Ray Loriga prologa Hermosos perdedores (Lumen), novela que sirve de hoja de ruta para recorrer los senderos de la maravillosa mente creativa de Leonard Cohen.
Como sé que tienen ustedes un gran sentido del humor, les recomiendo encarecidamente esta novela. En el caso, del todo improbable de que no lo tuvieran, no lean esta novela, ni ninguna otra, para el caso.
Pero ahondemos un poco en este asunto del sentido del humor, que tiene todo que ver con la gracia, como don, y nada con lo de ser gracioso, aunque el libro haga gracia, y uno hasta se ría mientras se pregunta de qué demonios se está riendo.
Demonios, por cierto, también hay aquí, y unos cuantos.
El asunto es, tal y como yo lo veo (ya lo verán ustedes como ustedes quieran), que la faceta de terrorífico humorista de Cohen parece a menudo solapada por la voluntaria profundidad de su voz. No creo yo que se trate de impostura o fingimiento, ni de mero escepticismo, y queda claro que su escritura no es hija del cinismo, sino del mejor vehículo, diseñado por él, para sus diabólicas intenciones, que son, entre otras, dejar con el culo al aire nuestra propia concepción, ¿inmaculada?, de la seriedad.
Acostumbrados como estamos a la familiar figura del bufón, que nos viene de serie limitado por su tamaño, puede incomodar la gracia de un hombre travestido como rey, dibujado de impoluta elegancia por sí mismo, ante los ojos y los oídos nada preparados para tales impresiones que, si no dislocan, sí tocan y alteran de manera nada inocente los cánones.
Aquí el santo es el hereje y el rey y el traidor y el cazador y la presa.
Todo enrollado en un apetitoso salmo.
Pero me he equivocado por completo, porque sé que tienen ustedes sentido del humor y que esta introducción les insulta, y me reduce al minúsculo tamaño del insidioso bufón, es decir, a la medida escasa pero exacta de un incordio grotesco y pasajero.
Nada de lo que diga debe ni puede enturbiar la inteligencia de un escritor, Cohen, que una vez más mientras avanza se desdice, y hasta se torpedea a sí mismo con su sorna mientras se explica tan exacta y cruelmente como le viene en gana. Y al hacerlo añade a esta masa madre unas dosis deslumbrantes de belleza. Esa levadura indescifrable que le acompañó toda su vida y que resulta tan sencilla de ver con los ojos como milagrosa de conseguir en la escritura.
Los amantes del gossip (cotilleo), puede que encuentren en esta su segunda y última novela no sé si el germen, el núcleo, la raíz o el aroma de su «Famous Blue Raincoat», esa canción que hemos murmurado un millón de veces, pues esta historia voluntariamente dislocada trata entre otras muchas cosas de cómo puede perdonar una profunda amistad a otra lo aparentemente imperdonable.
Y habla, cómo no, de civilizaciones perdidas y otras crecidas desde la ignorancia, y de mitos y ritos y faldas, de la importancia de la superficie y de la vanidad de tantas supuestas profundidades. Religiosas, morales, históricas. Filo ¿qué? Si hasta aparece Kant en un cameo. A nadie en su sano juicio, y Cohen lo tenía, se le ocurriría darle a Kant un papel principal en una comedia. No muy lejos, al fondo y en silencio, se ve pasar al mismísimo fantasma de Marilyn Monroe.
Y todo vigilado, como aquellos trenes, por la mirada casi eterna de una santa Mohawk. Una mujer tan real, e irreal, como todas las que ocupan los sueños, la memoria, el arrepentimiento o el deseo.
Puede parecer todo más confuso de lo que es en realidad. Cohen lo explica muy bien si está uno dispuesto a escuchar el rumor de las cosas según suceden, sin imponerles la tiranía de nuestros cálculos. Hay más de dos maneras de armar un relato, hay miles. Se puede ordenar lo que se pensó que tenía sentido, o se puede optar por dejar que lo sentido, por vívido, imponga su propia dinámica. Son sólo dos maneras y, como digo, hay muchas más.
Aquí el narrador elige la suya y eso es lo mínimo que puede pedírsele y al tiempo exigírsele a un novelista.
El autor de esta historia cumple con creces, sin desbordar el cauce de lo que él mismo ha creado. Si la barca se agita, se agita desde luego por la fuerza de su corriente. Y la corriente que nos lleva es el autor. Como pienso, debe de ser. Y aquí no aplico obligación moral (ni de ninguna otra naturaleza), pues la literatura no la tiene. Algo puede participar de la probabilidad sin condenarse al plano de la ética. Sin condenarse a casi nada.
Me resulta curioso contrastar al Cohen novelista con el Cohen poeta, cantado o no. Tengo la impresión de que uno decía lo mismo que el otro, pero temió ser aburrido. O poco melódico. Es sólo mi impresión. O tal vez las chicas sólo se arriman a la hoguera cuando, además del fuego, crepita o arde la guitarra (y el cantante).
Yo qué sé.
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Autor: Leonard Cohen. Título: El juego favorito. Editorial: Lumen. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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