En un mundo novelístico que se derrumba, imagen de nuestra propia civilización en plena metamorfosis, donde el antihéroe es el amo, la posverdad el argumento y los tuiteros los críticos literarios, Emilio Lara irrumpe con una especie de inocencia temeraria y una sonrisa a prueba de negativas en el centro mismo del mundillo literario, desembarcando un cargamento inverosímil de amor por los libros, admiración por la novela clásica y reivindicación del héroe inocente, sostenido todo ello por una artesanía primorosa de la narración de cuyos resultados podemos ser todos testigos.
Acabamos de decir adiós al viejo año y en Madrid es tradición celebrar la simbólica despedida en la Puerta del Sol atendiendo expectantes con las inevitables uvas a las doce campanadas de un magnífico reloj que esa noche se convierte en protagonista indiscutible del tiempo de decenas de miles de vidas. Pero esa máquina antigua y perfecta así como su creador esconden una historia tan fascinante como desconocida para muchos.
Emilio Lara nos la desvela con inteligencia en El relojero de la Puerta del Sol, bellamente publicada en Edhasa; una novela que ha terminado conquistando al lector y abriéndose un hueco más que significativo dentro del difícil panorama literario español. Este novelista, a golpe de trabajo bien hecho y de un optimismo contagioso, ha venido para quedarse.
La cita es en el Café Gijón de Madrid, mítico lugar de escritores y artistas, que un frío martes a la 1 de la tarde bulle en un ajetreo cálido de parroquianos y almuerzos. Queda aún una mesa desnuda de mantel, y a ella nos aferramos como a un escollo de mármol en mitad de un océano revuelto de bandejas, choque de platos, carreras de camareros, solícitos brazos en alto, murmullo de conversaciones y timbres de teléfonos.
Emilio sonríe tranquilo ajeno al desorden reinante; con modales dieciochescos y entusiasmo humanista me presenta a su editora, Penélope, “a la que le debo casi todo, incluida esta novela” —me dice feliz—. Pero no es la suya una felicidad temporal, sino una manera de combatir el mundo y sus impurezas; más que mostrarla, Emilio enarbola la sonrisa a modo de gallardete de un caballero cruzado de corazón puro.
—Empecemos por el principio, ¿Qué es para Emilio Lara una “novela histórica”? (Sin dejar de sonreir, Emilio me contesta como un alumno aplicado)
—Una historia ambientada en el pasado.
—¿Cuáles son los elementos que tiene que tener una historia ambientada en el pasado para que sea eficaz?
—Miguel Delibes decía que “toda historia o toda novela tenía que tener un hombre, un paisaje y una pasión”. Pues eso mismo, pero ambientado en el pasado. Yo planteo la novela histórica en un sentido muy cinematográfico, entendiendo el pasado como el marco temporal y mental donde transcurre una historia, que ha de contar con una ambientación y un decorado bien trazados pero narrados con contención. El exceso de carga histórica no debe nunca anular la narración.
Una historia de amor, por ejemplo, puede ser una novela histórica para mí, da igual que transcurra en el Renacimiento, el siglo XIX o en la Roma de Augusto… Pienso en el Yo Claudio de Robert Graves, cuyo eje narrativo son las pasiones, los odios, las rencillas, la política, el sexo, el amor. La Roma Julio-Claudia es sólo el escenario.
—¿Qué tiene más fuerza para ti, el personaje o la trama?
—Los dos. La trama es fundamental pero ya no se puede escribir novela histórica como en el siglo XIX; la escritura ha de ser más fluida, más ágil, pensando en un público que conoce la Historia fundamentalmente a través del cine. Sin embargo para mí, una novela histórica con una trama impecable no es nada si no tiene un personaje contundente.
—El protagonista de El relojero de la Puerta del Sol es un “hombre bueno”. ¿Es posible construir este tipo de héroes para el lector de hoy, tan poco inocente?
—La novela histórica que a mí me interesa es aquella que contiene protagonista y antagonista. Y este último ha de ser canónicamente “malo”. Efectivamente, como dices, el lector actual ya no es inocente, y por eso para esta novela donde el protagonista es sin duda un “hombre bueno”, diseñé un antagonista malvado pero abstracto: el destino; la adversidad, el fatum, que como en la literatura clásica siempre está ahí poniendo trabas al protagonista, en este caso a Losada, el relojero que, por supuesto, sale victorioso.
—Hay una seducción del autor por el protagonista, el relojero Losada. Lo cuentas en Zenda en el making off que titulas “Historia de un flechazo”. ¿Cuáles son tus deudas narrativas a la hora de crear a este héroe bueno?
—Me gusta y veo mucho cine clásico. Esas películas me ayudan, en general, a pensar narrativamente. Sin embargo hay un director de cine indispensable para mí, que es John Ford. Concebí a mi “héroe” Losada como un héroe fordiano: hombres corrientes sometidos a circunstancias extraordinarias. Cuando me topé con la historia de Losada, el de verdad, quedé fascinado, pues su vida encarnaba la épica del hombre corriente. Además también simbolizaba una época que me interesa mucho; la de la monarquía absolutista del necio rey Fernando VII; la de los ciudadanos que tuvieron que salir de aquella España que, a pesar de todo siguieron amando en sus países de adopción; en el caso del relojero Losada, creando en Londres la “tertulia del habla española”, donde este hombre singular logra conciliar a los españoles exiliados de derechas, izquierdas y centros para que se encuentren, hablen y recreen la España que pudo haber sido y no fue; la de la generosidad y el entendimiento.
En 1860 Losada regresa, por razones profesionales, a su país, alojándose en un hotel de la Puerta del Sol de Madrid que en ese momento ostentaba un viejo reloj procedente de una iglesia cercana, la del Buen Suceso, desamortizada y derruida pocos años atrás. Losada, por entonces relojero de prestigio de su majestad la reina de Inglaterra, mecánico del londinense Big Ben, decide entonces fabricar para su país el reloj más moderno que pudiera existir. Es un reto personal y secreto que nadie le exige, con esa actitud tan históricamente española mezcla de orgullo, tozudez, generosidad y amor por la tierra natal que es a la vez nuestra salvación y nuestra desgracia. Así vi yo al personaje histórico y así lo intenté recrear en la novela. Me sedujeron su momento histórico tanto como su personalidad.
—Con respecto al “momento histórico” ¿Qué tiene de novelable el siglo XIX? (Emilio casi no me deja terminar la pregunta):
—¡Todooooooooooooooooooooooooo!
(reímos)
—Pero —interviene su editora—, ahora tendrías que preguntar qué tiene de “vendible” el siglo XIX. Yo te lo digo: ¡Menoooooooooooss! Aunque en el caso de esta novela debo decir que va como un cohete, la verdad.
—No, en serio —retoma Emilio—. El siglo XIX tradicionalmente ha tenido muy mala fama en el mundo editorial español, básicamente por dos razones a cuál más tonta: la primera porque podía tener cierto perfume “a Jane Austen” (y no se debía caer en ese tópico) y en segundo lugar porque se pensaba que en España este siglo ya lo había agotado literariamente Pérez Galdós. Ridículo, porque además de ser un momento fascinante, inagotable y renovable, resulta que todos somos aún nietos de ese siglo y como tales seguimos estando en deuda con él, pues conocerlo es necesario para poder explicarnos.
Narrativamente el siglo XIX sigue siendo un siglo muy potente. Además (sonríe, cómplice) te voy a confesar algo: como los zendianos somos “perezrevertianos” y yo el primero, a mí me terminó de decidir la magnífica novela de Arturo Pérez-Reverte Hombres buenos, pues no existía una sola novela en España sobre el siglo XVIII. Tuvo que llegar Arturo de nuevo, como ya hiciera años atrás con El húsar o El maestro de esgrima, para dar la medida del valor narrativo de nuestra Historia, utilizando para ello la doble estructura de explicar nuestro presente desde los hechos pasados. Esa metaliteratura revertiana genial es la que me sirvió como arma para defender mi trabajo de escritor de novela histórica hoy.
El punto diferenciador que Pérez-Reverte le dio a esas novelas —interviene Penélope— es que no cayó en lo que hasta entonces se editaba y vendía, que era la novela ambientada en el S.XIX pero siempre con un corte “romántico”. Podríamos decir que Reverte “revolucionó narrativamente” el S.XIX.
Además —continua Emilio—, yo soy lector antes que escritor, por supuesto, y como tal, tengo preferencias que también vuelco en mis novelas. Una de ellas, la que más fuerza tiene a la hora de arrancar el motor narrativo es la literatura Clásica, claro. Los griegos y los romanos supieron como nadie contar algo que a mí se me hace imprescindible cuando trabajo en una novela: la narración de las emociones. En eso los clásicos eran unos verdaderos expertos. La literatura moderna enfría esa parte, pues se centra en una narración más mental, que me gusta, pero no me alimenta a la hora de escribir.
—Todo eso es lo que este escritor aporta a sus novelas, pero ¿qué te aportan ellas a ti? ¿Cómo es el Emilio Lara que pone la palabra fin a El relojero de la Puerta del Sol?
—Pues un hombre feliz. Contento de volver al siglo XXI, porque durante los meses de escritura yo he vivido en el XIX. Estaba abducido; ensimismado. Me movía por el mundo real a cámara lenta, como en una película de Sam Peckinpah. Había una fractura temporal invisible entre mi familia y yo: mi mujer en el S.XXI y yo en el S.XIX. Imagínate. (Reímos). Mi estado actual es también el de esa especie de vacío característico como cuando uno termina de leer un libro que le ha gustado mucho. Estoy saliendo del chute de adrenalina de la emoción y felicidad que me ha generado la historia del relojero Losada para poder centrarme definitivamente en la siguiente.
La verdad es que soy un escritor felicísimo. Gracias a la literatura —y también a las colaboraciones en ABC y Zenda— he encontrado el equilibrio en mi vida, pues la literatura es para mí el territorio donde por fin puedo conciliar lo que soy con lo que siempre he querido ser.
Gracias a ella he encontrado ese equilibrio tan necesario en la vida que consiste en conseguir un punto de felicidad real basado en hacer un pacto de reconciliación con el pasado, estar a gusto con el presente y ver el horizonte con una razonable tranquilidad.
—¿Cuál es el libro que, como lector te ha hecho más feliz?
—El hereje, de Miguel Delibes. Me hizo feliz como lector, me hizo llorar como persona, tocó en mí todas las fibras. Delibes es, desde mi punto de vista “el summum”. Y en otro orden de cosas, Álvaro Cunqueiro, el gran e injustamente olvidado escritor español.
—Para terminar, la pregunta de rigor. ¿Como escritor, qué novela te hubiera gustado firmar?
Ummm (me mira Emilio pensativo, luciendo su eterna sonrisa). Pues Las mocedades de Ulises, de Cunqueiro. Que no es una novela propiamente dicha, sino un libro de reflexiones, pero da igual porque es…. es…genial.
Pero espera un momento. ¿Ya vamos a terminar? Esto se me ha hecho muy corto. No podemos acabar aquí la entrevista. ¿De verdad…? Bueno, vale. Habrá entonces que repetirlo. Brindemos por el siguiente encuentro.
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