Hay un fragmento culminante de esta novela que parece haber sido robado del rincón más secreto del corazón de una mujer, como si Javier Marías se hubiese transformado en un Fantomas temporal de la intimidad femenina: “Y uno descubre —la verdad, sin gran sorpresa— que hay lealtades inmerecidas e incondicionalidades inexplicables, personas con las que uno tuvo una determinación y un propósito juveniles o más bien primitivos, y que el primitivismo prevalece por encima de la madurez y la lógica, del odio de los engañados y el resentimiento”.
Al leerlo uno comprende a la mujer múltiple y compleja que Marías recrea con magistral lucidez en Berta Isla e incluso facilita la identificación de aquellas otras mujeres que también la definen, aunque por negación; es decir, aquellas que, a pesar de lo vivido, Berta Isla afortunadamente nunca será. Hay una especie de consuelo triste en esas pocas palabras, porque en la soledad del hueco que el hombre deja, las fronteras se hacen casi imperceptibles y hay quienes, con el paso del tiempo, viven con el temor de llegar a convertirse en aquel tipo de mujer que siempre despreció. Un modelo de mujer al que Berta Isla se asoma por momentos peligrosamente (“Pero me desagradaba verme endurecida como una miserable…”).
Se trata de un tipo de mujer rota que maneja como nadie el sentimiento de culpa para mantener a su lado y para siempre al hombre que la hizo sufrir. Mujeres expertas en conservar bien fresca la memoria dolorosa de la que cada día comparten un sorbo agridulce con el culpable, el cual, curiosamente, siempre se muestra dispuesto a pagar y beber la cantidad que sea directamente proporcional a su nivel de remordimiento.
Expertas en el reproche enmascarado de deuda; hábiles en el arte de convertir el error en desamparo; el amor en responsabilidad; el hijo en sustituto de todo; la debilidad en garantía de compañía; la gestión impecable de lo cotidiano en pegajosa tela de araña de la comodidad del varón, estas mujeres son auténticas profesionales de la herida abierta como método último de compensación. Y los resultados son a veces tan sorprendentes que la Historia, el cine y por supuesto la Literatura se han alimentado durante siglos de este modelo de mujer.
Así expresa su temor de terminar siendo otra, Berta Isla: “No sólo la incertidumbre y la espera, también la irracional expectativa, las fantasías, se convierten en esenciales para el corazón de una persona, y ya no es capaz de renunciar a ellas. Pueden convertirse en esenciales hasta el lamento y la pena, el despecho, y le acaban conformando a uno su manera de convivir con el mundo”.
todo, que vive imaginando lo que ocurre en el lado opuesto de su propia historia."
Y es que con el tiempo, la espalda silenciosa al otro lado de la cama del soldado se va dando lentamente la vuelta al comprobar con satisfacción que también envejecen los guerreros y que hasta los héroes necesitan una trinchera limpia, planchada y ordenada donde envejecer expiando sus culpas.
Las decenas de cuerpos de las otras mujeres que el guerrero poseyó; las cientos de sábanas que arrugó, el amor que su carne, su valentía, su juventud de cazador despertó en las otras; las batallas en las que desapareció; los días, semanas sin su voz; sin saber; esperando con los ojos clavados en el teléfono la llamada final, terminaron gangrenando la herida de estas Penélopes, que además de bordar, también tenían todo el tiempo del mundo para pensar. Y cuando una mujer inteligente, paciente y profundamente dolida envejece esperando y pensando, suelen ocurrir dos cosas: la primera es que su carne se cierra para siempre al placer como si hubiese sido víctima de una violación múltiple. La segunda, casi simultánea, es que su lucidez se prepara, fresca e invencible, para la venganza silenciosa. Ésta poseerá el grado de complejidad que cada tipo de mujer sea capaz de fabricar, aunque todas ellas tienen en común un carácter definitivamente letal, pues lo que ansían es adueñarse de lo que saben de sobra, es la única y más preciada posesión de los valientes: su libertad.
Así que, con la vejez como aliada y el tiempo como puñal, transforman en drogadictos del perdón a sus viejos héroes, recordándoles que hubo un tiempo en el que todo dependía de ellos y que por ende son ellos hoy los responsables de todo. A pesar de ser conscientes de que los barcos se pudren en tierra, esos “capitanes Conan” que en el mundo han sido abrazan las reglas incluso con felicidad, pues están demasiado cansados y ya no saben, pueden ni quieren seguir haciendo daño ni vivir de otra manera. Además, los hombres que fueron valientes juegan con una ventaja en este ambiente hostil que casi les resulta familiar pues, como dice Berta Isla, “los entrenaron para eso, para vencer resistencias”.
Luego, en la mañana gris de un mal día, esa mujer acude al funeral del héroe que siempre fue —oficialmente— su legítimo, rodeada de medio centenar de desconocidas vestidas de negro de diferentes edades y nacionalidades. Pero a ella, a la oficial, es fácil distinguirla en la multitud femenina, pues entre todas es la única que sonríe. Una sonrisa casi imperceptible como último gesto de venganza, porque en el fondo siempre supo que el héroe regresó sencillamente por eliminación. Así lo reconoce Tomas Nevinson, el “héroe” o antihéroe” de esta novela (que afortunadamente aún no está muerto): “Uno sólo regresa cuando ya no tiene dónde ir, cuando ya no quedan lugares y la historia ha terminado”.
Sin embargo, al otro lado de la colina, a decenas de millas de navegación en dirección opuesta a Ítaca, aunque en mitad del camino que el héroe había de recorrer, hay un tipo de mujer que ha aprendido a esperar de otra manera. Es ahí precisamente donde arranca esta magnífica novela; donde nace, vive y ama, en todo su esplendor, Berta Isla.
Los personajes de Javier Marías no son héroes homéricos, pero tienen el eco inevitable de las lecturas clásicas de su hacedor. Son personajes singulares, aparentemente disueltos en la cotidianidad, pero sólo aparentemente, pues no hay nada más alejado de lo cotidiano que las historias de Javier Marías. Las sublima el pensamiento, que en sus novelas es como una especie de “voz en on” que teje la trama.
Su mujer literaria pertenece a aquel mundo antiguo y ya casi olvidado (incluso apenas entendido hoy) de la literatura clásica. Ella no dispara con precisión, ni pelea hasta morir, ni lucha por un ideal, ni es la jefa de un comando secreto experta a la vez en defensa personal, lenguaje carcelario y literatura austrohúngara. Nunca se acodará en la barra de un bar de mala muerte bebiendo a sorbos un vaso de raki mientras desea en su fuero interno entregarse al héroe descreído demostrándole que es más que una anécdota: una mujer muy vulnerable en su sexo y su feminidad.
Por eso la Berta Isla de la novela de Javier Marías nunca será un soldado, porque es básicamente una mujer. En el sentido literal, eterno, puro, de la palabra. La mujer que mantiene la lucha vital y poderosa de hembra antigua, poco trepidante novelísticamente hablando, sí, pero que sin duda alguna mueve el mundo; la mujer de la espera, la maternidad, la continuación de la estirpe, el dolor, la desesperación, la tristeza, la resignación, el amor.
La mujer que no camina por territorio enemigo porque ella es el territorio mismo que todo soldado busca para perderse por un tiempo en él. Una mujer mental, narrativamente estática porque representa la metáfora efectiva de ese lugar anacrónico; de esa isla.
Berta Isla es la narración de la mujer que espera “de otra manera”; la voz enamorada pese a todo, que vive imaginando lo que ocurre en el lado opuesto de su propia historia porque su marido, su hombre, le niega la visión de la otra orilla (“Qué poco he sabido de ti. No te conozco en tu media vida, quizás la de más valor para ti.”). Adiestrada en una biografía demediada, hace sin embargo de su imaginación su fortaleza; de lo que ignora, el baluarte de su pasión.
Y mientras tanto qué estúpido puede llegar a ser el hombre; qué ciego, qué injusto, qué egoísta, qué irresponsable, aunque como en este caso tenga una justificación más que comprensible (el desempeño de una profesión singular y peligrosa), para el mutismo. Berta Isla lo resume perfectamente: “No hay coartada comparable; la dejación permanente justificada por el deber”.
Afortunadamente la historia está tan bien hilada, tan bellamente enfocada en la mujer-isla, que apenas hay espacio para los juicios de valor. Sin embargo, podría afirmarse que se trata de una historia de inteligente feminismo, pues demuestra que la mente de un hombre puede recorrer el corazón de una mujer sin que se noten las fronteras; que un varón inteligente es perfectamente capaz de reconocer y recrear el territorio íntimo de una mujer donde inevitablemente siempre habrá más silencios que puñetazos, más espera que sexo, más imaginación que aventura; y desde luego más que lealtad, lo que habrá será un verdadero, desesperado, incondicional, apasionado, antiguo amor.
Todo ello tejido en una novela que, como todas las de Marías, carece de geografías. Uno no puede pasear por el mundo de Berta Isla buscando el lugar concreto; muy al contrario, es la novela la que te persigue, silenciosa, como una inesperada sombra que regresa y permanece (cerrando así el círculo narrativo de la propia historia), cosida para siempre a los pies de la vida del lector.
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