Paseo de la Petxina, Valencia.
Junio del 2012.
Me encontraba esta tarde en pie, inclinado sobre mi amplio escritorio, sumamente concentrado en el trabajo en que me afanaba. Me alcé levemente y ladeé la cabeza al ser súbitamente consciente de que había recuperado el entusiasmo y el dinamismo tras el estancamiento de las ociosas semanas pasadas en tierra, que comenzaba a derivar hacia la apatía. Desde hace unas horas estoy volcado en la preparación de la travesía para el traslado de un velero, viaje para el que fui buscado y que se me ofreció esta mañana. Siento de nuevo la conocida excitación propia de la situación, a medida que mis dedos recorren las cartas náuticas, consulto derroteros y notas y preparo minuciosamente el plan de viaje.
Sonreí de medio lado y volví a inclinarme sobre el escritorio. De nuevo me encontraba trazando una derrota y midiendo distancias con mi viejo compás de lira sobre una carta náutica, la conocida 48-A del Instituto Hidrográfico —Del Puerto de Calpe al puerto de Sagunto y las Islas de Ibiza y Formentera—, que se encontraba desplegada ante mí; lo cual se aproximaba -con algo de imaginación- a la placentera sensación de estar navegando en un cuarto de derrota. Del centro de esa carta arrancará la travesía siguiendo rumbo sur-surleste en demanda del Cabo de San Antonio, con sus cuatro destellos blancos, antes de virar hacia el Mediodía. Sobre la carta, mi pote de barco, lleno de café con Bailey’s, humeando junto a los derroteros abiertos —los tomos I y II del Derrotero de las costas del Mediterráneo e Islas Baleares—. A mi alrededor, instrumentos de marear, diversas publicaciones náuticas, cuadernos manuscritos con las notas que a lo largo de años de navegaciones he ido tomando como complemento a los derroteros, para futuras referencias. En la estancia sonaban a un volumen acaso excesivo los acordes de un delicioso quinteto de cuerda de Boccherini, melodía que fue inesperadamente interrumpida cuando sonó el timbre
del portal.
Interrumpí nuevamente el trabajo y alcé levemente la cabeza con curiosidad, ladeándola hacia la puerta que da al corredor. No espero a nadie y casi nadie sabe dónde vivo. Tras unos segundos de indecisión lo ignoré, volviendo a centrar mi atención en el trabajo. Medí un ángulo tras la correspondiente conversión de rumbo y tracé una línea precisa sobre la carta con el lápiz Staedtler 4B de punta blanda, pero el trazo se vio interrumpido por una llamada en mi teléfono móvil. Acabé el trazado del rumbo y observé el resultado antes de desviar la mirada a la pantalla del aparato, que seguía sonando insistentemente. En ella aparecía un número de teléfono desconocido por mí. Contesté, molesto por la nueva interrupción.
Era un mensajero. Estaba abajo, en el portal, con algo para mí; me preguntaba si la dirección era la correcta y si tardaría en regresar a casa.
—Estoy a bordo, suba.
Minutos después se abría la puerta del ascensor y salía de él un sudoroso mensajero. Me extendió un pequeño paquete y un recibo. Me demoré unos instantes antes de cogerlo; lo observé con curiosidad mientras el mensajero lo sostenía ante mí. No esperaba ningún envío, y estuve a punto de rehusarlo. Pero fue el aspecto del envoltorio lo que me convenció. Acepté el paquete, tomándolo de las manos del repartidor y usándolo como apoyo para firmar el recibo.
—Escribe ahí el nombre en letra “leíble” —me indicó, golpeteando con la punta de su dedo índice una invitadora línea en blanco.
—En letra legible —asentí, observándolo divertido de reojo y aceptando el bolígrafo que me ofrecía. Adiviné en su sudoroso rostro impasible que no había captado la sutileza—. ¿Le apetece un vaso de agua fresca? —ofrecí con simpatía.
Devuelto el vaso vacío a la cocina y despedido el mensajero con una adecuada propina volví a mi camarote y deposité el envoltorio sobre el escritorio. Acerqué la silla y me senté en ella, observando el paquete misterioso con curiosidad. Es posible que haya alzado una ceja, en un gesto que mis amigos reconocerán sin que describa. Y ahí está, ante mí, con su aura de misterio, envuelto en papel de estraza, como antiguamente. Mis señas, escritas a mano con bolígrafo. Trazo elegante. Femenino, diría yo. Al darle la vuelta veo que no trae remite. Maldición. De haberlo advertido antes lo habría preguntado al mensajero. Pero ya es tarde.
El envoltorio tiene forma de libro y estoy casi seguro de que de eso se trata. Lo observo mientras recorro mentalmente la lista de personas que podrían enviarme algo, de aquéllas pocas que conocen mis señas actuales. Luego amplío a aquéllas que podrían haberse tomado la molestia de averiguar dónde vivo, en vez de preguntármelo. No alcanzo ninguna conclusión convincente.
Me levanto y me sirvo una copa de Oporto, dándole vueltas a la cabeza, y regreso con ella a mi escritorio. Examino de nuevo el envoltorio, buscando pistas, indicios, pero resulta fútil. Supongo que la mayoría de ustedes, a estas alturas, ya habrían arrancado el papel y salido de dudas. Yo aún me puse a escribir estos y otros renglones en mi cuaderno en un ejercicio de paciencia y deducción, con el paquete intacto ahí, a mi lado, sobre la carta náutica 48-A desplegada en el escritorio.
Se me ocurrió que quizás pudiera ser un envío de alguno de los libreros de viejo con los que mantengo amistad más allá del trato comercial. Sonreí ante la peregrina idea de que el envoltorio contuviera un volumen de incalculable valor, acaso incluso un incunable, cosa más que poco probable. Olfateo el paquete. No desprende el
inconfundible olor a libro antiguo que cualquier explorador habitual de librerías de lance reconocería sin duda. No es olor de libro antiguo. Lamentablemente tampoco de chocolate. Sin embargo ese olor… ese olor…
¿Qué hacer? ¿Lo abriré? ¿Esperaré a la vuelta de la travesía? ¿Lo guardaré indefinidamente sin abrir? Doy un sorbo largo y pausado a mi copa y la deposito vacía junto al compás de lira. Vamos allá.
Me reclino en mi silla, complacido y emocionado, mientras hojeo el volumen elegantemente encuadernado. Se trata del primer ejemplar del libro de una buena y muy querida amiga, recién salido de la imprenta, casi oliendo a tinta fresca. Tras las páginas de cortesía, portadilla y portada, llego a la página de dedicatoria. En ella se lee mi nombre, solitario, en sobrias y elegantes letras cursivas negras recién impresas.
Más abajo, una nota manuscrita de la autora. Hojeo el libro y sonrío, acariciando sus páginas al pasarlas, cuando el azar hace que mi mirada se detenga en un párrafo que contiene un guiño a la amistad, personal y especial, que nos une a la autora y a mí. Algo muy nuestro que pasará desapercibido a cualquier otro lector, pero que está ahí para mí. Que lleva estando ahí desde que compartimos ciertos momentos en la distancia, cuando ella viajaba por el sudeste asiático en aquellas noches en que bombarderos sin luces surcaban los cielos y yo navegaba por… por esos mares de Dios.
Celebro haber aceptado el misterioso paquete en lugar de enviarlo de vuelta, y alzo muy alto mi copa en un silencioso brindis a su salud.
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