(Para Santos Sanz Villanueva)
Apenas llega hasta esta pequeña habitación alguna de las notas que Maria Joao Pires interpreta de Mozart para mí. El cuarto más pequeño de la casa, que reivindicaba Virginia Woolf. Siempre el espacio más recogido, una guarida donde esconderse del frío, del ruido, del exceso de luz (frente a “Luz, más luz”, quizá “Demasiada luz”). También lejos de los otros. Del mundo.
Es sábado. Aún no es mediodía. El fin de semana se abre amplio, luminoso, inabarcable. Pronto se verá que no es así pero ahora, a esta hora, lo parece. Para mí buena parte de lo que me he prometido ya está cumplido. He regresado a la piscina. Como si fuera una vuelta a la ciudad donde te criaste. No me he sentido del todo extraño pero sí algo… ajeno. Reconocía –cómo no- todo pero sentí cierto desapego. No he entrado en sus aguas con el ímpetu de hace unos años. He vuelto porque tenía que volver.
Empecé a nadar ligero, con una soltura que no esperaba. Me dejé llevar. Hasta el largo 14/15 me sentí incluso cómodo. Eché de menos el dolor en el hombro izquierdo… porque me resentía del derecho. Mas no estaba dispuesto a ceder. Así que seguí porque tenía que seguir. Y fue a cuenta de coraje. No me fijaba en quién nadaba en las calles de al lado, que bastante tenía ya con lo mío.
Y si al llegar al largo 10 no hice las 10 respiraciones sí que las cumplí en el 20. Tras ellas, los tres largos siguientes son cómodos pero en el 14 todo vuelve a su ser. Este todo es la abulia, cierto desencanto, la descoordinación, ese esfuerzo que se te antoja inútil. Qué hago aquí, para qué me esmero. De qué sirve. Sólo para constatar que el mismo recorrido me cuesta cada vez más.
Sigo pese a todo. He de llegar al 30. Menos sería un fracaso. “He de nadar a espalda, que algo relaja; que también engaña. Espalda simple, nada de doble”. Pero intento retrasarlo. Recurrir a la espalda supone cierto paso atrás. “Al menos, que sea tras llegar al 40”. Esta perspectiva, este plan me reconforta. No me da alas porque ya nada puede darme alas, pero me ilusiono. Me medio engaño. A lo tonto, ya estoy en el 36. Y entonces es cuando aprieto los dientes. Sé que si llego al 38 culminaré el 40. Y no es que me concentre más, simplemente aguanto. Imagino que he bajado el ritmo pero eso a estas alturas ya no me importa, la cuestión está clara: llegar a los 38. El verano del año pasado (cierto que hace 15/16 meses, que no sé si son muchos, demasiados, no tantos, unos cuantos o sólo algunos) llegué con Javier a los… ¿70? Puede que incluso 80. Y era más larga. Y al aire libre. Pero entonces nadaba habitualmente.
Y mientras calibro esto y aquello logro llegar a los 40, a las ansiadas respiraciones que cumplo despacio, que se impregnen en mí, que el aire se expanda no sólo por los pulmones, también que llegue a las piernas, a las rodillas, y ojalá alcanzase los dedos de los pies, tan olvidados, tan importantes para aquel sargento que nos lo increpaba a gritos, constantemente, vociferando, encogiéndose para acercarse más a nosotros, como si nos estuviera entrenando para ir al frente. Sólo faltaba el insulto porque el desprecio le desbordaba por aquellos ojos enrojecidos por la ira, el hastío o el desengaño que caía sobre un grupo de esforzados ciudadanos que intentábamos salir a flote una mañana cualquiera de algún noviembre de hace tres o cuatro años al filo de las nueve de la mañana.
Ya estoy en el 43 pero no puedo empezar a nadar a espal da tan pronto pues qué haré en el 46, por ejemplo. Porque me he propuesto llegar al 50 como sea. Es un número redondo. Sé que nado aburrido, que el brazo izquierdo no tiene la soltura del derecho pero a eso de las diez de la mañana no tengo más remedio que seguir. Apelo a la inercia de cuando corría. Nadar por nadar. Correr por correr. No exijo nada a este cuerpo perezoso y ya con más lastre que lustre. Como un día sucede a otro. Confío en el agua con miel y limón, como el que camina a cielo abierto y ha olvidado el propósito que se hizo al amanecer.
La constancia ahora no tiene ningún valor. Sólo rige una brazada tras otra en un espacio infinito y a la vez reducido, un sinsentido sin objetivo. Apenas cierta dignidad, por decir algo.
Estoy átono, vacío. Nadar me parece ridículo; dónde quedó el ímpetu de ayer. Pero sigo. Y sigo. Y, sí, en el 46 doy mi brazo a torcer. Nado mirando a un techo del que ahora no recuerdo detalle alguno. No me compensa tanto como pensé hace 15/18 largos. Al menos he cambiado. 46, 47. El 48 lo hago a crol, el 49 a espalda, y con ese juego, encerrado en mi habitación más íntima con eso que puede parecerse a una vaga ilusión, alcanzo la cincuentena. Exhausto, pero con un orgullo (vano y tenue) que no esperaba.
He logrado lo que no estaba previsto (en el fondo muy fondo de mi interior era lo que sí ansiaba). ¿Y ahora? Pues ahora debiera disfrutar. Recrearme en una escena semejante a una estepa siberiana.
Respiro bajo el agua con parsimonia. Y ahora sí miro a mi alrededor. No reconozco a ningún nadador. Ni siquiera está el que compartía calle conmigo. Es como si hubiera perdido el sentido, toda noción del tiempo en esta especie de club poblado por gimnastas y cuerpos helénicos que se ejercitan para a saber qué.
52.53. Miro de reojo el reloj. Nada me dice. Sólo sé que he superado con creces la media hora que dedica Philip Roth a diario en una piscina (¿será cara, exclusiva, accesible?) de Nueva York (tendría que enterarme y nadar en ella; no sé, por nadar allí, sin más). Pero él a buen seguro que allí trababa sus libros (y ahora, ¿seguirá nadando? ¿Lo habrá dejado tras anunciar su retiro? No me lo creo. Seguro que escribe -como yo ahora nado- para él, porque sí, por el simple hecho de nadar, de escribir, de relatar las minucias de la vida. Como Léautaud en sus diarios, anodinos y magníficos al tiempo. He de volver a Léautaud. Esta tarde me entregaré a él, hasta que él quiera).
Y alterno suelo con techo, techo con suelo. Ataraxia.
Me viene a mente la imagen de Martin Sheen en Apocalypse Now emergiendo de las sucias aguas del río asiático, esa cara oscura, esa mirada temerosa ante el espanto. Juguete. Esos “Juegos para aplazar la muerte” de Joan Vinyoli (¿no lo utilizó también Octavio Paz, o algo parecido?). Ya nada queda. Nada queda para la nada. Y a la nada llego. Ya no sé quién ha llegado al final. A los 60. No sé si estoy a gusto, pleno. No me reconozco. Creo que he nadado en la nada. Otra vez.
Ah. Se me había olvidado. Maria Joao Pires también se cansó de tocar. No la veo, no sé dónde ha ido. Quizá a nadar. Con Mozart.
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