La escultura se levanta sobre un pequeño pedestal instalado junto a la fachada de la iglesia de Notre-Dame du Chapelet. Aunque nos encontramos en pleno corazón de la ciudad, apenas se ve gente por este rincón en el que sólo se percibe la tibia algarabía de una terraza invernal y el tránsito esporádico de los fieles que entran y salen del templo. La figura inmortalizada en bronce observa cuanto acontece a sus alrededores con el ceño fruncido con que pasó a la posteridad y el cuerpo inmortalizado en una pose donde se dan la mano la dignidad y el cansancio. Una mujer pasa a nuestro lado y repara en la atención que deparamos a la estatua. Se acerca con eventual curiosidad, le echa un vistazo y dice en francés: «Ese hombre parece de mal humor». Nosotros, medio en broma, respondemos: «Es probable, era español». Ella sonríe, hace con la mano un gesto de innecesario desagravio y luego nos da la espalda.
Nunca han estado del todo claras las razones que llevaron a Francisco de Goya y Lucientes, uno de los grandes maestros de la pintura universal, a exiliarse en Burdeos durante sus últimos años de vida. El pequeño monumento que tenemos ahora ante nuestros ojos es uno de los pocos signos que delatan el paso por la jovial villa francesa de aquel hombre hastiado que halló al otro lado de los Pirineos un pequeño remanso donde reponerse de la inclemente historia de su tierra. Tenía 78 años cuando decidió abandonar España por miedo a las represalias que Fernando VII estaba tomando contra los liberales, y aunque el permiso que solicitó al monarca se excusaba en la necesidad de acudir al balneario de Plombières para aplacar sus dolencias, en realidad el itinerario que tomó al abandonar Madrid lo condujo directamente hasta la capital aquitana. El 27 de junio de 1824, tras un viaje de treinta y seis horas, descendió de su diligencia en la Place de la Comédie, donde ya despuntaba el Grand Théâtre, apabullante en su magnificencia neoclásica. No tardó mucho en abandonar la ciudad, quizá porque en principio Burdeos no constituía más que una pequeña escala antes de continuar el camino hacia el norte. Goya finalizó aquel periplo en París, donde se interesó por conocer a los artistas más en boga de la época y llegó a trabar relación con Delacroix, pero sólo permaneció allí un par de meses. Pronto decidió volver sobre sus pasos y echar anclas en la orilla izquierda del Garona. Burdeos era en aquel tiempo un lugar pujante y cuya importancia podía equipararse con la de unas cuantas capitales europeas. Sostenían su economía comerciantes y armadores, y su tejido social aglutinaba a judíos y católicos en un ajetreo tan próspero como vibrante. Allí le aguardaba su consuegro Martín de Goicoechea, que había conseguido el salvoconducto que permitiría al pintor instalarse definitivamente en la ciudad. A los pocos días llegaba, también en caravana, Leocadia Zorrilla, la última pareja del pintor, quien cruzó la frontera acompañada por sus dos hijos, Guillermo y María Rosario, de la que siempre se ha dicho que tal vez fuera también hija ilegítima de Goya.
Se ha esbozado muchas veces la imagen de un Goya crepuscular, desencantado y marchito que deambulaba por Burdeos como un espectro en busca de una redención imposible, pero quizá las cosas no fueran así, o al menos no del todo. Sabemos que participó, hasta donde le permitían sus limitaciones físicas y su condición de artista extranjero, en el bullicio de una ciudad en la que según algunos estudiosos se sintió bien acogido, y por sus dibujos y las anotaciones que hicieron él y sus allegados podemos intuir cómo transcurrían sus rutinas. Tampoco es difícil entregarse al juego de recorrer las calles imaginando lo que podían ver sus ojos. El centro de Burdeos, pese a los obligados peajes a la contemporaneidad, se ha conservado bastante bien y su apariencia actual no debe de distar mucho de la que comenzó a exhibir cuando en pleno Siglo de las Luces se configuraron las líneas maestras de su trazado urbano. El Puerto de la Luna, hoy patrimonio mundial, mantiene intacta su elegante fachada asomada a las aguas del Garona, y en determinados momentos podríamos aceptar sin problemas la ficción de hallarnos plenamente inmersos en aquel tiempo de no ser por la esporádica aparición de los modernísimos tranvías con los que el ayuntamiento tuvo a bien agilizar la red pública de transporte allá por el año 2003.
Sigue en pie, por ejemplo, el edificio que en nuestros días acoge la Prefectura y que era en aquella época un internado para jóvenes españoles. Se encuentra en la Rue Vital Carles y en él se alojó Goya en cuanto puso el pie en la ciudad, acogido por otros dos compatriotas ilustres, Manuel Silvela y Leandro Fernández de Moratín. De igual modo se conserva, en el Cours Clemenceau, la casa donde instaló su primer domicilio fijo, un apartamento amueblado en el que al parecer se dedicó a pintar miniaturas, un género que estaba de moda por aquellos años. No muy lejos, en la esquina de Huguerie con Lafaurie Monbadon, estaba la chocolatería regentada por Braulio Poc y en la que hallaron cobijo los exiliados provenientes de la península ibérica. En 1826 el pintor buscó una nueva casa en el barrio de Croix Blanche, que entonces ocupaba la periferia bordelesa. En sus habitaciones concibió y ejecutó la excepcional serie litográfica que conocemos como Los toros de Burdeos y cuya estampación se llevó a cabo en la imprenta de Gaulon, situada en el número 58 de la céntrica Rue Saint-Rémi. En esa misma calle, hoy una de las más agitadas del cogollo bordelés y cuyo trazado constituye la transición natural entre la concurridísima Rue Sainte-Catherine y la versallesca Place de la Bourse, se encontraba además el domicilio de Jacques Galos, banquero y representante del partido liberal en Gironda al que Goya, igual que muchos otros españoles que habían recalado en Burdeos, confió la custodia de sus ahorros.
El artista se instaló después con su familia en lo que por aquel entonces se llamaba Paseo Damour y hoy se conoce como Place des Martyrs de la Résistance. Se cree que pintó allí el retrato del banquero Juan de Muguiro y también La lechera de Burdeos, uno de sus cuadros más hermosos y también el más enigmático, por cuanto se aleja de la sordidez que apesadumbraba sus obras anteriores para hacer gala de una dulzura y una luminosidad inesperadas en un hombre que, sordo y enfermo, afrontaba la última vuelta del camino. De la ternura no exenta de melancolía que se atisba en ese lienzo cabe concluir que Goya se encontró bastante cómodo en la ciudad francesa y, lejos de sentirse un completo desterrado, halló en ella alicientes suficientes para alimentar nuevas creaciones. Sabemos, por los dibujos que acometieron tanto él como su hija Rosario —cuyo rostro, según algunos, acaso sea el de la anónima lechera—, que frecuentó la Place de la Bourse, en cuyos muelles se exhibían animales portentosos o se brindaban a la concurrencia espectáculos de carácter medio circense, y es probable que presenciara alguna de las ejecuciones que tenían lugar en la Place Gambetta, donde las autoridades habían instalado la guillotina.
Goya falleció en la primavera de 1828, tras un accidente doméstico, en la que fue su última vivienda bordelesa. Se encontraba en el Cours de l’Intendance, en el tercer piso de un edificio dieciochesco que acoge hoy la sede del Instituto Cervantes en la ciudad. Recibió sepultura en el cementerio de La Chartreuse junto a Martín de Goicoechea, que había fallecido tres años antes. Su cadáver permaneció allí hasta que en 1886 fue exhumado para trasladarlo a España. La recuperación de sus restos —se descubrió que al cadáver le habían sustraído la cabeza, cuyo paradero jamás pudo clarificarse— supuso el principio de un largo peregrinaje póstumo que culminaría con su enterramiento definitivo en la iglesia madrileña de San Antonio de la Florida, donde continúan hoy en día. En el camposanto bordelés, sin embargo, se mantiene un cenotafio que marca el lugar donde se encontró la sepultura original.
Ruta de Francisco de Goya en Burdeos: https://burdeos.rutascervantes.com/rutas/artistas/francisco-de-goya/
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