Zenda conversa con la escritora argentina a propósito de su última novela, Las maldiciones (Alfaguara, 2017).
Claudia Piñeiro (Burzaco, Buenos Aires, 1960) ronda por la España de su padre y de sus abuelos maternos para presentar su última novela, Las maldiciones (Alfaguara, 2017). El libro rezuma pesimismo, desengaño y desconfianza. Funciona como advertencia contra los gurús de discurso hueco, contra los apóstoles de esa nueva política de poco libro y mucho photocall y/o tuit. Sus personajes nos cuentan la entrada y la huida del joven Román Sabaté en un mundo impío e implacable, donde el fin, que siempre es el dinero, siempre justifica los medios —en este caso, esotéricos—. La obra ha sido un superventas en su país, y no son pocos quienes apuntan que en uno de los protagonistas, Fernando Rovira, se deja entrever Mauricio Macri —Zenda omite la pregunta tras el enésimo desmentido de la autora—. Antes de empezar, la escritora nos cuenta que, en Argentina, ahora se está planteando prohibir las carreras de galgos, por eso de la violencia en los entrenamientos, etcétera.
Comenzamos:
P: Señora Piñeiro, ¿cuál es la maldición del hombre de hoy?
R: Cuando escribí esta novela, se la mandé a mi maestro, Guillermo Saccomanno, y me dijo: «Nuestra maldición son los políticos». Claro, nosotros vivimos en Argentina. Quizá ustedes, en España, hoy dirían lo mismo. Creo que las maldiciones son individuales. Yo te podría decir que la maldición de hoy es el tiempo, a qué se dedica, a qué no.
P: ¿Cuál es, entonces, su maldición?
R: Algunos me dicen que mi maldición es no saber decir «no». Hago demasiadas cosas y termino con problemas físicos, mal humor, etcétera, y como el tiempo es escaso, no se estira, se producen algunos problemas. Te digo físico porque tuve hace dos años una trombosis cerebral, que no necesariamente tiene que ver con esto, pero me dicen que sí. Hice tratamientos para poder decir «no», aceptar unas cosas, otras no…, el ritmo de vida no ayudaba. La realidad es que la trombosis me dio en una feria del libro en la que tenía que hacer siete presentaciones, y en un día que tuve que hacer tres presentaciones de tres personas diferentes.
P: ¿Es más fácil maldecir o bendecir?
R: Para el hombre de hoy, maldecir. Las redes te lo demuestran inmediatamente. Con qué rapidez alguien dice algo y salen todos a criticar, a maldecir, a decir cosas horribles, y no es tan fácil que salgan a valorar, ¿no? La maldición está muy en la punta de la lengua, y lo otro se escamotea un poco: «no sé si lo voy a decir, si se lo merece…», y terminas no diciéndolo. En cambio, el perjurio, decir algo negativo rápidamente está avalado por todo el mundo.
P: ¿Es la política un ecosistema ideal para las maldiciones?
R: Sí. Yo no pensé las maldiciones en la política y luego vino la historia; yo tenía un conflicto entre dos personajes, Fernando Rovira y Román Sabaté. Eran el jefe y el empleado, el maestro y el aprendiz, o el líder político y el asistente, como terminó siendo. Era una relación de poder de amo y esclavo, al estilo hegeliano, donde el que manda le termina diciendo, después de un tiempo, para y por qué lo tomó y cuál es el sacrificio que debe hacer por él y por el partido político. Me pareció que el mundo de la política era el mundo más adecuado para eso, porque esta relación de poder se da mucho. En Argentina, quizá pase también en España, conocemos a algún político más joven, que no tiene tanta trayectoria, y un día lo escuchas diciendo determinada cosa que va totalmente fuera de lo que hubiera dicho en otro momento, y piensas: «¿pero te pidieron que dijeras eso, o lo dices porque lo piensas?».
P: Una de las máximas de Pragma, el partido de Fernando Rovira, es la de «decirle al votante lo que el votante quiere oír». Es el pan nuestro de cada día, ¿verdad?
R: Parece que en eso se convirtió el discurso político. La novela trabaja mucho sobre el discurso político, el anterior, en el que a veces había piezas de literatura, contenido, ideología, peso específico, y hoy son frases armadas desde el marketing.
P: El partido se llama Pragma.
R: Por lo pragmático, justamente. Parecería que todo lo que se dice es para conseguir que se vote a ese partido, y luego ya veremos lo que hacemos. En otras épocas, había miradas más hacia el futuro. Otra vez hablamos del tiempo: estas cosas que te permiten pensar en no sé cuántos años, «cuando no sea presidente de este país, pero, de todos modos, quiero que pasen tales cosas para los ciudadanos»… El tiempo acorta esa distancia y hace que tengas que buscar otro tipo de discursos.
P: La China, la periodista de la novela, afirma: «La muerte tiene la certeza que nunca tendrá la política: hay un cadáver».
R: Escribí hace poco, sobre Santiago Maldonado, un texto que hablaba de la «certeza del cadáver». Ahora hay que buscar las otras certezas: qué fue lo que pasó, cómo murió, si estaba implicada o no la gendarmería en esa muerte…, pero el cadáver cambia en ese sentido: hay una certeza, un cadáver, y cuando le hagan la autopsia, tendremos otras certezas. Todo lo demás es incierto.
P: ¿Están en peligro de muerte las ideologías?
R: Depende a lo que llamemos ideología. A lo mejor lo que hacen estos partidos también es ideología. Lo práctico también es una ideología, pero de otro tipo: no se va a recursos que tienen que ver con la filosofía política, con un pensamiento más elevado, si quieres, pero el marketing no deja de ser una ideología para mí. Si te refieres a si están muertas las ideologías en cuanto a pensamiento, creo que no, son ciclos: en este momento, las ideologías pragmáticas están en la cresta de la ola y las otras pasaron abajo, pero eso no quiere decir que, dentro de unos años, no vuelvan a resurgir.
P: Adolfo, el tío de Román, dice que «si sos radical podés tener manceba, amante, dos familias, ponerle un piso a tu chica si te da el cuero, ir de putas, pero divorciarte, nunca. Los peronistas sí». ¿Puede explicar esto a un lector español?
R: Nosotros tuvimos un presidente, Menem, que se divorció de su mujer y la echó de la casa presidencial, la puso en la guardia, la sacó con los hijos y la echó de la casa. Eso es impensable en el Partido Radical, que son más conservadores, tienen más en cuenta ciertas apariencias. No lo digo como juicio de valor, sino como descripción. En cambio, en la vida política argentina, los peronistas han tenido escándalos con sus mujeres tremendos: desde la mujer de Menem, hasta una diputada que al marido le tiró todo por la ventana, toda la ropa, y el marido abajo atajaba la ropa, delante de los vecinos. Eso no hace que un peronista no te vote en las próximas elecciones; en el Partido Radical, está peor visto.
P: ¿Dónde ha quedado esa «pasión argentina» de la que habla Adolfo?
R: Creo que está aletargada, dormida, no que no esté necesariamente. Gente que lo ha vivido y gente joven ve discursos de Alfonsín, recitando de memoria el preámbulo de la Constitución, y siente verdadera emoción, se le pone la piel de gallina. No es que esa pasión muriera, sino que está hibernando.
P: ¿Es el argentino un pueblo que cree en la magia, con «dirigentes que creen en la magia o se aprovechan de que el pueblo crea en ella», como escribe La China en los apuntes de La maldición de Alsina?
R: Uno de nuestros líderes más importantes, Perón, que es como fundacional, ha tenido varios brujos. Entre ellos, el peor brujo de nuestra historia, López Rega, que es quien inventó la Triple A. La Triple A es el organismo que mataba gente con el gobierno peronista y después durante la dictadura. Eso lo manejaba un tipo que hacía esoterismo. No es que nosotros decíamos que es brujo: él declaraba que hacía esoterismo, y tiene libros escritos sobre astrología, que no los puedes ni leer, de lo descabellados que son, que hablan de la magia y de distintas fuerzas esotéricas que hay en el universo, etcétera. Este tipo fue la persona más importante de Argentina. Fíjate cuánto ha podido influir la brujería en Argentina. Muchos otros presidentes han tenido cerca videntes, tarotistas, gente que los ayuda como a pasar esos momentos de incertidumbre, de soledad. Pero el fundamental ha sido, me parece, este brujo que tuvo Perón y que ha sido calamitoso en nuestra historia. Me parece que, hoy, los líderes tienen otros personajes que no calificamos de brujos, entre comillas, pero cumplen esa función: el meditador, el gurú de no sé qué, el que lo ayuda a respirar… Ojalá eso sea serio, pero también hay mucha chantada. Incluso los asesores de marketing pueden encajar en esto. Como dice Lévi-Strauss, que lo uso en la novela: si la tribu cree que la magia funciona, la magia va a funcionar. No por la magia, sino por la creencia.
P: ¿Qué hay detrás de la división de la provincia de Buenos Aires?
R: La novela se llama Las maldiciones porque habla de las maldiciones de todos nosotros, qué maldiciones tenemos, pero también porque hay una maldición histórica en Argentina que dice que ningún gobernador de la provincia de Buenos Aires será presidente de la República. Eso también, históricamente, hay en otros países. En Perú hay una maldición que dice que un alcalde de Lima no puede llegar a presidente. Rovira, que es un empresario que, como manejaba bien una empresa, cree que podrá mejorar bien un país, entonces se dedica a la política y tiene un proyecto que lo explica y lo vende a los ciudadanos con argumentos lógicos y entendibles, pero, en realidad, lo que lo lleva a plantear ese proyecto es el interés personal. Y quería que ese interés personal no tuviera que ver con la corrupción, que ya es el lugar común, ha dejado de ser sorprendente. Quería algo que estuviera, incluso, por encima de la corrupción. Como el tipo es supersticioso, nos encaja esta ley.
P: ¿Cuánto simbolismo hay en el personaje de Lucrecia, la esposa de Rovira?
R: Es muy importante ese personaje a pesar de que casi no se le ve ni se sabe de él. Hay un muerto, como en casi todas mis novelas, pero nadie se pregunta quién lo mató y por qué. En la política, cuando aparece un muerto, parece que la pregunta no es quién lo mató y por qué, no es buscar la verdad, sino entender si me conviene o no que se sepa quién lo mató, y si me conviene o no que aparezca este muerto. Lucrecia, que está muerta en una circunstancia un poco extraña, rápidamente se dice «la mató tal» y la cosa queda ahí, la política pasa por un costado, hasta que viene el asesor de marketing.
P: Finalmente, ¿cree que la política volverá a ilusionar (importante) con argumentos?
R: Creo que sí. Creo que esto es un periodo. Me parece que el próximo periodo debe tener más argumentos ideológicos y de peso. Ahora, para que suceda eso, en este momento debieran estarse educando ciudadanos jóvenes que después reclamen eso, y no sé si esta política de hoy va a querer educar a los jóvenes de esta manera. O sea, los jóvenes de hoy tendrían que estar siendo educados para tener pensamiento crítico, interesarse por determinadas cosas, para poder discernir qué le gusta o no de lo que le plantea determinado político, y no sé cuánto harán los políticos de hoy por generar ese tipo de pensamiento en los jóvenes. Ojalá se den cuenta y se vayan educando solos (risas).
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: