La Historia enseña muchas cosas. Una es, por ejemplo, que un buen número de las empresas más arriesgadas, las más sublimes, las más arteras, las más absurdas, las más audaces y, en suma, las más notables nacieron de una idea o de una frase. Y que en un buen número de ocasiones, esa frase tal vez no quería decir lo que terminó diciendo o, al menos, no quería decirlo quien la pronunció. Y que en un buen número de circunstancias, de la frase en cuestión manó petróleo y nacieron empresas arriesgadas, sublimes, arteras, absurdas o audaces.
A la luz de Los Papas. Una historia, de John Julius Norwich, todo eso es aplicable a una sentencia enunciada por Jesús de Nazaret y reproducida por el evangelista Mateo: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Es posible que el Nazareno no tuviera en mente fundar una cohorte de seguidores llamada iglesia (una palabra que solo aparece dos veces en los cuatro Evangelios, señal de que no era precisamente uno de los objetivos mesiánicos), es posible que no estuviera invistiendo al pescador Simón como el primer obispo (término que no figura en el vocabulario del Maestro) y es más que posible que por «piedra angular» quisiera decir, sencillamente, piedra angular… “y las piedras angulares son, por definición, únicas”, recuerda el autor. Todo esto es solo posible. Lo que es seguro es que, “cuando, durante el siglo II, la Iglesia de Roma adquirió efectivamente la primacía sobre las otras primeras Iglesias (…), buscó justificar su posición. Y allí, al alcance de la mano, estaba Mateo 16:18. No fue necesario buscar más”.
Después llegaron las discusiones onomásticas sobre la piedra angular, hasta que, a finales del siglo IV, el obispo Siricio asumió el título de Papa. A partir de ahí, diecisiete siglos de lo que siempre fue sempiterno: rivalidades, luchas, victorias y derrotas. Es decir, la versión divina de la eterna condición humana.
En su pléyade de síes pero noes sumerge Norwich al lector (“un lector de inteligencia media, creyente o no creyente, que simplemente quiera conocer un poco más el trasfondo de lo que, sin duda alguna, es una historia asombrosa”). La historia asombrosa es la de la “monarquía absoluta más antigua” e ininterrumpida del mundo, explicada por un historiador que, entre sus muchas cualificaciones, cuenta con la de ser un “protestante agnóstico” que no tiene “ningún interés, incluso aún menos el deseo de encubrir o salvar del ridículo al Papado”.
John Julius Norwich, además de lo mencionado, es británico de Oldham, diplomático de vocación (su padre, Duff Cooper, desempeñó un papel de importancia en el Gobierno de Churchill durante la Segunda Guerra Mundial) y literato de corazón. Lo escribe su yerno Antony Beevor, también historiador, quien prologa esta gema literaria que, aunque escrita en 2010, acaba de publicar en español Reino de Redonda. La editorial fundada por Javier Marías ya engarza algunas piedras preciosas más en su collar; de esta joya global, a Norwich le corresponde, por cierto, el título de Duke of Bizancio del Reino de Redonda.
Decía que lo dice Beevor, y lo que dice no es lo que dice su suegro sino cómo lo dice: la compleja historia del Papado la dice… la cuenta como una saga. Y dice bien Beevor. A diferencia de otras (muchas) obras literarias dedicadas a distintos recorridos históricos, la de Norwich se lee como una novela de aventuras con todos sus ingredientes: intriga, amor, odio, pasión, sexo y ambición.
Al igual que en la literatura caballeresca, no faltan buenas dosis de lucha del héroe contra dragones. Algunos, internos. Una importante le correspondió librarla a Silvestre, que tuvo que lidiar con la primera herejía de proporciones cataclísmicas de la mano del imponente Arrio, predicador de la subordinación del Hijo al Padre, excomulgado en el año 320. Después vinieron más, como la herejía de los monofisitas y de los nestorianos, en el siglo VI. Y una especialmente dolorosa, la Reforma de Lutero, en cuyo combate se desangró Europa.
Hubo, asimismo, dragones externos, ajenos, que pronto se transformaron en seria competencia en el mercado de las almas: el islam del siglo VII, sin ir más lejos.
También se abrieron otras úlceras difíciles de extirpar porque antes fueron órganos sanos. Sucedió con los caballeros del Temple que, cuando se convirtieron en auténticos potentados que financiaban a media Europa, se volvieron también poderosos y por tanto peligrosos, hasta que el papa Clemente logró su bancarrota acusándolos de satanismo, de sodomía y de quemar vivos a sus hijos ilegítimos.
Algo parecido sucedió con los jesuitas, unidos en una “gran organización, intelectualmente arrogante, hambrienta de poder y muy ambiciosa, implicada en intrigas internacionales y totalmente falta de escrúpulos en sus operaciones”. Todo un desafío para el papa Benedicto, presionado por el rey de Portugal. Después, “Clemente XIII murió intentando salvar la Compañía de Jesús y Clemente XIV la mató”, consciente de que ese era el precio que debía pagar por el papado.
Uno de los grandes dragones contra los que la institución ha debido pelear durante siglos está y estará personificado por la mitad de su feligresía: la mujer. Y lo que ella representa indisolublemente: el sexo. Ya León I decretó en el siglo V que una monja no merecía el hábito hasta que se comprobara su virginidad durante sesenta años (“tiempo tras el cual no cabe duda de que ya lo habría merecido”, comenta acertadamente Norwich).
El fantasma del peligro femenino planeando sobre las cabezas preladas para, según tales cabezas, destruir la Iglesia alcanzó uno de sus máximos exponentes con un episodio que el autor califica de bulo: el de la inexistente papisa Juana, una mujer extraordinariamente culta (“llegó a dominar varias ramas del conocimiento hasta no tener igual”, escribía, seguramente fabulando, en 1265 un monje dominico), que en el siglo IX supuestamente alcanzó el sitial de Pedro por aclamación unánime sin confesar su verdadero género.
La leyenda le atribuye un embarazo y un error de cálculo: cuando iba en procesión entre San Pedro y Letrán, dio a luz en un estrecho callejón entre el Coliseo y la iglesia de San Clemente, lo que, obviamente, le impidió seguir manteniendo el engaño. Tanta repulsión debió causar la sola idea “vergonzosa” de imaginar por un instante a una mujer en el asiento pontificio, gran horror entre todos los horrores, que alguien ideó un artefacto que evitara para siempre que se repitiera (o produjera) la ignominia. El artefacto consistía en una simple silla perforada. Antes de que un Papa fuera investido, debía instalarse en ella para que un clérigo joven pudiera palparle y testificar que pertenecía al sexo masculino diciendo en voz alta: “¡Tiene testículos!”, al tiempo que todos los presentes gritasen “¡alabado sea Dios!”, antes de proceder a la consagración del Papa electo.
Puede que la papisa Juana no existiera (“por desgracia, así es”, se lamenta Norwich), pero los “asientos de pórfido planos” sí. Y “no puede negarse que están admirablemente diseñados para unos tocamientos en diagonal”.
El cuerpo y el deseo, abominaciones que al parecer eclesiástico una mujer encarna en su propia naturaleza y esencia, no siempre fueron tachados de perversiones execrables si se cometían desde el trono. Dejaron de serlo, por ejemplo, durante el reinado (mejor que llamarlo papado) de los Borgia, transmitido en línea sucesoria y en el más puro estilo de despotismo sangriento. A ellos dedica Norwich un capítulo cuyo título lo dice todo: “Los monstruos (1492-1513)”.
A la muerte de Inocencio VIII, “una nulidad absoluta” (terminó su vida alimentado únicamente por gotas de leche que le proporcionaba el pecho de una muchacha y poco antes de sacrificar a tres jóvenes sanos para que le dieran su sangre), le sucedió a base de sobornos Rodrigo Borgia, Alejandro VI. Y con él comenzó una dinastía de nepotismos, prebendas, corrupciones, poder desenfrenado, asesinatos, guerras, violaciones y muerte. En ella estaba incluida Lucrecia, por nacimiento mujer y, no obstante y paradójicamente, por derecho carnal parte del conglomerado vaticano. Gracias a padre e hija “(en menor medida a Lucrecia), los Borgia se han convertido en una leyenda de villanía y crueldad”.
Visto con perspectiva y rigor histórico, y aunque pueda parecer que el trayecto de la historia del Papado es un recorrido por las bajezas del alma humana, Norwich hace gala de su imparcialidad de historiador al advertir que no es bueno ni justo generalizar. Dos mil años y una multinacional que ya a finales del siglo VI se había convertido en la primera propietaria de tierras de Occidente forman una combinación que, forzosamente, deja un camino trufado de miserias y glorias. Repartidas, si no a partes iguales, sí a porcentajes alternos.
Cierto que hubo Papas bellacos e intrigantes (los Borgia, a la cabeza), belicosos (cuando Miguel Ángel trabajaba en una estatua de Julio II quiso representarlo con un libro en la mano, a lo que el Papa contestó: “¡Ponme una espada, que no soy un erudito!”), cabezotas (Aviñón), archirreaccionarios (Pablo V llevó a juicio a Copérnico; es solo el ejemplo más significativo), antisemitas y xenófobos (Pablo IV odiaba tanto a los judíos como a los españoles; a los primeros los confinó en un gueto y declaró la guerra a los segundos), y casi todos misóginos.
Sin embargo, los hubo que fueron buenos administradores, como Gregorio I, que “no tenía ningún deseo de gloria mundana” y a cuyas reformas se debe el canto gregoriano. Humildes dominicos de comportamiento cordial que solo se sentían a gusto con otros dominicos (Benedicto XI). Mecenas del arte, la cultura y la ciencia, como Benedicto XIV, que fundó cátedras de matemáticas, química, física y cirugía, y convirtió Roma “no solo en la capital religiosa sino también intelectual de la Europa católica”. Y los Medici, León X y Clemente VII, padrinos (y posiblemente amantes) de artistas como Rafael y Miguel Ángel. Bondadosos y tímidos, como Clemente XIII, y sociables y relajados, como Pío IV (restringió los poderes de la Inquisición y no le tembló el pulso al castigar a un sobrino de su antecesor que había asesinado a su esposa). Otros, conciliadores; el que más, Juan XXIII, el Papa que sacudió al mundo, alguien a quien, recuerda Norwich, “resultaba imposible no querer”, y así redimió en varios grados la vileza de algunos de sus predecesores.
Quizá queden para otro libro los enigmas del Papado sin desvelar. Véase la pregunta que aún resuena en la colina vaticana: “¿Fue Juan Pablo I asesinado?”. ¿Sucumbió Albino Luciani, un “hombre tranquilo, amable y sonriente que muy bien podría haber logrado una revolución en la Iglesia (…) mucho más drástica y profunda que la que consiguió (…) el Concilio Vaticano II”, víctima de una conspiración que acabó con su vida en 1978 tras 33 días de pontificado? No intenta contestar Norwich: “Los argumentos a favor y en contra (…) son largos y complicados. Exponerlos aquí supondría dedicar veinte o treinta páginas a un Papa que solo lo fue durante un mes y desequilibraría irremediablemente un libro que ya de por sí es demasiado largo”. ¿Una promesa, tal vez…?
El autor se detiene en la fecha en que puso punto final a su obra, cuando Joseph Ratzinger aún era Benedicto XVI en activo. Y, puesto que no se atreve a hacer pronósticos sobre lo que iba a ser su pontificado, sí ofrece la clave que ha definido a una institución de dos milenios de antigüedad y dos mil millones de fieles: “El papa Benedicto demostrará ser mejor que muchos de sus predecesores y peor que otros”.
No se equivocó. Ha sido exactamente así. Como ocurrió y seguirá ocurriendo con todos y cada uno de los que vistan la mitra papal después de Pedro.
Será que las instituciones humanas, por mucha autoridad divina de la que se pretendan revestir, no son en el fondo más que un espejo de su propia humanidad. Esta, quizá, sea la tesis principal con la que John Julius Norwich podría haber resumido su libro. Es de agradecer que no lo hiciera, porque en tal caso nos habría privado de 595 páginas de suspense, sutil ironía y excelente literatura.
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Autor: John Julius Norwich. Título: Los Papas. Una historia. Prólogo: Antony Beevor. Editorial: Reino de Redonda. Venta: Amazon y Casa del libro
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