[Foto: Inés Valencia]
LOS TRECE ESCALONES, XII: HUESOS
Nadie en el pueblo se asustaba ya de las rarezas de la Niña Inés. Al fin y al cabo, tenía a quien salir. Su padre, Juan, siempre había sido raro. «Excéntrico», como se llama a los raros con dinero. La opinión general era la de que había consentido demasiado a la chiquilla. No es que le juzgaran con dureza por ello. La madre había muerto al dar a luz. Resultaba comprensible que Juan intentara compensar aquel vacío. No podían culparle por ello. ¿Y qué si la Niña Inés recibía un pony de regalo al cumplir los seis años? ¿Y qué si su padre hacía traer un carrusel para celebrar su puesta de largo? Podía permitírselo. Ni siquiera parecía molestarle que su hija se hubiera negado rotundamente a montar al dichoso pony por miedo a lastimarle la espalda. Ni que se hubiera horrorizado con los caballitos de colores del carrusel alegando que parecían «fantasmas pintarrajeados». Juan se tomaba con humor las manías de su hija. Al menos, hasta el asunto del jabalí.
Porque el Arboleya, como cualquier señorito de la región, era aficionado a la caza. Y, en aquel punto, no podía coincidir menos con la Niña Inés. A ella la mera idea de disparar a un animal le causaba un llanto inconsolable. Ni a las alimañas se podía combatir en su presencia. En una ocasión, y aquello fue muy sonado, había echado de casa a un pretendiente solo porque el infeliz tuvo la ocurrencia de intentar regalarle una mariposa. Cuando la Niña Inés vio al insecto metido en un marco y atravesado con un alfiler, agarró un cenicero y a punto estuvo de estampárselo en la cabeza al pobre muchacho. Ni que decir tiene que el incidente puso punto y final al noviazgo.
La temporada de caza desataba una sórdida guerra en casa de los Arboleya. La Niña Inés se empecinaba en no probar bocado y andaba enfurruñada y triste por los rincones. La finca se llenaba de hombretones entusiastas que bebían coñac y paseaban a grandes zancadas con sus escopetas al hombro. Ella les miraba de lejos, con expresión rencorosa. Podía pasar semanas enteras sin dirigirle la palabra a su padre. Con todo, el día que Juan apareció con un minúsculo rayón en brazos, la Niña Inés no pudo menos que olvidar su hostilidad.
—La madre estaba muerta, junto al río —explicó Juan—. Solo he podido encontrar a este.
La noticia corrió como la pólvora. En el bar del pueblo, los parroquianos meneaban la cabeza.
—Un marrano. Le ha regalado a la chica un marrano.
—Dicen que lo lleva atado, como si fuera un perro faldero.
—Siempre ha estado medio chiflada. Cuando el bicho crezca le hará menos gracia.
—Un día tendrán un disgusto. Al tiempo. Un cochino es para guisarlo, carajo.
El año que la Niña Inés cumplía los veintiuno, en plena temporada de ciervos, Juan se puso firme por primera vez.
—Bajarás a cenar con nosotros. Ha venido el hijo de un Ministro, ¡por Dios!
Esteban Cienfuegos resultó ser un presumido de pocas luces, engreído como un pavo real. Tenía las manos blandas y una gran facilidad para posarlas en lugares poco convenientes. Ambas cosas asquearon a la Niña Inés. Pero, por mucho que trató de oponerse, su padre la obligó a acompañar al desagradable huésped en un paseo por la finca. Salieron temprano, cuando apenas amanecía, con el jabalí trotando tras ellos.
A medio día, aún sin noticias de la pareja, todo el mundo en la finca se movilizó para buscarlos. La Niña Inés apareció pasadas las dos de la madrugada, con el vestido hecho jirones, descalza y cubierta de sangre. El hijo del guardés la encontró y tuvo que santiguarse, convencido de que era un alma en pena. Se negó a contar lo sucedido. Se negó a que la viera un médico. Se negó a salir de la cama y a comer hasta que le trajeran a Atila.
—¡Por el amor de Dios! —gritó su padre, encolerizado—. ¡El hijo de un Ministro se despeña en mi finca y tú preocupada por ese jabalí de Satanás!
La muerte de Esteban Cienfuegos se consideró accidental tras una breve investigación. Hubo rumores, desde luego, y la reputación de los Arboleya se vio un tanto comprometida. Atila volvió a casa renqueando después de dos semanas. Estaba tuerto y cojeaba. La Niña Inés saltó de la cama en cuanto oyó los gruñidos en el patio. Juan suspiró, resignado, al ver a su hija abrazada al puerco, el camisón lleno de barro y hojas.
—Lo humano sería matarlo —murmuró—. Míralo. Está hecho trizas.
—Nadie lo va a matar —decretó la chica, terminante—. Y usted menos que nadie. No tiene ni idea de lo que le debe.
No se volvió a discutir el asunto. Nadie mencionó nunca más el día en que la Niña Inés se perdiera en el bosque. La presencia de Atila dejó de resultar chocante. Juan Arboleya murió tranquilamente mientras dormía, años después. Su propiedad había ido decayendo. La Niña Inés siguió siendo la Niña Inés, y lo fue mientras le alcanzó la vida. Nunca se casó. Los criados se fueron marchando y las viejas amistades dejaron de visitarla. No pareció importarle mucho. Se quedó sola, rodeada de sus libros y de sus pájaros. Una vez, un turista despistado llamó a su puerta, preguntando por una ermita que no lograba encontrar. Salió de estampida al ver a aquella anciana en camisón, con un cráneo de jabalí en brazos.
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