró extrañada y me recogió del asfalto.
– Pero… ¿qué haces aquí? ¡Si hoy es tu día!
Sollocé. Mi día… Pues sí, mi día había llegado. En aquel quirófano que ellos llaman cocina, me destriparon y rajaron sin ningún tipo de piedad.
El día de mi muerte pasaría a la historia como el día en el que una calabaza casi sobrevive a Halloween.
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María Dulce Kluger
El corazón en México
Mi marido tiene el corazón en México. Una delicada red de venillas cruza el océano y lo une al cuerpo que respira, come y anda en este país también esdrújulo donde vivimos. A lo largo de miles de kilómetros las venillas sutiles se estiran, se sumergen en el agua salada, se alargan tanto que se rompen a veces, luego se trenzan o se anudan, se extienden después por debajo del mar, se tuercen o enrulan y por fin emergen en la costa opuesta.
Convendrá usted que esta situación no es de las más llevaderas. Aparte de los muchos peces que ahí anidan y desovan, y cuyas crías mordisquean las fibrillas rojas con deleite; aparte de los cardúmenes que se enredan entre los hilos o algunos pulpos que ejercitan sus tentáculos entretejiéndolos con las venas, esto le trae no pocos inconvenientes. No sólo a mi marido, sino también al corazón.
Imagínese lo que es vivir día tras día, año tras año, el cuerpo aquí, bajo estas nubes bajas, y el corazón allá, palpitando en esa inmensidad azul, bebiéndose la luz meridiana. Un ritmo de corceles al galope, una fiesta de colores intensos, un puro grito de júbilo, que con el agua y la distancia van apagándose y, después de tanto andar, al llegar al pecho, no es más que un eco de la poderosa fuerza que fue en su origen. Si usted pudiera, como yo, pegar la oreja a su pecho mientras fuma en la oscuridad del balcón y su mirada se pierde más allá de los edificios de enfrente o la bruma que borronea las estrellas, comprobaría lo quedos que suenan sus latidos.
Y qué decirle del corazón allá solo, levitando sobre las azoteas, embriagado de sol, su roja carne dele palpitar en medio de balcones florecidos, pero sin costillar que lo acoja ni tronco al que asirse. Fragilidad expuesta a la primera flecha que quisiera atravesarlo.
Algunas noches, cuando mi marido duerme a mi lado, me meto en sus sueños y veo cómo remonta, a brazada limpia y vuelo, el fino entramado de venas y arterias precisa y salvajemente, hasta llegar al corazón sangrante. Lo toma con sus dos manos, se lo pone en el costado izquierdo del pecho y sale a dar una vuelta por esas calles, entero.
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Pablo Ruiz López
Mao
Conocí a Mao una tarde de otoño de 1976. Justamente el 8 de Septiembre, un día antes de su muerte.
Tomamos el té en la Ciudad Prohibida. Bajo unos cerezos que perdían sus hojas con el viento, hablamos de poesía. ¿Quién diría que el monstruo al que tanto temía occidente leía a Keats y a Whitman?
Fue una tarde deliciosa. Con las manos detrás de la espalda paseamos por el reciente. Hablamos de mi viaje a México, de los Estados Unidos y su pronto hundimiento. Mao me confesó que de lo único que se arrepentía era de no haberse casado con la primera mujer que amó, cuando tenía 11 años.
Seguimos hasta que empezó a refrescar. Cuando comenzó a toser y la sangre manó de su boca a borbotones, no supe que hacer. Pero él ni se inmutó. Sacó un pañuelo de seda de su bolsillo y se limpió. Como si nada. Fue entonces cuando me miró, quizá la última vez que lo hacía con tanta intensidad, y con su firme voz algo quebrada me dijo:
Yo me voy, pero las grullas siguen aquí y si ellas permanecen, nada cambiará.
Al día siguiente no pude ni decirle que tenía razón.
Mao había vuelto a su planeta.
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Juan Manuel Orberá Hernández
Una equivocación divina
El domingo pasado, Dios se equivocó conmigo. Se equivocó y mucho. No contento con provocarme un infarto, luego va y me resucita. Igual que hizo con su hijo Jesús, pero claro, como todo en esta vida, o mejor dicho, en esta muerte, hay resucitados de primera y resucitados de segunda. Pues yo debo ser un resucitado de tercera porque cuando desperté, en la camilla del depósito, no fue un «¡Oh, estupendo, estoy vivo!». No. Fue más bien un «Oh, maldición, estoy vivo, desnudo y con un cuerpo maloliente lleno de remiendos de un extremo a otro». Ya me hubiese gustado a mí ver a Jesús después de resucitar, Él todo perfecto, su barba recortada y vestido con una túnica resplandeciente. En el mundillo zombi nos referimos a él como un «no muerto vip», al igual que Elvis, Michael Jackson y Walt Disney.
En el hospital, el primer susto se lo llevó el chico de la limpieza cuando me vio aparecer por la puerta dando tumbos y emitiendo unos gruñidos que a mí me parecían palabras. Alarmado y al borde del colapso avisó a todo médico que se encontró durante su huida. Lo que vino después no tiene nombre.
Doctores de todas las especialidades, sorprendidos de que un cadáver pudiese estar vivo, se empeñaron en hacerme pruebas y más pruebas. Cómo yo también quería saber que me pasaba, al principio, me dejé hacer. Me colocaron aparatos de monitorización, me hicieron análisis de sangre, TAC, electros… Nada, ni un ápice de vida. El problema vino cuando quisieron profundizar en sus investigaciones. Se acercaron con escarpelos y sierras para buscar en mi interior la causa de mi inusitada vitalidad, pero no estaba dispuesto a permitir que me rajaran de nuevo. Ya no pude aguantar más.
Tomé un cuchillo pequeño que había cerca y, tras cortarme los hilos que ataban mis labios, grité, rozando lo absurdo —¡Quieto todo el mundo! ¡Quiero pedir el alta voluntaria!—. Como si de una invocación diabólica se tratase todos se quedaron inmóviles. Aprovechando el desconcierto me escabullí por una puerta, tomé la ropa de un enfermo y tras vestirme, salí del hospital con la intención de retomar mi vida.
De vuelta a mi casa, el problema no mejoró. Mi mujer, lejos de recibirme con los brazos abiertos, me llenó de reprimendas del tipo «¿Cómo me haces esto?», «tenía asumida tu pérdida», «ya he rehecho mi vida con otro hombre». Yo, aturdido ante tal bienvenida, solo pude balbucear —Tres días, María. Han pasado solo tres días—. No fue suficiente argumento. El tiempo es tan relativo cuando estás muerto.
En la calle, solo, abandonado por mi familia y, ahora también hambriento, me invadió una rabia feroz. Esa fue la gota que colmó el vaso. Necesitaba desahogarme y gritarle todo lo que pensaba de él a aquel que me hizo esto: Dios. Me dirigí a una iglesia y en cuanto crucé la puerta comencé a lanzar improperios sobre su persona. Tal fue el alboroto, que el párroco y un monaguillo salieron de la sacristía brazos en alto y gritándome que mantuviera silencio en la casa del Señor. Cuando se acercaron les relaté todo lo que me había hecho su “jefe”, les expliqué que yo debería estar en el sillón de mi casa, tranquilo y con una cerveza en la mano. El párroco, nervioso, no paraba de lanzarme frases hechas, «los caminos del Señor son inescrutables», «Dios tiene un plan para cada uno de nosotros», a la vez que me iba salpicando de agua bendita con el hisopo. El monaguillo que seguía la conversación callado me lanzaba cruces con los dedos como esperando algún rechazo por mi parte. Y en verdad lo estaba consiguiendo.
Ahora me arrepiento de lo que hice, pero es que entre el cura empapándome y el pesado del niño intentando fulminarme con sus gestos se me cruzaron los cables. Me los comí. Fue un impulso animal, lo reconozco. No pude contenerme, o sí, tal vez.
Salí de allí con el apetito satisfecho. No sabía donde ir, ni que hacer. La gente se apartaba a mi paso y mi presencia en cualquier sitio era cada vez más notoria. Deambulaba por unos grandes almacenes entre miradas de asco e indiscretas cuando paré frente al escaparate de una agencia de viajes y ya todo tuvo sentido para mí.
Anunciaba un viaje a México, donde una de las atracciones, entre otras, era la del desfile del día de los muertos. Ese era mi sitio. Allí los veneraban, la gente de disfrazaba de calaveras, montaban fiestas y cabalgatas en su honor.
Así que aquí estoy, volando a portes debidos, dentro de una caja, a una dirección cualquiera del Barrio Mágico de Mixquic, en Ciudad de México. Esperando que algún curioso me abra y pueda disfrutar de la fiesta. Ojalá llegue a tiempo. A propósito, mi mujer me supo a poco y empiezo a tener hambre.
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Sandra Iglesias
Un secreto enterrado en suelo mexicano
El día de los muertos comenzó como otro cualquiera: con todos los usuarios levantándose a las siete en punto. Para la medianoche el geriátrico habría perdido a dos de ellos, y la historia de odio que durante toda una vida los había perseguido, se vería transformada por un secreto que se creía enterrado en una hermosa hacienda en México.
Todos conocíamos la historia oficial. La historia que la propia Pilar conocía. La historia que el mundo conocía y creía cierta de principio a fin. Pilar e Ignacio eran dos hermanos gallegos que se encontraron de la noche a la mañana viviendo en el DF, producto de una situación que forzaba a miles de familias a la emigración. Héctor era un joven del lugar con un antepasado español tan remoto que no estaba seguro ya de que existiera. Él fue su ancla en la ciudad. La persona que los integró. La persona que los enraizó. La persona con la que crecieron y maduraron, con la que sufrieron y se divirtieron, y decidieron que querían dedicar su vida al arte. Era la década de los cincuenta y sus carreras despegaron lentamente, mientras en la casa de unos y en la hacienda del otro vivían la bohemia y creaban los lienzos y las esculturas que malamente vendían para poder organizar la siguiente fiesta.
Eran el vivo retrato del artista del Romanticismo, y como a tales les alcanzó la tragedia. Pero a menudo las leyendas se alimentan de su propio drama y por eso, en aquel día de los muertos, sesenta años después de que todo ocurriera, las imágenes de la celebración al otro lado del charco mostraban a miles de admiradores de la obra del pintor cubriendo su tumba y el resto del jardín de la casa de Héctor con la flor de cempasúchil y la calavera. Mientras tanto, este expiraba su último aliento bajo la atenta mirada del médico y de Pilar, quien por primera vez en los años que habían compartido bajo aquel techo, había entrado en su habitación y le había cogido de la mano. Aquella mano en la que faltaban tres dedos. Dedos que ella misma le había amputado, llena de ira, llena de cólera, seis décadas atrás, cuando Héctor apretó el gatillo que terminó con la vida de Ignacio, en una especie de juego macabro, de ruleta rusa, de duelo mexicano, al que ella llegó tarde blandiendo la tijera con la que el jardinero podaba los setos.
Ocurrió durante una de aquellas fiestas y el suceso los catapultó a la fama. Muchos testigos aseguraron que no se trató de un asesinato, pero ni eso, ni que Héctor prestase su jardín para levantar el mausoleo de Ignacio, lo salvó de pasar unos años en la cárcel. Pilar regresó a España y sus vidas no volvieron a cruzarse hasta que, ya llegada la senectud, ambos se encontraron aquí. ¿Destino? Eso pensaban muchos, pero no era casualidad. Él había ido a redimirse. Tarde pero a tiempo. Por eso tras su muerte le entregué a Pilar la llave que abría el pequeño cofre de madera que tenía sobre el escritorio.
En el brillo de sus ojos supe que ella lo reconocía y no me cupo duda de que esa caja provenía del país azteca. Su interior guardaba solo una carta y la carta la confesión de su hermano de la enfermedad mortal que lo aquejaba y la pantomima que él y Héctor habían preparado para que su muerte transcendiese y le diese fama. “No quiero esperar a consumirme, prefiero dejar este mundo en medio de un revuelo.”
Pilar permaneció todo el día sentada en una butaca de la sala común, con el papel entre los dedos, rumiando la culpa y la pena y la soledad y el tiempo que había perdido alejada del gran amigo que había cambiado su juventud por la gloria de su hermano.
El día de los muertos, mientras todo México festejaba y recordaba a su gran pintor, que tan trágicamente había terminado sus días, otros dos artistas menos reconocidos cerraban sus ojos en nuestro centro. Y tras leer la carta, haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas, decidí arrojarla al fuego.
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20
Yolanda Poza
Un año de duelo
Ay, Fernando. De todas las faenas que me has hecho desde que estamos juntos, esta se lleva la palma.
Morirte así, de repente. Desnudo. Desmadejado. A las once de la mañana, Fernando. En nuestra cama. Y con otra.
Aprovechando que yo me había ido unos días a cuidar de mi madre. Imagínate mi cara cuando me llaman por teléfono del hospital para darme la noticia. Yo pensando que estabas trabajando y tú, mientras tanto, muriéndote mientras follabas.
Un infarto fulminante por sobre esfuerzo. Sobre esfuerzo, Fernando. Si cuando lo hacías conmigo ni sudabas.
Y con una chica tan joven. Que tenías edad para ser su padre, Fernando. ¿En qué estabas pensando?. Bueno, y en qué estaba pensando ella, salir así, medio desnuda, a avisar a los vecinos cuando te dio el ataque. Què vergüenza. A ver cómo les miro yo ahora a la cara, sobre todo a Purita, con lo estirada que es.
Ya me imagino los comentarios, las miradas de soslayo, las sonrisitas disimuladas.
Pero lo peor no es eso, Fernando. Lo peor es que yo ya lo sabía. Sabía lo de la chica y sabía lo del viaje. Vi los extractos de la Visa. Un viaje todo incluido a México. México, Fernando, eso son por lo menos diez horas de avión. Y a mí nunca quisiste llevarme ni a Mallorca porque te daba miedo.
Lo sabía y me estaba preparando. Me iba a apuntar a un gimnasio. Me iba a ir a la peluquería. Iba a empezar a salir, a vivir, a demostrarte que yo también podía ser atractiva. Que aún soy joven a mis cincuenta y tantos. Que detrás de la idiota en la que me había convertido, seguía habiendo mucha mujer.
Y vas y te mueres. Qué putada, Fernando, qué putada. A ver qué hago yo ahora con mi rabia, con mi despecho y con mi venganza. Que ser una divorciada resentida tiene su punto, Fernando, pero como viuda, tengo que hacer mi papel.
Así que aquí estamos. En el tanatorio. Rodeada de familiares y amigos que han venido a darte el último adiós. Qué grande eras, Fernando; qué buen hijo; qué amigo de tus amigos; qué cabrón.
Y estoy llorando. La gente me consuela porque cree que es de pena por ti. Pero lloro de rabia. Por mí. Por los años perdidos, por el amor desperdiciado. Porque has conseguido boicotear hasta mi derecho al pataleo, a montarte una escena, a una salida digna.
Y tu madre, Fernando. Que nunca me ha soportado. Que me culpó de no darte hijos. De que no triunfaras en el trabajo. Me culpaba cuando engordabas y cuando perdías peso. Ahora lleva horas pegada a mí. Llamándome hija. Me gustaría sentir compasión por ella, Fernando, pero no puedo. No siento su pena como no he sentido tu muerte. Han sido muchos años de rechazos, de desplantes y de humillaciones. De no estar a la altura de su niño. Su príncipe; el ojito derecho de su madre; su hijo perfecto. Perfecto mamonazo estabas hecho.
Que tenemos que llevarte a enterrar al pueblo, dice, junto a tu padre y abuelos. No deja de repetirlo. A mí y a quien tenga la desgracia de pasar a su lado y tener que escucharla. Que en el pueblo sois muy conocidos. Que tenéis un panteón precioso, que da gloria verlo. Que así estará toda la familia junta, cuando Dios tenga a bien llevársela a ella. Amén.
Y yo ya no sé cómo decir que vamos a incinerarte. Que era tu voluntad. Que querías que arrojáramos tus cenizas al mar. Que te lo había prometido. Y voy a cumplir mi promesa, Fernando, pero a mi manera. Como tú cumplías las tuyas.
Van a incinerarte y te vas a venir a casa en una urna monísima que he encargado. Durante un año. Un año de duelo. Trescientos sesenta y cinco días para redescubrirme, renovarme y reinventarme. Despúes, voy a coger tus cenizas y las voy a tirar al vater. Que es como terminan en el mar las mierdas como tú.
Y voy a hacer las maletas y me voy a ir. A México, Fernando, que me han dicho que allí sí que saben cómo celebrar la muerte.
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