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Romeo y la Paqui (cuento de Navidad)

Trieste. Fuente: Pixabay

Estaba leyendo La verdad de Simenon de Simon Leys —donde cuenta la idea que el autor liejense tenía sobre el sexo y cómo sus novelas giran en torno a la caída del hombre—, cuando de repente un sopor extraño acabó por inclinarme sobre las hojas del libro. El libro no hace la horma de una almohada, pero interponiendo la curvatura del brazo uno siestea con placer sobre sus universos.

"Romeo regentaba un club de alterne en uno de los bajos del edificio en el que vivían y, por el día, no sé si blanqueando el neón de sus noches, vendía enciclopedias Larousse."

Tras despertarme, me acordé de un hombre que conocí allá por 1981. Se llamaba Romeo: era bajo, moreno y calvo y gastaba la finura de un crupier en Estoril. Su mujer le sacaba cinco dedos de altura y otros tantos de ancho y a buen seguro que sus curvas agitaron más de una vez los deseos de los amigos de sus tres hijos, buenos muchachos y aplicados estudiantes. Romeo regentaba un club de alterne en uno de los bajos del edificio en el que vivían y, por el día, no sé si blanqueando el neón de sus noches, vendía enciclopedias Larousse. Sé de todo ello porque un vecino suyo, el padre de mi novia por aquel tiempo, me lo presentó una tarde, el día de Nochebuena.

Otra tarde que había ido a buscarla me lo encontré en la puerta del club, colindante con el portal del edificio, y juro que sin ninguna otra pretensión Romeo me invitó a conocer el local antes de que empezara el baile. Allí también guardaba folletos de las enciclopedias que vendía. Me los mostró con la ilusión cómplice y la generosidad de un niño que compartiera el plano de un tesoro escondido. ¿Se las vendería allí mismo, entre copa y copa, a los clientes más asiduos? El declive llegó algunos años después, cuando el mercado se fue expandiendo y las damas de la noche pasaron de llamarse la Juani o la Puri a Irenka o Sandra Elizabeth. El alterne adoptó otros usos y costumbres y el negocio de Romeo, ensimismado, se fue gripando hasta quedarse él solo junto con la primera chica que admitió, la Paqui, que era la hermana de Toño, un amigo del barrio con el que había ido al colegio y con el que hizo la mili en Barcelona. Toño acabó palmando de sida. Y la Paqui, por no tener, no tenía chulo ni perro que la ladrase. Me quedé para siempre con su rostro, aquella tarde que Romeo me invitó a ver el local. Era duro y tierno como el de un travesti sin hormonas. Y de las enciclopedias, la última debió venderla en 1994 o 1995 al penúltimo incauto que logró convencer de que internet no tenía futuro. Para entonces, sus hijos ya tenían otra vida y su mujer vivía la suya con otro: la vida no suele premiar a los buenos sino a los más listos. Algún año después vi un par de veces a Romeo en la cola de la Cocina Económica y otras tantas sentado en un banco con la mirada en ningún sitio. La caída del hombre.

"La Paqui, por no tener, no tenía chulo ni perro que la ladrase."

Pero volvamos a la literatura, si es que en algún momento la he abandonado. Simenon, cuenta Leys en su estudio, declaró que «las prostitutas» le daban «muy a menudo más placer que las no profesionales». A menos que la traducción sea incorrecta, la frase retrata el pensamiento nada edificante de Simenon sobre las mujeres. Sin embargo, más adelante se afirma que tal declaración, como casi todas las del autor de La nieve estaba sucia, sería una boutade o un intento por despistar ya que, según Leys, es razonable pensar que Simenon se sintiera «mal en su propia piel», pues nunca se recuperó de una infancia mezquina y de la privación de afecto de su madre. De aquí derivarían los ambientes prostibularios de sus novelas que reflejan almas oprimidas, pasiones sin amor que conducen a la nada y una experiencia sexual que suele ser traumática por oculta o indigna. De lo penúltimo, de su infancia, deduce Leys, habría sobrevenido el ansia de Georges Simenon por crear personajes e inventar otras vidas. Se trataría de una necesidad tan ineludible como la que experimentamos cuando leemos una historia y no entendiendo a un personaje en toda su complejidad, ya sea por falta de bagaje personal o por la impericia del autor, acabamos completándolo a nuestro mejor entender. Sucede incluso en la vida real, cuando ésta nos desagrada o la suerte nos resulta esquiva, que nos urge inventar el mundo a discreción. Y así me ocurrió a mí  tras esa somnolencia repentina que me raptó mientras leía La verdad de Simenon. En mi sueño me crucé con Romeo y la Paqui en un bulevar. Ella, con una orgullosa capa de maquillaje, caminaba del brazo de Romeo. En su otra mano cobijaba un libro y ambos, entre la multitud, parecían dos adolescentes bajo las luces de colores. Sin duda la Paqui, tras reaparecer en su vida, le habría ayudado a levantarse, pues él iba bien pertrechado con su bufanda y su abrigo y no dejaba de mirarla con los ojos perrunos de la gratitud. El tiempo les había arrollado y, sin embargo, una antigua rebeldía les hacía aún resueltos y atildados. Dudo que me reconocieran, pero quién podría en esta vida o en la imaginación de los sueños dejar de mirarlos y no felicitarlos: «¡Feliz Navidad!», me contestaron. Me detuve y los vi alejarse. La nieve empezó a caer despacio.

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