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Ignacio Camacho: “Cataluña es la larga historia de la incomparecencia del Estado”

Ignacio Camacho: “Cataluña es la larga historia de la incomparecencia del Estado”

Es martes y hace frío. Ignacio Camacho (Sevilla, 1957) viste un sombrero de fieltro que resalta entre la multitud de cabezas descubiertas que atraviesa la calle Atocha. Dice Félix de Azúa que la abolición de los sombreros se ha llevado consigo la vieja costumbre de pensar. Acaso por eso Camacho destaca entre los viandantes, como si de una estampa excepcional se tratara. A su manera lo es, y no sólo por el sombrero.

En estos días de libros urgentes, el escritor y periodista sevillano ha publicado Cataluña, la herida de España (Almuzara), un volumen que se desmarca de las prisas, de la insignificancia de cuanto se produce en ellas, para levantar lo que cualquiera podría comprender como el diario de la revuelta independentista. Aunque esa es sólo una parte, asegura. La crisis catalana es también el resultado de la deslealtad del nacionalismo. A la que se suma una larga historia de la incomparecencia del Estado.

Escrito con el tono de la crónica periodística, el ensayo político y el dietario de los días que a los ciudadanos se nos antojan un bucle, Camacho consigue en Cataluña, la herida de España trazar la visión de conjunto de una sociedad abierta en canal. Una lectura culta, sujeta por las ideas y las lecturas: desde la recuperación de Ortega hasta el retrato irónico que hace de algunos líderes independentistas al colocarles la corona de laurel del Yo, Claudio de Robert Graves, pero en versión estropicio.

Dividido en cuatro partes, el libro rasga la mitología del agravio y la épica soberanista con el bisturí de la evidencia. El punto y final del ensayo tiene por fecha el 27 de octubre de 2017, el día en que el Parlament de Cataluña declaró la independencia. Sin embargo, el libro comienza mucho antes. Recorre la estepa de cuanto nos condujo hasta aquí: el nacionalismo como proceso, el adoctrinamiento escolar y la propaganda ideológica a través de los medios públicos catalanes, así como el uso interesado de mitos para alimentar y justificar la distopía independentista.

Filólogo de formación, Camacho ha bajado a pie de obra para estudiar el más complejo de los textos: el que escribe la realidad. Es autor de los libros Crónica de un sueño, sobre la Transición en Andalucía, así como de los reportajes Sevilla 24 horas y La sierra del Sur de Sevilla. Fue director del diario ABC, del que actualmente es columnista, y también subdirector de El Mundo y Diario 16. Le tiene tomado el pulso a España, qué duda cabe, y sin embargo en Camacho hay algo más: una visión de conjunto, capaz de dotar de relato —tan manida pero necesaria palabra— a un proceso que hoy luce descoyuntado. Por eso en él lo excepcional no es el sombrero, sino el acto de pensar. Cataluña, la herida de España es eso: una cirugía de la razón. De eso habla el periodista y escritor en esta entrevista.

—Cataluña, la herida de España. ¿Desde cuándo no paramos de regarla con sal y vinagre?

—Desde el origen de los tiempos. Lo que ocurre es que no sabíamos que era una herida. El conflicto de Cataluña es cíclico. Se repite una o dos veces por siglo. Y sin embargo no aprendemos. Dice Ortega que Cataluña quiere ser lo que no puede ser. Esa es la clave. Si tuviésemos que referirnos al origen reciente del conflicto, podríamos contestar lo mismo: desde siempre. Es una historia de deslealtad continua del nacionalismo y de incomparecencia del Estado. Eso se aceleró en 2010. Vuelvo a Ortega: la conllevancia. Cataluña y España no pueden convivir. A lo que pueden aspirar es a conllevarse mutuamente. Así nos hemos entendido.

"La crisis de octubre en Cataluña es de naturaleza nacional-populista, es decir, la superchería y la creación de un enemigo artificial a partir de bulos mitológicos."

—Elabora una crónica periodística: parte de un análisis de los hechos que pretende desmontar los mitos. ¿Es eso posible a estas alturas en Cataluña?

—La crisis de octubre en Cataluña es de naturaleza nacional-populista, es decir, la superchería y la creación de un enemigo artificial a partir de bulos mitológicos. Parte del trabajo periodístico y de la reflexión intelectual pasa por desmontar eso. El gran desafío intelectual moderno es ese: desmontar las patrañas. Nada de hechos alternativos. Y eso es lo que intenta el libro. La revolución de las sonrisas era en realidad la revolución de las mentiras. Por eso el libro intenta desmontarlas, una a una: España nos roba, España nos pega, la independencia es posible, no nos vamos a ir del euro, las empresas no se marcharán… Todo era mentira, una inmensa mentira que sin embargo ha abducido a la mitad de la sociedad catalana.

—El libro tiene algo de bitácora. Registra hechos que el lector ve avanzar, pero cuya percepción en la vida real se comporta como un bucle.

—Por ese motivo el libro está concebido desde la perspectiva del dietario. En ocasiones, me sorprendía al buscar determinados textos, porque encontraba algunos, de mitad de febrero, en los que había pronosticado el artículo 155. Lo cierto es que cualquier mirada relativamente objetiva era capaz de ver venir las cosas, porque lo único que no se le puede reprochar al nacionalismo es que no haya cumplido, punto por punto, todo lo que iba a hacer. Por eso insisto en la idea de que ésta es la historia de una incomparecencia del Estado.

—¿Expresada en la lentitud para aplicar el 155, o justamente por el hecho de dejar que las cosas llegaran al punto de tener que aplicarlo?

—Los agentes políticos españoles siempre confiaron en que esto se detendría por sí solo. Y no ocurrió jamás: el suflé nunca bajó. Llegaron a todo, incluida la declaración de independencia. A eso se suma algo más: todo lo pusieron por escrito. En el documento que se intervino al segundo de Junqueras, Josep María Jové, estaba descrito todo paso por paso. Por eso el juez asumió que aquello era un proceso de sedición con reparto de papeles. Pero el Estado llevaba pensando que no llegarían a hacerlo. Lo pensaba desde que Artur Mas dijo a Rajoy «o me das el cupo fiscal o me echo al monte». Y se echó al monte.

—¿Cuánto tiene de ficción y cuánto de verdad la épica del agravio independentista?

—El agravio es el combustible de la épica nacionalista, pero es falso.

"Yo vengo de una tierra, en la que durante los años setenta, cientos de miles de personas se fueron, en trenes de vagones de madera, con maletas atadas con cuerdas, a construir la fuerza de trabajo del despegue industrial catalán."

—¿En su totalidad?

—Yo vengo de una tierra, en la que durante los años setenta, cientos de miles de personas se fueron, en trenes de vagones de madera, con maletas atadas con cuerdas, a construir la fuerza de trabajo del despegue industrial catalán. Y lo hicieron bajo el proteccionismo franquista. Entonces existía un coeficiente de inversión obligatorio en las cajas de ahorro para Cataluña. Las empresas españolas estaban obligadas a comprar los productos que fabricaban las industrias catalanas. Porque todo es mentira.

—¿Qué es todo?

—La guerra de secesión no fue tal, fue una guerra de sucesión. Los modernos de esa guerra no eran los Austracistas sino los Borbones. Todo es una patraña construida desde el narcisismo, desde la idea de que Cataluña es una nación milenaria sometida a un imperio que le enajena los derechos y la maltrata. ¿Es posible pensar que la prosperidad catalana pertenece solo a los catalanes? ¿No han hecho nada los españoles por esto? El planteamiento nacionalista llevado al extremo es xenófobo, supremacista y hasta racista.

—¿Convierte Cataluña a esos españoles en extranjeros?

—Esa gente que se marchó a Cataluña en los años sesenta y setenta lo hacía porque quería seguir estando en España. Muchos se fueron a Alemania, a Holanda y Suiza. Pero los que se fueron a Cataluña, lo hicieron porque querían seguir en España. Cincuenta años después, el nacionalismo no puede convertir en extranjeros a esa gente que fue a integrarse en la comunidad catalana para poder seguir en España.

—Escribir es una forma de poner en orden. ¿Cómo se despliega el ensayo, el género que apela a la razón, frente al pensamiento que rebautiza todo?

—Ese es el gran problema de este asunto: la dificultad de luchar contra la potencia de los mitos. Los mitos se abren paso con absoluta facilidad. Es mucho más fácil construir un mito en un tuit. Desmontarlo exige páginas, ensayos, oraciones subordinadas. Esa es la gran dificultad de la posmodernidad. En el libro señalo que lo que ocurre en Cataluña es una revolución posmoderna, porque utiliza los viejos mecanismos de todas las revoluciones descritos en la historiografía y reciclados en un molde posmoderno con las redes sociales, con los bulos en Twitter y WhatsApp, la movilización de masas mediante las tecnologías de la comunicación, con lo que Sloterdijk llama «la cultura de estadio», esas manifestaciones dispuestas para las cámaras, para los drones.

"El Estado ha permanecido ausente. Nunca ha habido un debate sobre los mitos de refundación del nacionalismo."

—¿Con qué experiencia sería comparable Cataluña, si lo fuese?

—Es la primera revolución 3.0 de Europa, y aunque todas las revoluciones están basadas en un mito, esta lo distribuye a través de la tecnología y las técnicas de la propaganda posmoderna. Rebatir eso cuesta mucho. Necesita texto, lenguaje, ideas. Tiene algo que ver con esa frase que se atribuye a Bismarck: «La mentira da la vuelta al mundo mientras la verdad aún se ata los cordones de los zapatos». Ahí te ganan el terreno. Esta labor ardua, que correspondía a los intelectuales, también correspondía a la pedagogía política. Ahí, el Estado ha permanecido ausente. Nunca ha habido un debate sobre los mitos de refundación del nacionalismo.

—Los intelectuales que han intervenido en este asunto se cuentan con los dedos: Boadella, Azúa o Savater. En determinadas ocasiones Marsé, que publicó hace poco un texto durísimo citando Noche triste de octubre, de Gil de Biedma.

—Ahora que menciona a Gil de Biedma, hay un verso suyo que habla de «los golpes que la vida no les ha dado». Creo que ese verso es fundamental para entender la mitología no sólo del nacionalismo sino de Podemos: crearse un agravio. Ahora bien, en el caso de los intelectuales, el poco debate que se ha dado sobre la refundación de la mitología del nacionalismo ha ocurrido fuera de Cataluña.

—Félix Azúa o Albert Boadella se marcharon justamente por eso.

—El nacionalismo construye su hegemonía en tres patas: el adoctrinamiento escolar, porque aprovecha la cesión de competencias para la construcción de una identidad, que llega a veces a extremos esperpénticos; la segunda es la hegemonía propagandística en los medios; y la tercera, la presión contra el disidente, así consigue borrar del mapa al pensamiento crítico, porque lo aniquila civilmente. Un ejemplo de eso ha sido la arremetida contra Serrat. La canción Mediterráneo, de ser el emblema emocional de la catalanidad se ha convertido en el himno de protesta de los constitucionalistas. En el documento que citaba antes, hablan de los inadaptados. Ese es el lenguaje de Sartre de las manos sucias, los irrecuperables. Es el aplastamiento. Ese es el rasgo de la crisis de octubre, quizá el único positivo: el exceso de presión generó un rebrote, un fenómeno inédito en la España democrática, que es el patriotismo español desacomplejado, la ruptura de los complejos del patriotismo frente a la presión nacionalista. Eso surge de la fuerza de la España de las banderas.

"Las banderas se han utilizado históricamente como elementos para agredir y no lo son. Existen para integrar. Pero la explosión de banderas españolas es una expresión de hartazgo. Una reacción ante la idea de que sólo existía la estelada."

—Muchos criticaron el uso de banderas porque propiciaba la confrontación, otros optaron por las banderas blancas como elusión, un eufemismo del diálogo. ¿Sería frívolo hablar de las banderas como armas arrojadizas?

—Las banderas se han utilizado históricamente como elementos para agredir y no lo son. Existen para integrar. Pero la explosión de banderas españolas es una expresión de hartazgo. Una reacción ante la idea de que sólo existía la estelada. Los partidos no lo vieron, o mejor dicho lo vieron con desconfianza, como miran todo lo que no controlan. Se sentían presionados por un estado de opinión que les preguntaba qué van a hacer con esto. No fue una reacción de las clases acomodadas: Dos Hermanas está lleno de banderas, Granollers está lleno de banderas. Fue un movimiento transversal de hartazgo. No era una reclamación franquista, ni rancia ni autoritaria, era una reclamación, que decía: «El pueblo somos nosotros y decidimos todos. España la queremos entera». El único partido que lo entendió fue Ciudadanos y solo por delante, el Rey.

—Crisis económica, irrupción del populismo, crisis de gobierno, imposibilidad de formarlo, corrupción, muertes como las de Rita Barberá o Blesa, ahora Cataluña. ¿Vive España una tragedia sin catarsis?

—Ha habido varias catarsis. Quizá por pertenecer a una generación que se formó con el 98 puedo llegar a ser algo más pesimista. Sin embargo, hay un libro de Carmen Iglesias, que se llama No siempre lo peor es cierto, que trata de desmontar con una interpretación objetiva pero optimista de los hechos ese sesgo dramático de la historia de España, que está representado en aquel verso de Gil de Biedma que dice: «De todas las historias de la Historia sin duda la más triste es la de España, porque termina mal». Eso fue escrito en pleno franquismo, bajo una opresión y un pesimismo existencial tremendo. Yo no creo eso.

—¿Por qué? Deme razones.

—Hicimos la democracia de una manera ejemplar. Lo digo así, «hicimos», porque yo formé parte de esa generación.

—¿Por qué el discurso que impera es justo el contrario?

—La crisis nos retrotrae a una etapa de inmadurez sociológica que nos ha hecho avergonzarnos de nosotros mismos y de nuestros logros. Eso ha creado un relato catastrofista e incierto. Es verdad que se han hecho muchas cosas mal, pero al final los corruptos están en la cárcel, todos han sido procesados: el cuñado del Rey, la anterior cúpula del PP… Catarsis sí ha habido, pero no la gran catarsis refundadora que esperaba el populismo, la catarsis adanista sobre la que se monta la revolución y que sí se ha intentado hacer desde Cataluña.

"Los hijos y los nietos de la inmigración andaluza, extremeña o gallega se han hecho independentistas sin haber pasado por el nacionalismo. Han convertido el independentismo en un voto de protesta, un voto antisistema."

—Y que se acelera, al menos en su peor versión, con la crisis económica. ¿Fue ese el único factor?

—La revolución nacionalista no habría prendido si no se hubiera fundido con la revolución populista. Las generaciones jóvenes, en gran medida los hijos y los nietos de la inmigración andaluza, extremeña o gallega, se han hecho independentistas sin haber pasado por el nacionalismo. Han convertido el independentismo en un voto de protesta, un voto antisistema. Eso es lo que ha aglutinado una cuasi mayoría y que dio como resultado a la CUP, a Podemos. Eso es lo que hace que crezca Esquerra y tritura a Convergencia, además de la corrupción claro, pero es lo que lo hace desaparecer como partido alfa de la burguesía catalana, porque el nacionalismo empieza en la burguesía.

—Una que quedó bastante mal retratada moralmente tras los escándalos de corrupción del Pujolismo.

—Ahí el Estado cometió un error pragmático. Pensó que al hacer estallar la corrupción le haría daño el proceso, y lo que hizo fue acelerarlo, porque dinamitó la estructura de la burguesía moderada. Si miras con cierta perspectiva la revuelta de octubre hay algo que está presente en cualquier historia de una revolución europea o latinoamericana: empieza en las élites burguesas y adquiere su propia dinámica hasta trasladarse a la calle. Las revoluciones triunfan o fracasan y esta, de momento, ha fracasado.

—En vez de Octubre Rojo se podría hablar de un Octubre Amarillo, si me permite la frivolidad.

—Para los independentistas, octubre tenía significación simbólica, por Companys. Querían declarar la independencia el día seis. Pero se les arruinó el calendario. En la borrachera de trementina del nacionalismo, ignoraron esa energía telúrica que tienen las naciones y que se moviliza en casos de crisis. Por eso, de pronto, esta brotó en un ataque de cordura política: la España de las banderas, el Rey… De un papirotazo se desmoronó todo. Lo que pasa es que ese papirotazo tuvo que ocurrir mucho antes.

—En este huerto de ficciones que señala hay un hecho cierto: hay gente que se quiere ir o que ya se fue. ¿Cómo se lidia con eso?

—Los que se quieren ir están contados, están ahí: son dos millones y medio. Hay zonas de la Cataluña interior que viven en estado de independencia psicológica, de facto: no exportan, su mercado es interior, sólo hablan catalán. Parece que se han ido, pero no. Uno puede sentirse fuera, pero eso no significa que lo esté.

"Hay un momento clave donde Barcelona se saca un autorretrato muy antipático de sí misma en la manifestación del 26 de agosto, tras los atentados terroristas. Aquello se convirtió en una manifestación contra el Rey y contra los símbolos españoles."

—¿Esa Cataluña que en el XIX se diseña como moderna, cosmopolita y europeísta dejó fuera a esa otra?

—Esa Cataluña se ha desarrollado de manera extraordinaria en los últimos 40 años. Si lees o hablas con Vargas Llosa, que vivió en Barcelona entre el 73 y el 75, en un momento en el que coincide en la ciudad con García Márquez, que está Carlos Barral, en las postrimerías del franquismo, Barcelona era lo más europeísta. Estaba la industria editorial, estaba La Vanguardia, la Gauche Divine… Era la parte cosmopolita de España, y ahora se ha convertido en una ciudad tan urbanísticamente hermosa como sociológicamente encapsulada. Además, el procés la ha hecho antipática ante el resto de los españoles. Hay un momento clave donde Barcelona se saca un autorretrato muy antipático de sí misma en la manifestación del 26 de agosto, tras los atentados terroristas. Aquello se convirtió en una manifestación contra el Rey y contra los símbolos españoles. Y los españoles, que estaban sintiendo el dolor de Barcelona como propio, dijeron en ese momento: «¿Pero qué hacéis?». Es ahí cuando comienza la España de las banderas, que era como una expresión de: «Si estamos con vosotros. ¿Por qué nos escupís?».

—Entonces, ¿qué hace España con aquellos que quieren marcharse?

—Sobre eso, hay una frase de Javier Gomá, que me parece una de las mentes más lúcidas que existen en este momento en España. Ante una pregunta parecida, del tipo qué hacemos con los que se quieren ir, responde: «Enseñarlos a gestionar su frustración».

—Eso tiene un punto paternalista.

—Pero es que nunca se ha hecho. Vuelvo a Ortega: Cataluña quiere ser lo que no puede ser. Tienen que saber que no pueden ser ciertas cosas. Hay que decir que no. Lo que ocurre es que en política decir no tiene mala prensa y hay que comenzar a hacerlo. Creo que conviene, además, hacer un debate nacional sobre Cataluña. Hay una convención política según la cual el problema de Cataluña tienen que resolverlo solo los catalanes y no es así. Tienen que resolverlo los catalanes junto con el conjunto de los españoles, porque es un problema de todos. Somos el sujeto soberano, el pueblo español, no ellos. Y si no nos creemos eso nos vamos al carajo. España además no puede ser un mecano.

—La reforma de la Constitución, aunque a todas luces aparcada, ¿aportaría algo?

—A mí la reforma federal del PSOE no me parece mal si cierra el modelo: unas determinadas competencias y otras del Estado. Y se acabó. Alemania es un modelo federal cerrado. Baviera no está diciendo todos los días «quiero el ejército, quiero la Hacienda». Así el nacionalismo no podrá seguir pidiendo más cosas. Porque siempre tiene una reclamación a futuro, porque la independencia es una ruina, pero el independentismo es un negocio. Hay que poner límites, porque de lo contrario siempre habrá un horizonte mitológico hasta el cual avanzar. Es la fuente eterna del problema, y lo grave es que eso no está en el debate político y tendría que estar, porque les hemos dado el poder de pedir siempre algo más.

—Si pudiésemos comparar la situación de octubre que relata este libro con alguna ficción, ¿cuál sería? ¿Dónde hemos leído esto antes?

—Puigdemont es Yo, Claudio, con una diferencia: Claudio resultó un gran gobernante, al menos sensato, y Puigdemont es un esperpento. Si vamos al género final de todo esto, sería el esperpento. Como dice Max Estrella en Luces de Bohemia, el sentido trágico de la realidad española sólo puede darse a través de una estética sistemáticamente deformada. El sentido tragicómico de la realidad catalana sólo puede narrarse a través de una estética sistemáticamente deformada. Para mí uno de los misterios más grandes de todo esto es qué ha pasado para que una sociedad instruida, de las más cultas de España y próspera económicamente, se crea todas estas patrañas. Y cuando lo digo hay quien me responde: «¿Y la de Estados Unidos? ¿Y la inglesa?». La sociedad posmoderna se está creyendo las patrañas, así que algo hemos hecho mal.

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