No piensa en la necesidad de estar al día, leer las novedades de unos y otros escritores, ahora que todo el mundo lo es, ahora que, como debió decir en este mismo espacio, hay más escritores que lectores. Ahora que los lectores o lectoras (se dice que son ellas las que leen desde hace muchos años, por eso los maltratadores son ellos, porque ellas leen, porque ellas son mejores) están más abiertamente interesados en el tiempo y sus costuras o en los pasos de inspectoras de policía por hermosos valles, no sabe si comentar libros que leyó hace años y que difícilmente volverán a la actualidad. Sí y sólo sí, a su actualidad, dado que todos sus libros, sus buenos libros, son actuales para él.
Mi personaje todavía no ha hablado de ningún libro. A ver si empieza. No voy a pincharle por si acaso reacciona.
Tiene que ausentarse de su propia ficción para ir al servicio (pido disculpas, pero mi personaje es humano) y se lleva el libro de la biografía de Clarice Lispector. Lee unas páginas más de esa agonía de vida, de literatura con mayúsculas, tan exigente, densa, espesa para el común de los lectores mortales (¿hay lectores inmortales?). Si hoy ya nadie lee, se dice, cómo se va a leer a Lispector, que necesita otro libro para explicar cada novela. Lo bueno es que ella era así, porque intentar ser así es imposible. No se puede imitar una introspección tan profunda, una genialidad probada, una excentricidad interior a prueba de Freud, de sus locuras mentales basadas en miles de locuras mentales, en miles de sueños no resueltos ni siquiera a base de experiencia. Una interpretación de los sueños. ¿No hay muchas? ¿Por qué no? ¿Quién lo dice? ¿Un genio? Ya, lo sabe. Un genio. ¿Qué le pasa? ¿Va a discutir ahora el psicoanálisis? No aspira a tanto. ¿Alguien se puede imaginar a Lispector paciente de Freud? ¿A Virginia Woolf paciente de Freud? ¿A Freud paciente de Freud? Él (Freud, no mi personaje) ya dialogó consigo mismo. ¿Se imaginan lo que podría salir de dialogar con ellas?, se pregunta. ¿Se puede dialogar con ellas?, insiste. ¿Tendría Freud preguntas para tantas respuestas del particular “más allá” de cada una? Decide concluir así.
No hagan excesivo caso a mi personaje. A veces le pasan estas cosas, que se dispersa entre palabras.
Ahora que el niño duerme (sí, mi personaje tuvo un niño hace unos meses; no sé si se lo he comentado a ustedes. Disculpen de nuevo, pero como creador, intento otorgarle realismo. Sigue) es el momento de continuar, o empezar otra vez este artículo. Va sobre la nada, como tantos otros. Y en la nada todo cabe. El sabe que es así. No entiende los motivos, no podría aportar más argumentos que su propia enunciación como idea. Pero sabe, se repite, que es así. Leyó a Clarice Lispector tarde. Incluso una escritora fresca y verdadera, Isabel González, le recordó por momentos la prosa de la genio brasileña, aunque nacida ucraniana.
Y ahora que habla de la nada se detiene en una frase de Lispector: «Lo incomunicable de uno a uno mismo es la gran vorágine de la nada».
¿Y qué leíste? (no se confundan, ahora soy yo, el creador. Tengo que frenarle. Sigue)
No recuerda bien, pero cree que empezó leyendo Un soplo de vida, libro póstumo de Lispector, que lo leyó mientras el mundo ponía su pie dubitativo sobre el año 2000. Un libro en el que se lee, por ejemplo: «Escribo como si fuera a salvar la vida de alguien». Se queda pensando. ¿Cuántos escritores afirmarían que escriben así? ¿Con la idea de que escribir es un todo en sus vidas que no tiene límite? ¿O donde los límites están marcados sencillamente por la palabra?
Mi personaje se ha puesto hoy filosófico. ¡Uf! Cuando empieza así me desespera. Hoy me temo lo peor: que el posible lector de este artículo no siga. ¡Denle una oportunidad a mi personaje! Prometo, si es así, que después le reprenderé.
Cuando se siente frenado o interrumpido por su creador (perdón de nuevo por la palabra) se descentra. Pero sigue… Sí, se le ha ido el hilo. Pero le basta con volver a la enigmática Clarice Lispector.
El libro que lee incluso en el excusado, que ha leído con lapicero en mano porque no entiende otra forma de hacerlo, se titula Por qué este mundo, del joven Benjamin Moser, traducido para Siruela por Cristina Sánchez-Andrade. Dice «joven» porque el libro lo publicó en 2009 y entonces sólo tenía 33 años. Parece ser que pronto puede llegar a las librerías estadounidenses su biografía sobre Susan Sontag, otra señora de alto voltaje literario. Elige bien este Moser, se dice.
No sabe si le ha sacado o no partido a tanto subrayado a lo largo de su vida. ¿Para qué se subraya un libro si no es para examinarse del mismo? ¿Para saber qué es lo importante cuando se vuelva a hojear, incluso a releerlo?
Mira al azar, de nuevo, siempre el imprevisto azar, a su estantería. Acaba de colocar allí un libro de otro enigma: Thomas Bernhard. Un escritor difícil, tan personal; también en ocasiones aparentemente ilegible.
Soy yo de nuevo, el creador. ¿Por qué te gustan escritores tan raros?
El personaje se le queda mirando y no contesta. Sigue.
El libro que ha leído y que devuelve a su lugar es Corrección. Lo compró hace veinticinco años y por fin ahora ha extraído de él sus mejores páginas. Porque al final él cree que hay que leer así: quedarse con lo mejor, intentando quedarse con lo mejor. Le ha gustado. Ese estilo que renuncia a ir directamente al grano aunque al final llegue un mazazo, un pensamiento incontestable. Esa grandeza para la que está el lenguaje, para desarrollar sus infinitas posibilidades. También aquí, en la novela Corrección, está el dramaturgo crítico con todo lo establecido, con la educación recibida y por tanto su sistema, contra la oficialidad, contra el ser humano en sí mismo. Hay quien busca la perfección destruyendo todo lo que tiene a su alrededor. Un poco así son las palabras de Bernhard. Recuerda que hay una lúcida biografía de Miguel Sáenz en Siruela. También que se quedó impactado con su autobiografía editada en cinco títulos por Anagrama: El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño. El buen editor tuvo el detalle de publicarlos de manera conjunta con el título Relatos autobiográficos en 2009, fecha del vigésimo aniversario de su muerte.
Revisa Corrección, por si ha seleccionado alguna de las demoledoras, para muchos de sus compatriotas, peroratas y para el común de los lectores de Bernhard verdaderas joyas. Encuentra una que le recuerda este tiempo desmadrado de millones de estúpidos reclamando un lugar en las redes, como si tuvieran algo que decir.
¿Tú tienes algo que decir?, le pregunto a mi personaje.
Ni mira, como si no oyera, y continúa.
Ahí van dichas palabras: «…toda esta época (el libro se publicó en 1975) en que hoy existimos es una época en verdad opuesta al intelecto, que sólo finge lo intelectual. La tendencia hoy es en contra del intelecto y en favor de lo fingido,…». E insiste sin cortar la frase: «…lo mismo que, en general, toda esta época en que existimos es fingida, todo es fingido, nada es real, todo es fingido».
Lo dicho, mi personaje no está hoy para tirar cohetes. Utilizo esta fea expresión para aligerar, no con otro ánimo. Hoy le dejaré que acabe el artículo… si es capaz. Me interesa cómo sale de ésta.
Me mira.
—No pienso resolverte la papeleta —me dice con un amago de displicencia (pongo el guión para que quede claro que ahora sí me está hablando. ¿Que ya se han dado cuenta? Ya, es para que no se despisten).
—Bien, por esta vez no habrá final para el artículo. Ya saben ustedes: cría un personaje y… nunca te sacará de un aprieto. Como él mismo dijo más arriba: en la nada todo cabe. Incluso sin final.
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