¡Adoro a Erich von Däniken! Encabeza mi lista de superhéroes favoritos. El suizo y su Recuerdos del futuro constituyen la prueba de cómo un embustero, plagiario y farsante puede vender millones de libros y ser traducido a varios idiomas. Su éxito delata a un planeta atestado de cretinos, prestos a atribuir cualquier logro inusual a alienígenas, antes que leerse un libro de historia.
Däniken, el gran marfuz, confesó haber vivido una experiencia cuasi mística en su adolescencia. Seguramente, cuando lo acusaron de mangar en la caja del grupo escultista donde militaba. Pero, minucias aparte, su vida ha sido una constante vía hacia la perfección. Años más tarde, cumplió cuatro meses de trullo por agenciarse un dinerillo en el hotel donde curraba de conserje.
Las ideas que el buen Erich pretende suyas son un “rendido homenaje” a las trápalas de Charles Fort (1874-1932), un erudito que escribió El libro de los condenados, donde pretendía denunciar cuanto la Ciencia oficial se empecinaba en rechazar u ocultar. Fort, personaje más interesante que cualquiera de sus émulos posteriores, compiló un millar de “inexplicables” sucesos, eludiendo ahondar en su naturaleza. Un ejemplo, su referencia al enigmático diluvio de “polvo amarillo” (sic) de 1813, sucedido en Calabria. Una pena que el pobre no pudiera consultar las variadas publicaciones que sí trataron sobre aquella lluvia, por cierto de color rojo.
Volviendo a Däniken, su éxito radica en fusilar a varios seguidores de las tesis forteanas. De hecho, bebe de Horacio Phillips Lovecraft, espléndido narrador de terror y una mierda catedralicia como científico.
Este autor norteamericano le inocularía con eso que el novelista Rafael Marín Trechera describe a la perfección: “El mundo de Lovecraft es un batiburrillo de moral judeocristiana teñido de temores ancestrales hacia las sombras magnificadas que creemos ver bajo la cama. Un mundo sin explicación, el miedo por el miedo, el espanto al más allá que está siempre pared con pared con el más acá (…) Es dudoso que Lovecraft fuera consciente y pudiera liberarse de lo que su subconsciente vomitaba.” Como demostración empírica, en su novela La ciudad enmascarada (Ed. AJEC, 2011) Rafael Marín supera al “genio oscuro de Providence”, usando recursos literarios que harían hablar a un muerto.
Si Däniken abrevó de Lovecraft, se embriagó hasta el delirium tremens con Robert Charroux, Louis Pawels y Jacques Bergier. En concreto, este último par —la “Armada Brancaleone” del conservadurismo francés— alumbraría El retorno de los brujos (Plaza & Janés, 1962), que bien merece una ojeada.
Dicho libro, superventas en su día, fue estuprado por mi echacuervos favorito, quién arrambló también con las fabulaciones de Robert Charroux, creador de la tesis de los “antiguos astronautas”. Tal usurpación valdría a Erich una amenaza de querella por plagio, que la editorial del suizo eludió forzándolo a citar al galo como fuente bibliográfica primordial de Recuerdos del futuro, esa impagable badomía.
A sus afanes con las letras, Däniken unió grandes dotes para afanar con los números. Una nueva condena por fraude, falsedad en documentos mercantiles y aprobación indebida de casi 75.000 dólares —fruto de varios años de desempeño como notorio mujeriego y gerente de hoteles discretos en países variopintos—, acabaría sentenciándolo a tres años y medio de prisión.
Pero Erich tenía el riñón forrado para entonces (nada tan generoso como un rebaño de memos). Pagó los platos rotos y salió de la trena tras doce meses, aprovechados en perpetrar su siguiente mamotreto. De ahí, a la televisión y el estrellato. Tanto daba si sus saberes equivalían a los de una babosa. Tampoco importó que el programa científico Nova, de la televisión pública de EEUU, demostrase que simuló participar en una expedición arqueológica y luego falsificó alfarería “indígena” con reproducciones de los misteriosos dioses astronautas. ¿Quién osa poner límites al arte?
Carl Sagan, astrónomo y astrofísico, anotó: “el argumento de Däniken consiste básicamente en que nuestros ancestros eran demasiado estúpidos para crear las impresionantes obras artísticas y arquitectónicas que han pervivido hasta nuestros días (…). Más aún, una ojeada detenida a sus libros evidencia una persistente supresión de los abundantes indicios arqueológicos que demuestran su construcción por seres humanos”.
Basta viajar a México o Egipto para troncharse ante la atribución dänikensiana a extraterrestres de templos y pirámides. El maula de Erich oculta la capacidad de los mayas para la observación y el cálculo astronómico, la arquitectura, ciertas prácticas quirúrgicas e incluso su conocimiento y uso del valor matemático del cero.
Egipto aún salió peor parado. Däniken se cepilla de golpe milenios de aprendizaje, rectificación y evolución arquitectónica. Sus absurdeces entierran a grandes constructores (Amenhotep, Esnofru, Hemiunu, Ineni…) y, para colmo de estulticia, lo suyo con la pirámide de Keops es de aurora boreal. Ignorando que sus primitivas dimensiones no son las actuales —fue usada como cantera de suministro siglos atrás y perdió hasta nueve metros de altura—, Erich arma una disparatada cábala geométrica. Tan insostenible, que uno de sus adeptos fue detenido mientras “adecuaba” las dimensiones de uno de sus bloques, para cuadrarlas a las formulaciones del maestro y sus diseñadores extraterrestres.
Desde estas líneas, reclamo el próximo Nobel de Literatura para Erich von Däniken y el Príncipe de Asturias ex aequo para J.J. Benítez e Iker Jiménez. Como escribió Groucho Marx, me da igual si se los conceden póstumamente o después de su muerte. Lo que suceda antes.
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