El IV Premio Dos Passos a la Primera Novela, que convocan Ámbito Cultural de El Corte Inglés, la agencia literaria Dos Passos y Galaxia Gutenberg, ha recaído en la escritora Patricia Esteban Erlés, con la novela Las madres negras. El jurado que concedió el premio por unanimidad a esta obra estuvo compuesto por Pilar Adón, Marcos Giralt Torrente, Manuel Longares, Fernando Marías, Inés Martín Rodrigo, Clara Sánchez y Santos Sanz Villanueva.
El objetivo del Premio Dos Passos es apoyar a escritores noveles y contribuir al descubrimiento de nuevos valores de la narrativa en español, en los que prime la calidad literaria de sus obras.
Zenda adelanta las primeras páginas de Las madres negras, que estará en librerías a partir del 17 de enero.
Mida
Saldrá por la mañana. En cuanto se callen los lobos que aúllan fuera, allá arriba, como si se contaran los unos a los otros lo solos que están.
«Yo más.»
«Yo más.»
En unas horas, se consuela Mida, con la luz de la madrugada, el agujero volverá a ser el agujero que la trajo aquí abajo. La oscuridad no le dejaría encontrar ahora el hueco redondo en medio del bosque de abedules por el que se dejó caer hace un rato que ya no sabría medir. Hace frío, pero ha pasado frío otras veces, eso se dice también, como si la niña muerta de frío fuera ella y su hermana mayor al mismo tiempo, intentando consolarla.
Pronto será de día y los lobos se callarán. Dejarán de lamentar su insoportable tristeza de animales malditos. Mida recuerda que el día de su llegada al convento vio desde el carromato, tan rápido y lento como en una pesadilla, decenas de cabezas de lobo adornando las cercas de las granjas vecinas. Cabezas atravesadas en estacas como advirtiendo a sus hermanos vivos que era mejor no acercarse. Lobos mustios, de ojos amarillos, tristes como todos los muertos. Con el pelo quieto, seco y duro de todos los muertos. Alguien le dijo que los hombres de los alrededores los cazan para convertirlos en un adorno, en espantalobos. En lobos que asustan a los lobos.
«Yo más.»
«Yo más», se contestan, los últimos lobos aún vivos allá arriba, fuera de su escondrijo de animal nocturno.
Mida se dice que quizá no deba hacerle mucho caso a la niña borrosa (¿cómo se llamaba, Humildad?) que le contó lo de los lobos, porque en el convento casi todo el mundo se inventa las cosas para encontrarles una explicación, del mismo modo en que casi todo el mundo que cruza el umbral o se muere acaba desapareciendo y volviéndose una sombra en el recuerdo. Acurrucada en el suelo mira hacia arriba, sin mucha esperanza. El negro de la noche siempre es capaz de hacerse más negro. Sacude la cabeza. El frío no es verdad. El miedo no es verdad. Debe dejar pasar el tiempo, se repite, esperar a que el ojo del pozo en el que se ha dejado caer durante la huida acabe abriéndose. Y entonces podrá salir de allí. Tiene que pasar el tiempo, insiste, alzando algo la voz para convencerse de que en alguna parte existe un lugar al que merece la pena dirigirse. Ya nunca más la casa, con sus paredes y celdas, con el muro rodeándola y el dormitorio de ventanas tapiadas. Solo un poco más, aguarda.
No es la primera vez que espera a que se haga de día, descalza y con el camisón blanco de las Invisibles. Mida conoce bien el sótano de Santa Vela, el hueco de las castigadas al que iba a parar con frecuencia desde el principio, cuando empezó a decirle a todo el mundo lo que Dios acababa de confesarle sin saber que era tan grave, más asustada que desafiante, esperando que alguien la contradijera. Pero las madres se miraban entre ellas y corrían a apartarla del resto. La hermana Priscia ordenó que la bajaran al sótano cuando se puso a gritar en medio de la capilla que Dios no existía, rabiosa porque nadie la escuchaba. Mandó a sus carceleras que la dejaran allí hasta que hubiera reflexionado. Dos de las madres negras la agarraron de los brazos, la inmovilizaron contra la pared y la golpearon como para arrancarle cada una de las palabras que dijo. Tiraron de ella, la empujaron adentro. Niña del diablo, dijeron a dúo las esbirras de Priscia. Te quedarás aquí hasta que te arrepientas y pidas perdón. Y luego dejaron caer la trampilla.
Ya no le tiene miedo a la oscuridad. No tardó en descubrir que la oscuridad es un lago negro en el que podía esconderse de ellas. La oscuridad era alguien que la rodeaba en silencio y le permitía hablar. Mida volvía a llamarse Mida en el sótano y sentía que la falta de luz le devolvía la cordura, le hacía sentir menos magullada. Mida le hablaba a la oscuridad, le confesaba la verdad que nadie deseaba conocer. «Dios me confesó al oído que él no existía y yo solo se lo conté a las demás.» La oscuridad le pasaba una mano por la frente rapada, trazaba con sus dedos la curva de la mejilla magullada. La primera vez estuvo casi una semana allá adentro, con los ojos medio cerrados por los golpes, imaginando la vida del orfanato a partir de los pasos que resonaban sobre su cabeza, de los rezos fantasmales que se colaban a través de las rendijas de madera. Era fácil creer que lo terrible ocurría allá arriba, que en realidad a ella ya no la llamaba nadie Obediencia. Volvía a estar a salvo, más a salvo que cualquiera de las otras en Santa Vela. Dejaron de dolerle las heridas. Aquella semana Mida no podía ver nada pero lo sabía todo. Supo que había llegado una nueva huérfana de pelo largo, reconoció el paso vacilante de un par de botas gastadas, entre las suelas leves de las zapatillas de las novicias, blandas como pezuñas de gato, que la conducían, como a ella, meses atrás, ante la hermana Priscia, la única de todo el convento que calzaba unas terribles, enormes sandalias oscuras de hombre. Oyó cómo atravesaban la planta baja, camino de la sala donde a la recién llegada le entregarían el vestido gris plomo de hospiciana que le costaría el nombre y su pelo. «Te cambiarán tus trenzas y el nombre, la única palabra que es tuya, por ese trapo gris», susurró Mida, compadecida por la extraña. La oscuridad pareció asentir en la oscuridad, dándole la razón. Mida oyó a la nueva llorar débilmente a lo lejos y tres pares de pies lamiendo el suelo en la dirección contraria, camino ahora de los dormitorios. A la huérfana ya le habrían dado el par de zapatillas negras y ahora ya no podían distinguirse sus pasos de los de las cuidadoras.
Galia
Se distrae en la cocina. Sentada a la mesa Galia puede pasar horas mirando cómo la corpulenta Liszka pela patatas, maravillada por la rapidez con la que desprende la piel terrosa y las corta sin mirar en doce trozos del mismo tamaño, triángulos picudos que van cayendo en el interior del caldero de latón. Liszka le sonríe con sus ojos bañados en la luz blanca de sus pestañas rubias, unos ojos tan triangulares como las patatas que transforma en matemáticas por pura intuición. Sus ojos pequeños y estrechos le dan a Liszka el aire de una niña adormilada, a pesar de que nadie está tan despierto en la casa como la extranjera, la gigantesca Liszka. Nunca le habla a Galia, sonríe y pelaba patatas para la niña de la casa. Parece bastarle con que la recién llegada la mire y sonría también.
Se oyen pasos en el patio. Las criadas vuelven del mercado diciendo que una de las huérfanas de Santa Vela se ha escapado. Desapareció tres noches atrás y nadie ha vuelto a verla. La buscan las hermanas en las granjas vecinas y han colgado carteles con un retrato suyo a la entrada del pueblo. Galia se estremece y entonces entra la señorita Mhyrtille y manda callar a las muchachas. Ellas enmudecen y comienzan a revolotear por la cocina como dos pájaros desorientados. Con un gesto de la institutriz le basta para saber a Galia que debe irse al cuarto de estudio.
La señorita Mhyrtille la hace trabajar duro toda la mañana. Tiene que recuperar todo el tiempo perdido en los años que pasó internada en el orfanato y convertirse en la pequeña dama que sus nuevos padres merecen. Galia es una alumna aplicada. Recibe clases de Geografía y se imagina viajando por las líneas azuladas que marcan las fronteras de aquellos mapas tan bien dibujados que la señorita Mhyrtille le muestra en los antiguos atlas de la biblioteca. Galia no acaba de creer que el mundo sea algo tan grande. Todavía le cuesta salir de su alcoba y recorrer la galería acristalada, interminable, entrar en el salón blanco solamente porque se le permite entrar. Sospecha que quizá los mapas sean solo sueños de alguien que espera que existan tantos ríos y cordilleras, tanto desierto pintado de color crema. Piensa, de todos modos, que le gustaría que los caminos fueran de verdad así de azules. Repite por el pasillo todas las palabras francesas que aprende, los movimientos de cabeza, los saludos, las miradas amables. Tiene prisa por saber todo lo que los demás creen que debe saber, por convertirse en aquella que tiene que ser para complacerlos. Cuando subió en el carruaje que la sacó del convento aprendió que al otro lado de la verja de Santa Vela había otra vida esperando y que apenas sabía nada de ella. No podía intuir que a partir de entonces podría elegir por la mañana el color de la ropa que iba a ponerse. Desconocía la existencia de un mueble maravilloso, llamado armario, que nunca acababa de inspeccionar. Uno de los primeros placeres que descubrió al llegar a la casa fue que podía asomarse cada mañana al interior del ropero de su dormitorio, como a una ventana que diera a un jardín privado, y por ello más hermoso, y olisquear la ropa nueva y perfumada que parecía surgir de allí durante la noche. Desde entonces siente el mismo miedo irracional al abrir los ojos. Un miedo desde entonces terrible a haberlo soñado, a haberlo perdido todo al despertar. Pero su temor es infundado: el armario lacado, con sus delicadas guirnaldas de lilas pintadas a mano y su llave de oro antiguo encajada en la cerradura sigue esperando junto a la puerta. Y ella salta de la cama para abrirlo y verlo lleno de vestidos y sombreros de paja y zapatos del charol ligeramente ajado que su madre encargó hacía mucho tiempo a la mejor costurera, al zapatero más refinado de la capital.
Galia no sabía de la existencia de tantos sabores, dulces y salados, ni que la primera cucharada del pastel de queso agrio y cerezas de Liszka la haría llorar de pura felicidad. Ignoraba la alegría secreta que sentiría al atravesar un pasillo lleno de retratos de desconocidos que la observaban con gesto grave y bondadoso, como si todos ellos supieran desde más allá de la muerte que ella iba a llegar un día y que avanzaría por el corredor de mármol bajo su atenta mirada de sabios benefactores. Los miraba a todos, los saludaba con los ojos como la había enseñado la señorita Mhyrtille, al dirigirse a la sala de estudio y a la vuelta. Se convirtieron para ella en los amables señores que siempre se cruzaba en su paseo diario. Procuraba, en cambio, pasar de largo, no fijar la vista en la huella ovalada que había dejado al final del pasillo el marco de un retrato algo más pequeño que había caído al suelo durante una tormenta, se excusaban las criadas, haciéndose añicos.
Al principio tampoco se atrevía a usar el cepillo de plata vieja que sus padres le regalaron al cumplir doce años. Permanecía allí donde su madre lo había colocado la mañana en que entró anunciando que aquel día era su santo, sobre el tocador de juguete, entre el frasquito de perfume de lilas, lilas de nuevo, y el peine de nácar. Era un objeto sorprendentemente bello, con el perfil de una ninfa tallado en el óvalo. La cabellera interminable de la ninfa se extendía por el mango del cepillo, formando suaves bucles inmóviles, pero el pelo de Galia era tan corto por entonces que no se atrevía a usarlo. Galia sabe que debe olvidar pronto y se esfuerza. Olvida bien, porque tiene que aprender a tocar el piano brillante como un enorme gato negro. Recibe tres horas de lecciones de música, al acabar la breve siesta que no puede saltarse. Se esconde en la música, al principio torpe y temblona, que sale de sus manos. Se esconde también allí, como en cada rincón de la casa de sus padres, corre a ponerse a salvo en la alcoba en la que durmió de un tirón casi veinticuatro horas seguidas el día de su llegada, disfruta de la seguridad del pasillo al que salen a recibirla todas aquellas estatuas amables, del cálido aliento que emana de su (¡su!) armario blanco lleno de vestidos perfumados. Todos esos lugares son el mejor refugio posible para curarse de Santa Vela. Sus padres están empeñados en darle cuerda al carillón de la sala, en retrasarlo el tiempo que sea necesario para que ella, en realidad, nunca haya estado en el orfanato. Su padre le sonríe con la familiaridad que solo da el haber pasado toda una vida al lado de alguien a quien se ha visto nacer. Hay un brillo de orgullo y amor esforzado en sus ojos que Galia no acierta a explicarse, del mismo modo que no puede razonar el cosquilleo feliz que la recorre de arriba abajo cuando lo ve mirándola así. Su madre ordena que el uniforme blanco de las doncellas permanezca siempre impoluto y vigila desde la escalera. Han sido adiestradas para sonreír todo el tiempo, les ha impuesto una alegría disciplinada con la que pretende vencer al luto, a la oscuridad de las cortinas de terciopelo negro que se retiraron a toda velocidad, el día en que Galia pisó la casa. Ella no puede saber que en la mansión todos recibieron la orden de ser felices a la fuerza, ni que su madre despide inexorablemente a los miembros del servicio que no saben parecerlo, a todo aquel criado, a cada doncella que no se impone ese deber como un ejercicio diario de obligado cumplimiento. Ajena a todo, Galia se esconde a veces en la escalera para ver a las sirvientas ir de aquí para allá, como un desfile de hadas. Hay tanta luz, tanta blancura en el mundo, y ella no lo sabía.
Está tan ocupada aprendiendo cada detalle de su nueva vida que para cuando las doncellas traen la noticia de la fugitiva de Santa Vela ya le cuesta recordar con nitidez la que ha ido dejando atrás. Las enormes habitaciones heladas donde dormían las niñas, el vestido gris que olía a gris, las cabezas peladas, los rezos nocturnos que confundían con una pesadilla, todos aquellos recuerdos parecen difuminarse como pequeñas cicatrices que son el fantasma de una herida, no la herida en sí misma.
Ese día, después de que las doncellas vuelvan agitadas del mercado y la señorita Mhyrtille se la lleve al estudio, Galia practica el futuro simple en clase de francés. Disfruta mucho inventando frases en el tiempo lleno de misterio que acaba de descubrir. El idioma untuoso y dulce de la señorita Mhyrtille es perfecto para imaginar planes, para contar todas las cosas que podrá hacer mañana, o pasado mañana, o la semana próxima. Galia se esfuerza en engolar la voz al pronunciar los ejemplos que su institutriz escribe en el encerado con la caligrafía esquinada que tanto le envidia. Pero al escuchar sus esforzados intentos la terrible Mhyrtille frunce la frente y la nariz se le arruga como si su pronunciación apestara. Le hace repetir las mismas palabras, hasta que acaban convertidas en un rumor de sonidos que han perdido todo su significado. Consigue robarle así el futuro en esa lengua recién aprendida. Cuando la mira por encima de las minúsculas lentes de oro, Galia encuentra en sus ojos una decepción que tiene mucho que ver con el pasado, con el tiempo que no ha de regresar y todo lo que se ha llevado con él para siempre. Y la misma intuición que le hace entender que la mirada amorosa de su padre es un tesoro inmerecido le susurra al oído que el desdén de su tutora tampoco le pertenece del todo. Galia siente que la señorita Mhyrtille, tan recta y envarada como las eles que traza al inicio de una página y que le obliga a repetir una y otra vez, inflexible, hasta que le duele la muñeca, es la dueña verdadera del secreto de la casa. Siente que su institutriz finge enseñarle el modo de ser otra, pero Galia se estremece si ella anda cerca, como si la vigilara a cada momento desde el otro lado de un ventanal, esperando sorprenderla si ella se atreve a robar siquiera una de las lilas del jardín ajeno.
Para compensar su torpeza, Galia se esfuerza todavía más en memorizar la lección que viene después. Aprende a reconocer sin dudar siete especies diferentes de mariposa en clase de Ciencias Naturales: la doncella tímida, la pandora, la Inés medioluto, la niña de nácar, la hoja de olmo, la esfinge colibrí y la maravillosa Hesperia comma, su favorita, una joya con alas que brilla como oro puro al otro lado del cristal de la vitrina de los insectos. Está tan pendiente de complacer a la señorita Mhyrtille al menos una vez al día que no vuelve a pensar en la muchacha huida de Santa Vela. Horas más tarde, su madre sale del dormitorio tras darle el beso que marca el comienzo de la noche. Su frágil silueta encorvada, tan acostumbrada al luto, el terrible futuro simple que parece cerrarle la puerta desde las páginas amarillentas de un antipático libro de francés, las livianas mariposas que se han dejado atrapar, todo lo que ha vivido durante las horas previas vuelve a la nada cuando se queda sola del todo en la habitación. Y solo entonces, como a traición, le sobreviene el recuerdo de Mida. Galia se gira hacia la pared y cierra los ojos, empeñada en dormirse, en no dejar que Mida regrese a su memoria. Pero Mida no se va. La ve caminando en la fila hacia el refectorio, con la frente alta y el paso decidido que la hacía inconfundible. Nadie más levantaba la cabeza ni mostraba el aplomo de Mida, a la que nunca vio arrastrar los pies por culpa del cansancio ni encogerse de miedo al acercarse a las hermanas. Lleva el pelo rojo, heredado de su madre, la bruja, tan rapado como todas y el mismo traje gris. Tiene los dedos enrojecidos por los sabañones, igual que Galia y las otras niñas. Pero ella, a diferencia de las demás, no parece sentirse avergonzada de la fealdad que les imponen en el orfanato. Galia siente una punzada de culpa. Quiere olvidar que ha pensado en Mida, pero Mida le sonríe desde el recuerdo como entonces, en el gélido lavadero del convento, animándola en un susurro a hacerle caso, a guardar su nombre y no dejarse vencer por el horror y el miedo.
Tiene que ser ella la niña fugitiva. De todas las Invisibles, solo Mida puede desafiar la autoridad de la hermana Priscia, burlar a su legión de guardianas sin ser descubierta hasta mucho después. Pero Galia no se alegra por ella. Siente un miedo repentino, un terror miserable, parecido al frío que le hace saber de pronto lo fácil que es hacer que tiemble. Teme que Mida la busque, que vaya a su encuentro y le exija la parte que le corresponde de la felicidad que ahora disfruta. Galia niega con la cabeza, medio despierta, medio dormida. Mida camina con el cuenco humeante entre las manos sin dejar de mirarla. Galia recuerda el olor mugriento de la sopa que comían a todas horas, el miserable caldo de verduras que parecían crecer ya podridas en el huerto de las monjas. Quiere darle la espalda a Mida y vuelve a girarse, arrebujándose entre las suaves mantas. Tiembla, pero el sueño no viene a rescatarla. En algún momento llega a oír pasos afuera, las hojas secas del jardín crujen bajo los pies de alguien que se acerca. «No, por favor, Mida. No vengas.» Pero ella cruza el jardín sin hacer caso de las súplicas, y se agacha ya en busca de pequeñas piedras con las que golpear el cristal de la ventana, para que Galia la abra y la deje entrar.
«No, por favor, Mida, soy feliz aquí. Vete, te lo ruego.»
Y Mida, lo sabe, está sonriendo allá abajo, y aguarda pacientemente con sus ojos extraños clavados en el ventanal del dormitorio, como si ella siempre hubiera sabido que su destino era ocupar esa alcoba del segundo piso, la mejor estancia de todas.
«Estoy aquí, sal.»
Pero Galia no obedece. Tiembla al imaginarla, mirando burlona el ventanal, silabeando aquellas palabras, una y otra vez.
«Sé que estás ahí, en la habitación lila de Galia. Eres una intrusa en la habitación lila de Galia.»
De Galia.
Se cubre la cara con el almohadón relleno de plumas que su madre manda perfumar cada mañana a las doncellas. Deja pasar el tiempo, cuenta en francés del uno al cien varias veces, casi sollozando. Teme que Mida consiga llegar de alguna forma hasta su habitación. Ella nunca se rendía. Las madres negras no consiguieron someterla como a todas las demás. Mida fue la primera que se le acercó, el día de su llegada. La buscó junto a la pila de mármol donde la gobernanta le había ordenado poner en remojo las prendas de un canasto de mimbre. Soltó la cesta que cargaba antes de arrodillarse junto a ella. Tiró de la pernera de un par de enaguas que comenzó a frotar con desgana. Unos segundos después le preguntó su nombre, sin mirarla, para no levantar sospechas en la hermana vigilante.
Galia tardó en responder. Tenía tanto miedo que pensaba que había perdido la voz.
«Prudencia», susurró al fin. Mida chasqueó la lengua.
«No, tu nombre de verdad, el que tenías antes de entrar aquí.»
«No me permiten decirlo, lo siento», murmuró, mirando a ambos lados, por si la guardiana andaba cerca.
Mida silbó bajito, burlona. Galia la miró, confundida. Estaba muy flaca y llevaba el pelo cortado a trasquilones, como todas ellas, pero algo la hacía distinta. Tenía la mirada más extraña del mundo. Su ojo izquierdo, el de color negro, se lo habían cerrado a golpes y un terrible moretón en forma de arco rodeaba el párpado derecho, el del ojo azul cielo, que parecía sonreír cuando te miraba. Era imposible negarle a aquel ojo azul la respuesta y ella escuchó cómo su voz obedecía, a pesar del terror.
«Galia. Me llamaba Galia.»
Mida movió la cabeza, asintiendo como si esa fuera la respuesta exacta a una pregunta que nadie había hecho.
«No dejes que ellas te quiten ese nombre. No te llamas como te dijeron. Tienes un nombre, es tuyo, ¿me oyes? Guárdalo bien. Yo me llamo Mida.»
Eso le dijo, junto a la pila de mármol en la que debían lavar con agua helada toda la ropa que traían las hermanas. Después escupió ruidosamente sobre las enaguas que restregaba con furia. Se volvió hacia ella y le guiñó casi imperceptiblemente el ojo aplastado.
El pequeño arco que la empuñadura del bastón de la hermana Priscia trazó bajo su ojo celeste nunca desapareció del todo.
«Galia», musitó ella una vez más, antes de doblar su nombre en pliegues muy pequeños, que podía sentir allí, en el fondo de la garganta.
La primera vez lo dijo en voz muy baja. El elegante caballero la miró sorprendido, tal vez pensando que la niña tenía algún problema en las cuerdas vocales. Pero su esposa, aquella dama tan bella y triste, parpadeó como si la sola palabra la hubiera deslumbrado. Galia no supo nunca cómo se atrevió a desobedecer, porque no pronunció simplemente el nombre de la virtud que le asignaron a su llegada, como a todas las demás. Fue algo superior a ella, como si por fin una cuerda que alguien pulsó en su interior encontrara la forma de sonar. Las madres negras habían aleccionado bien a las niñas candidatas, las semanas previas a la visita de aquellos señores tan importantes que estaban interesados en adoptar a una huérfana que hubiera cumplido los doce años. Una niña casi anciana, eso no ocurría nunca en Santa Vela. Debía hacer como las otras, contestar que no merecía tener un nombre propio y respondía al de Prudencia, la cualidad que debía esforzarse en adquirir durante el resto de su vida. Pero por una vez el instinto le impidió bajar los ojos como la hermana Priscia les había ordenado a todas las elegidas, cuando el distinguido recién llegado descendió del carruaje negro y ayudó a apearse a la dama que lo acompañaba. La mujer intentaba esbozar una sonrisa temblorosa que parecía dolerle. Saludó a todas las niñas que esperaban, colocadas en fila junto a la verja de la entrada. Las miraba, acariciándolas con sus ojos resecos y les preguntaba sus nombres. Las niñas, maravilladas por el perfume que exhalaba el cuerpo y la ropa de esa mujer, recitaban la palabra extraña que les habían entregado las hermanas al llegar al orfanato, como si fuera un precio. Galia no. No sabría decir por qué, simplemente desobedeció. Cuando la dama se detuvo frente a ella, con su elegante sombrero de raso negro y aquel aroma a jardín lejano, contestó con un hilo de voz. La señora se llevó la mano al pecho. Ella tragó saliva y repitió su nombre, que había guardado dentro, que había puesto a salvo, tal y como Mida le dijo.
«Galia, me llamo Galia.»
Y después todo sucedió muy rápido.
La hermana que vigilaba a sus espaldas dejó caer una mano de garfio sobre su hombro y apretó. Pero ya era tarde.
El caballero se quitó el sombrero negro. La dama comenzó a sollozar.
Fue la elegida. Su madre le tendió la mano enguantada y Galia ya no quiso soltarla durante todo el camino. Su padre ordenó al cochero que pusiera rumbo a casa y el hombre hizo restallar el látigo sobre el lustroso lomo de los caballos. Escaparon a toda velocidad, como si huyeran de la peste.
Sentada entre los dos, ella se convenció de que la estancia en Santa Vela había sido una larga pesadilla de la que había conseguido alejarse para siempre gracias a una sola palabra, que su nueva madre repetía sin cesar.
«Galia, Galia.»
Después de esa noche Mida no vuelve a aparecer en su nueva casa y Galia piensa que también la ha soñado allá abajo, inmóvil en medio de la noche, al pie de su ventana. La noticia de la niña desaparecida en Santa Vela no interesa a casi nadie y va difuminándose poco a poco. Galia olvida. El tiempo está extraño esos días. Un cielo de tormenta interminable se cierne sobre la casa y sopla a todas horas un viento duro que hiere los ojos con vendavales de arenisca. Su madre mira angustiada el cielo raro que agita con saña las copas de los árboles y le prohíbe salir al jardín. A Galia no le importa. Ella puede pasar el resto de su vida encerrada en la mansión. Los infinitos vestidos de su armario le dan la bienvenida cada mañana y ella se esfuerza en aprender el futuro simple. Repite obediente largas retahílas de oraciones que le muestran el modo más simple de escapar del pasado, de los ojos golpeados de Mida y del infierno del lavadero, aquel castigo eterno de ropa sucia en el que no quiere pensar. La señorita Mhyrtille, desde detrás de su elevado atril asiente a veces, satisfecha. J’irai, je serai, j’oubilerai. Y lentamente los mechones de cabello castaño brillante se atreven a crecer de nuevo. Galia sospecha que su pelo brota de noche, mientras ella duerme. Lo siente crujir en sueños, desperezarse poco a poco, y cada mañana se descubre un ricito nuevo en la nuca, que pronto se atreverá a alisar con el antiguo cepillo de plata, digno de una ninfa.
Algunas noches, cuando su madre entra en su habitación a darle las buenas noches, Galia le pide que rocíe la almohada con su perfume preferido, el de las lilas frescas del jardín. Otras le suplica que le cuente cosas de cuando era pequeña, que repita, por enésima vez, el relato de la noche de su nacimiento, una noche de tormenta que a punto estuvo de costarles la vida a las dos. Su madre sonríe, como si ambas hubieran despertado al fin de una pesadilla y evoca en voz alta cada latigazo de dolor en el vientre, el eco de su angustia que era cada trueno. Y Galia cierra los ojos y de pronto es capaz de recordarlo todo.
Sinopsis de Las madres negras, de Patricia Esteban Erlés
En el convento de Santa Vela vive recluido un grupo de niñas huérfanas, víctimas de destinos oscuros y malhadados. Quienes las han llevado hasta allí para buscarles un futuro mejor ignoran que el convento está regido por la hermana Priscia, una mujer que solo entiende la entrega a Dios desde el fanatismo ideológico y el castigo del cuerpo y del alma. Ese universo cerrado parece obedecer en todo a la hermana Priscia hasta que una de las niñas, de nombre Mida, anuncia que Dios se le ha aparecido para decirle que Él no existe.
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Autor: Patricia Esteban Erlés. Título: Las madres negras. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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