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Patente de corso de Arturo Pérez-Reverte

De toda la vida hubo actores de cine y teatro, incluso escritores, que acabaron poseídos por los personajes que interpretaban o escribían. Creyéndose ellos. A la cabeza del ser humano se le aflojan los muelles de vez en cuando, y hay ficciones propias o ajenas tan intensas que pueden acabar poseyéndonos. A veces esa posesión es suave, sin consecuencias serias o visibles, y otras reviste carácter más serio, más grave –a todos nos ha dado por utilizar ahora el torpe anglicismo severo en lugar de grave–, con el resultado de trastornos de personalidad casi patológicos, o sin casi. Un buen ejemplo es la película de Ronald Colman Doble vida, en la que éste interpreta a un actor que, encarnando a su vez a Otelo, acaba queriendo asesinar, por celos, a la actriz que hace de Desdémona.

Fuera de la ficción, o a caballo entre ésta y la vida real, hay casos notables muy conocidos. Johnny Weissmuller, el atlético actor que junto a Maureen O’Sullivan interpretó a Tarzán en doce películas, acabó majareta perdido, en la ancianidad, lanzando su famoso grito de la selva. Y Bela Lugosi, el mejor Drácula de todos los tiempos, terminó convencido de ser su propio personaje, hasta el punto de que pasó los últimos años en un psiquiátrico donde, dicen, exigía dormir en un ataúd. También cuentan que lo enterraron con su capa de vampiro, y que su amigo Peter Lorre, a modo de homenaje, propuso dejarle una estaca clavada en el corazón.

Sin llegar a esos extremos, y en plan actual, he conocido a actores que llegaron a asumir hasta más allá de lo normal sus papeles protagonizados para el cine o la televisión. La mexicana Kate del Castillo, por ejemplo, llegó a relacionarse con narcos reales, como el Chapo Guzmán, al no despegarse del todo del personaje de Teresita Mendoza, la Reina del Sur, y ahora está entusiasmada porque va a protagonizar una segunda parte de la serie televisiva en español. Y Viggo Mortensen, aquel formidable Alatriste, dormía durante el rodaje con la espada junto a la cama, y tardó mucho tiempo y varias películas en desprenderse del personaje que encarnó con todo su talento y toda su alma.

También eso se da en el público, lector de libros o espectador de películas. Algunos se identifican con lo que ven o leen hasta extremos notables, o atribuyen al autor de una novela o al actor de una película virtudes, defectos y actitudes de los personajes de éstas. El galán español Alfredo Mayo contaba que las mujeres se le acercaban creyendo hacerlo a sus personajes, y eso mismo ocurría con los hombres que temblaban ante Louise Brooks, Greta Garbo o Brigitte Bardot. Del lado opuesto, odios y aversiones, el mismo Peter Lorre del que antes hablé llegó a sufrirlos en carne propia tras interpretar a un asesino de niños en El vampiro de Dusseldorf (la película M, de Fritz Lang), pues a veces era insultado y acosado por la calle. No pocos malvados del cine y la televisión corrieron la misma suerte. Hasta el actor Conrad Veidt fue llamado nazi varias veces después de interpretar al comandante Strasser en Casablanca. Lo que es curiosa paradoja en alguien como él, perseguido por la Gestapo y exiliado de la Alemania hitleriana.

Podría creerse que las cosas han cambiado, pero no es así. O no lo parece. La credulidad del público deriva hacia otras cosas, otros formatos, pero sigue estando ahí. Hace un par de semanas, en una serie televisiva llamada Rosy Abate, un mafioso de ficción italiano mostraba un número de teléfono propio. Por simple azar, el número coincidía con uno real, el de un matrimonio de Domodossola. Y en ese teléfono se recibieron varias llamadas increpando al mafioso de la tele, incluida una en la que alguien –anónimo, claro– gritaba: «No me das miedo. Voy a tu casa y te mato». Por supuesto, algunas de esas llamadas podían ser simple guasa; pero los propietarios del teléfono aseguran que otras iban en serio. Y estoy convencido de eso. No creo que se trate sólo de una cuestión de cultura, ni siquiera de inteligencia –aunque también–, sino de ciertos mecanismos muy propios de la humana naturaleza. Las redes sociales, el anonimato y sus disparatadas derivaciones dan testimonio diario: torpeza, ruindad, infamia, complejos, frustraciones, rencores, desahogos… Pese al tiempo en que vivimos, a tantas cosas por fortuna dejadas atrás, a nuestra indudable mayor lucidez y educación, con frecuencia ciertos impulsos oscuros siguen imponiéndose a la razón. También eso somos nosotros, simplemente. Estúpidos y peligrosos. El lado irracional del ser humano, en todo lo suyo.

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Publicado el 17 de diciembre de 2017 en XL Semanal.

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