Suelo decir que la autoficción no me interesa particularmente, pero tengo la impresión de que cada vez leo más libros que se pueden englobar bien en la autoficción, bien en ese concepto más amplio de “literatura del yo”.
Leo Duelo, de Eduardo Halfon.
Leo Il lavoro culturale, de Bianciardi.
Leo El desconcierto, de Begoña Huertas.
Tengo sobre mi mesa La distancia que nos separa, de Renato Cisneros.
Hace poco, en un taller, afirmaba que la autoficción es una respuesta a la opacidad del mundo. Como hemos ido descreyendo en la posibilidad de comprenderlo y de transformarlo, ya sólo podemos expresar nuestra propia subjetividad: el yo y sus impresiones se vuelven protagonistas cuando lo otro, lo ajeno, y, sobre todo, lo general, se vuelven incomprensibles, inabarcables. Podríamos decir que hay en la autoficción un esfuerzo de sinceridad, una forma de reconocer la limitación del autor: mira, parece decirnos, yo no puedo contarte nada sobre el mundo; te puedo contar sólo mi experiencia e incluso de manera muy limitada y frágil.
Amélie Nothomb fue una de las primeras en Europa en tener éxito con la literatura del yo. Su presencia en su propia obra llegó a ser asfixiante –también, creo, para su propia obra-. Ya no era sólo que escribiese sobre sí misma, es que se quiso convertir en personaje; se esforzaba en llamar la atención en cada entrevista, su foto saltó de la solapa a la cubierta de sus libros, fotos estudiadas, con poses extravagantes. Cada época tiene su enfermedad dominante: la nuestra es el narcisismo. No lo juzgo. No es peor esa enfermedad que otras. La depresión de tantos autores de postguerra no era más productiva. Pero mientras el depresivo nos apena, el narcisista puede resultarnos ridículo con facilidad.
Esa es quizá la gran diferencia entre escritores de la literatura del yo: unos la practican desde la humildad intelectual, otros porque disfrutan ocupando el centro del escenario. Y entre medias, claro, todas las variantes posibles.
Empiezo a leer El desconcierto, de Begoña Huertas. Aquí más que de autoficción habría que hablar de autobiografía, aunque sea parcial y centrada en la enfermedad. Ya las primeras páginas dan la impresión de ser un trabajo serio, profundo, intenso. Dejo otros libros que tenía entre manos para continuar éste.
Comemos con B. N. Durante la comida me pregunta por mi padre. Le cuento. Luego me pregunta si no he escrito nada sobre su enfermedad. Salvo algunas páginas en la parte que no publico de este diario, y un poema de Mujer lenta, no, no he escrito nada. Intento explicarlo por la relación tan distante que tenía con él. Pero la conversación se queda dando vueltas en mi cabeza. Me pregunto si esa distancia no sería una razón adicional para escribir un libro. Enseguida se me ocurre el título. Empiezo a jugar con la idea de escribirlo, de detener este diario o, más bien, centrarlo en mi padre durante unas semanas y ver qué sucede. Sería la primera vez, quitando mis libros de viajes, en los que me sumaría a la corriente de la escritura del yo que siempre he rechazado para mí. Pero no hay nada más enriquecedor para un escritor que cambiar de poética.
Leyendo a cierto comentarista literario pienso que el estilo rebuscado es a menudo el taparrabos de la banalidad.
Pasamos unos días en Arequipa invitados por el Hay. Presentamos el documental. Hablamos de nuestros libros. Yo hago una representación de Qué raros son los hombres. Es la primera vez que actúo ante un público tan numeroso: más de doscientas personas. En lugar de intimidarme, su presencia me estimula. Aunque la mala disposición de los focos (no se podía hacer de otra manera) me obliga a quedarme en la mitad posterior del escenario, para que las luces, demasiado cenitales, no oculten mi rostro, tengo la impresión de dominar el espacio.
Siempre es imprevisible la reacción del público. Durante la visión del documental, casi nadie se rió, aunque hay escenas que han provocado la hilaridad en otros lugares. Pero no es que los peruanos no tengan sentido del humor. Durante la representación de Qué raros son los hombres se ríen más de lo que se han reído en otros países, salvo quizá en Puerto Rico. Aunque sólo en Puerto Rico he oído a alguien exclamar, en uno de los momentos dramáticos de la representación, “¡Qué horror!”.
Esta vez estábamos invitados E. y yo al festival. En nuestros próximos encuentros internacionales no será así. En unos está invitada ella, en otros yo. Decidimos de todas formas acompañarnos, ejercer alternativamente de pareja de. Esa circunstancia genera a veces situaciones ligeramente embarazosas (“¿Cuándo intervienes?”, “no intervengo, he venido de acompañante”), pero nos acostumbraremos a ello.
Después de Arequipa unos pocos escritores vamos también a Cuzco, donde el Hay ha organizado una prolongación del festival. Vamos en camioneta porque nuestro vuelo se ha cancelado. Diez horas de paisaje andino, en parte a más de cuatro mil metros de altura. Veo a los pastores y campesinos bajo el frío y la lluvia, figuras aisladas en la vastedad del paisaje, y me pregunto, quizá tontamente, si es posible ser feliz en un lugar así, soportando la altura, el frío, el sol que abrasa la piel, la escasez. Nunca he comprendido mejor el término intemperie que contemplando estas montañas y a esta gente que parece haberse extraviado en ellas hace tanto que ya no sabrían a dónde regresar.
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