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Reinventar el pasado, pensar el futuro

Reinventar el pasado, pensar el futuro

El futuro ya no es ese lugar en el que se alojan nuestros deseos y nuestras nostalgias. Hoy parece más bien el espacio para nuestros temores: la ilusión se ha transformado en espectro imposible de ahuyentar. Progresista se ha vuelto un término despectivo. Y progreso una palabra que oculta, junto a avances tecnológicos, amenazas medioambientales, control policial y estatal, crecimiento económico que beneficia a una minoría…

Pero lo que acabo de escribir es una generalización, más bien, el resumen de un estado de ánimo que, por extendido que esté, no domina a todos. En unos casos porque muchos creen que las cosas no están tan mal y que van por el buen camino. Y en otros porque piensan que sí están muy mal pero no reniegan de la posibilidad de un cambio.

Leo, casi en paralelo, dos libros que animan a transformar el futuro a través de la acción política. Uno es Ahora, del Comité Invisible, aunque desde el mismo título ya indica que el futuro es un concepto engañoso: “La esperanza confabula con la espera, con el rechazo a ver lo que está ahí, con el temor a irrumpir en el presente, en dos palabras: con el temor a vivir.” Así que proponen actuar sin finalidad, sin programa ni proyecto. Dejarse llevar por la acción, por la pasión, por la necesidad de oponerse a un presente injusto y de crear otro… lo que significa por supuesto modificar el futuro.

"Es siempre un misterio por qué al final acabamos creyendo unos argumentos en lugar de creer otros."

Y al mismo tiempo leo Reinventando el futuro, de Nick Srnicek y Alex Williams, que proponen justo lo contrario. Sin negar la fuerza ni el valor de los movimientos espontáneos, de la lucha callejera, de la solidaridad que se genera durante la resistencia, los autores consideran que los afectos no crean un contrapoder duradero y por tanto no pueden enfrentarse con éxito a estructuras tan sólidas y universales como las del capitalismo.

Ambos libros me están resultando atractivos y convincentes a ratos. Es siempre un misterio por qué al final acabamos creyendo unos argumentos en lugar de creer otros. Y no me parece que sea la razón el único camino por el que llegamos a una convicción, sino más bien el deseo… y los afectos.

Hace poco me preguntaban por mis prejuicios a la hora de elegir un libro. Respondí que no solía leer novela histórica y que incluso sentía cierto rechazo hacia el género. Repito que lo reconozco como prejuicio pues he leído novelas históricas maravillosas; no sólo, varias veces, Los tres mosqueteros cuando era adolescente; mucho más tarde disfruté Las memorias de Adriano, de Yourcenar o Bomarzo, de Mujica Láinez. Además, a veces soy capaz de superar mis prejuicios —alimentados por novelas y novelistas que bastardean la historia para construir melodramas—, y por eso acabo de leer El ejército de los sonámbulos, de Wu Ming, y Terroristas modernos, de Cristina Morales, voy a leer Tyll, de Daniel Kehlmann, y espero con mucha curiosidad la nueva novela de Fernando Royuela, La risa final. Se me pasa por la cabeza escribir un artículo sobre estas experiencias recientes con el género. Pero últimamente tengo más proyectos que posibilidades, así que a lo mejor me echo para atrás. Veremos. Me propongo leer primero la de Royuela y decidir después.

"Hace poco escribía en Twitter que cuanto más leo a Paul Auster más echo de menos a Philip Roth."

Cejo en mi empeño de leer 4321, de Paul Auster, un autor con el que nunca he sabido conectar. Aunque admiro su capacidad narrativa y lo inteligente de sus planteamientos, hay un momento en el que me desengancho de lo que me cuenta. No es más prolijo que Sebald ni creo que sea inferior en su forma de construir las descripciones o de hilvanar los hechos que narra. Y sin embargo Sebald siempre me resulta sugerente, lo que cuenta resuena en mí, me lleva a otros lugares, como si sus párrafos fuesen nudos en una red que me conecta con otras experiencias, ideas y sensaciones, mientras que con esta última novela de Auster —y me sucedió con otras— tengo sólo la sensación de estar asistiendo a construcciones alternativas de una historia en la que se me muestra cada detalle como si eso tuviese valor en sí mismo. Lo que más me ha interesado: el contraste entre su hiperrealismo y la negación de la veracidad de lo que se cuenta —puesto que se proponen varios desarrollos posibles del mismo punto de partida; así que por un lado me dice que es todo un artificio y por otro con su manera de escribir parece un reflejo fiel de la realidad—.

Hace poco escribía en Twitter que cuanto más leo a Paul Auster más echo de menos a Philip Roth. Y es verdad, a pesar de que Roth es un narrador más desequilibrado, me dejo ganar por su pasión, por su radicalidad.

"A veces pensamos que somos originales cuando sólo tenemos mala memoria."

En la entrada anterior me refería a algunas incómodas coincidencias y en particular a un parecido excesivo entre uno de mis títulos y el de otro autor. Es posible que me haya librado de otra por muy poco. Hace tiempo vengo pensando en una serie de artículos cuyo título genérico sería Contra todo. Incluso tengo la lista de artículos, y contra qué irían dirigidos, de esa posible serie cuyo título me parecía original y sugerente. Hoy veo que Anagrama va a publicar un ensayo de Mark Grief cuyo título es, claro, Contra todo. Compruebo que en inglés es igual: Against everything. Así que no puedo estar seguro de no haberlo visto. A veces pensamos que somos originales cuando sólo tenemos mala memoria. O, también, a menudo nos creemos originales porque ignoramos mucho de lo que escribieron otros antes que nosotros. Borges lo tenía claro: “La lengua es un sistema de citas”, escribió en uno de los cuentos de El libro de arena. Y seguro que no fue el primero en pensarlo.

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