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El pesar de la revancha

El pesar de la revancha

Sólo el éxito puede ayudar a mantener a un autor y a sus setenta y tres ayudantes, y sólo el éxito podría permitirle amasar una fortuna hasta acabar sus días en la pobreza por la dilapidación y despilfarro de esa misma fortuna que otorga el éxito desmedido, la poca cabeza o el tópico del carpe diem llevado hasta sus últimas consecuencias. Alejandro Dumas, padre (1802-1870), fue uno de esos escritores decimonónicos que se valieron del auge de la prensa periódica para potenciar el género novelístico a partir de la novela por entregas de aire folletinesco. Más de dos centenares largos de títulos nacieron de la pluma del popular padre de Los tres mosqueteros y El vizconde de Bragelonne. Vivaz y tan exuberante como su cabellera dominada por el rizo indómito fue su afán por traspasar al papel las andanzas de unos personajes mecidos por la historia pero nunca fieles a ella. Como llevaran a cabo Walter Scott, Victor Hugo o Enrique Gil y Carrasco con la novela pretendidamente histórica, las fantasías urdidas por Alejandro Dumas se nutren de los acontecimientos históricos aunque renuncian a la fidelidad de los hechos en pos de unas tramas alambicadas y libérrimas a fin de potenciar los giros argumentales y la destilación del veneno anfetamínico que imprime a las historias con su desquiciado ritmo narrativo. Hoy daría risa este último juicio, pero en los días en los que iban apareciendo las entregas de El conde de Montecristo (1844-1846), se iba armando un culebrón de proporciones monumentales que hacía de la suspensión y de la sorpresa los motores que mantenían en vilo a miles de lectores franceses con las hazañas y desventuras de Edmond Dantès, más adelante ya conocido como el conde de Montecristo. Ahora tanto su autor como su criatura cobran nuevo aliento con la valiente, singular y cuidadísima apuesta de la editorial Navona dentro de la colección “Ineludibles” y la poderosa traducción de José Ramón Monreal, una de las primeras en cualquier idioma que ha tratado de restituir el alcance artístico del gran Dumas, a la luz de las ediciones francesas de Gilbert Sigaux (1981) y Claude Schopp (1993), así como de la italiana a cargo de Margheritta Botto (2014). A fe que lo ha conseguido.

"Una década después de su llegada a Marsella, Dantès estaba ya dispuesto a poner en práctica la estudiada venganza contra las personas que propiciaron su injusta perdición."

Pero, ¿qué cuenta El conde de Montecristo? Y añadido a todo esto, ¿todavía cuenta esta novela? Alejandro Dumas y Auguste Maquet —el activo colaborador de Dumas al que éste apartó de la firma de autoría al pactar con él una elevada suma de dinero, según todos los indicios— idearon una historia cosmopolita que comprendía periplos por Francia, Italia y varias islas del Mediterráneo, todavía centro financiero del mundo. La envidia, los celos y la codicia iban a ser los elementos para que, tras las llegada a Marsella de Edmond Dantès, donde esperaba ser ascendido a capitán y ultimaba boda con la catalana Mercédès (sic) Herrera, actuara el destino en forma de doble traición: por un lado la de Danglars, envidioso jefe del cargamento del barco de Dantès; por el otro, Fernando, primo de Mercédès a la que éste ama en secreto. Ambos se alían para acusar a Dantès de ser agente bonapartista, presuntamente involucrado en el regreso de Napoleón a Francia desde su destierro en la isla de Elba. Cuando parecía que escaparía de la justicia, Villefort, a la sazón sustituto del procurador del rey, hace encarcelar a Dantès en el castillo de If por miedo a ser tildado de traidor a la patria. Dantès conocerá en los rigores de sus trece años de cautiverio al abate Faria, un erudito sacerdote italiano que se convierte en su mentor y, en uno de esos episodios inmortales de la novela, le confía casi en su último estertor de muerte el escondite de un gran tesoro en la isla de Montecristo. Ése iba a ser el salvoconducto vital de Dantès, una fortuna que se acercaba a lo que hoy serían aproximadamente unos quince mil millones de euros. Una década después de su llegada a Marsella, Dantès estaba ya dispuesto a poner en práctica la estudiada venganza contra las personas que propiciaron su injusta perdición. Ya sin esperanza por el amor de Mercédès, que acaba casada con Fernando, Edmond se enamora con el tiempo de su jovencísima esclava griega Haydée, no sin antes dejar constancia de su regreso e impartir el ajusticiamiento de sus deshonestos malhechores bajo mil y un disfraces y personalidades, a pesar de que no todos los planes resultan tal y como hubiera deseado el protagonista.

Uno va tomando notas durante la senda que abre esta novela inmensa —en todos los sentidos—, y en el transcurso del viaje se impone una evidencia: el tiempo no pasa para las historias inmortales, a pesar de que por momentos las páginas pesen más de lo recordado en la primera lectura de infancia. Tal vez seamos la última generación de lectores en acumular ciertas lecturas juveniles en nuestro acervo bibliográfico, en nuestras biografía lectora que tanto tiene que ver con Julio Verne, Emilio Salgari, Robert Louis Stevenson, Alejandro Dumas (nunca fue Alexandre para nosotros en aquellos tiempos remotos), Edmundo de Amicis o William Harrison Ainsworth, este último sólo si el asunto se concertaba con asuntos de estirpe. No entendimos entonces que las absorbentes cuitas del conde —ese falso culpable que tanto gustaba a Hitchcock— tenían que ver también con la usurpación del poder divino durante su intento por hacer justicia, ni tampoco que concernieran a asuntos morales en los que cobran especial relevancia la reflexión inusual sobre la felicidad, el retorno dispar del pasado, la piedad o las tentaciones de la omnipotencia de un ser humano sobre otro.

"Dumas avanza desde el arte hacia el territorio del best seller. Y como bien trata de restituir esta edición, no se trata de forraje libresco sino de verdadero alimento literario."

“Dantès sigue vivo. La grandeza de El conde de Montecristo reside en que su venganza, la única posible en aquel y en este mundo de tahúres y sinvergüenzas, también es la nuestra”, ha dejado dicho Arturo Pérez-Reverte sobre la inmortal novela de Dumas. Y es que el mundo de corrupciones financieras, políticas y judiciales, o lo que es lo mismo, especulación bursátil, tráfico de influencias y prevaricaciones varias en la Francia de la Restauración está muy cerca de nuestros desvelos contemporáneos. Andamos necesitados de muchos Dantès, pero sólo hay uno, y vive con nuevo brío en la traducción de Monreal, puesta al día del hoy para hoy. Su ejemplo, en cambio, tiene espacio en nuestras vidas, pues el conde libra en la ficción las luchas de cada uno de nosotros contra la tiranía de los malvados. No hace falta que venga un ángel exterminador, una deidad todopoderosa: Dumas hace de Ezequiel, Dantès es el Dios vengador contra los filisteos de este mundo (Jules Winnfield, en Pulp Fiction, le tomará el relevo por momentos, con su recitado mortal, mientras Vincent Vega, el otro ángel custodio, ni pestañea).

Página a página, el libro se va poblando de referencias a la Biblia, a Cicerón, a Virgilio, a Homero, a Horacio, a Voltaire, a Plutarco, a La Fontaine, a Cervantes, a Shakespeare, a Byron, a Racine, a Dante, a las Mil y una noches… a tantos y tantos autores y obras que circulaban con naturalidad en los días en que se imprimía la obra, que hoy resultaría osadía ofrecer tantas referencias al lector popular sin mostrar reparos por la falta de bagaje y perversión —por no decir olvido— de las fuentes clásicas que alimentan el texto con sus conexiones y comentarios. Al tiempo, Dumas, como si él mismo fuera un John Dos Passos avant la lettre, potencia con su prosa el efecto cinematográfico de la historia, y a modo de zoom que acerca al lector al transcurso inmediato de la acción, nos sumerge de lleno en las hazañas del infortunado conde: “Es preciso que nuestros lectores nos sigan a través de la única calle de ese pueblito y entren con nosotros en una de sus casas…”, cual fisgón empedernido, como las veces en que las que el narrador dice aquello de “dejemos a Danglars y sigamos a Dantès”, en un recurso que llega hasta el narrador chandleriano de El gran Lebowski de los Coen. Ello no quita para que aparezcan sentencias que dejan sin resuello: “El hecho es que soy demasiado feliz en este momento para estar alegre (…). La alegría produce a veces un efecto tan extraño que oprime como el dolor”. Dumas avanza desde el arte hacia el territorio del best seller. Y como bien trata de restituir esta edición, no se trata de forraje libresco sino de verdadero alimento literario lo que se cuenta en las páginas de El conde de Montecristo. En lo esencial no ha cambiado. Tal vez la trama resulte excesivamente pormenorizada en ciertos asuntos y alambicada en otros, pero la sustancia permanece, lo bueno —que es muy bueno— queda, ahora envuelto en el cartoné entelado de esta ejemplar edición de la obra. Una verdadera radiografía del carácter del ser humano, clave para ver en ella lo que alienta todo clásico, esta vez alumbrando sin remilgos el despegue imparable del capitalismo moderno, donde el estado es más pobre que algunos de sus ciudadanos. Sin caer en el cinismo, habrá que estar preparados para cierto grado de ataraxia o de estoicismo de feria (como advertía Emile Cioran) y recordar aquel adagio que rezaba Nihil admirari, no dejarse sorprender por nada.

"Toda la sabiduría humana estará en estas dos palabras: Confiar y esperar. Sean osados, encomiéndense al irreductible Dumas y no desesperen."

La novela que le hubiera gustado escribir a Gabriel García Márquez y con la que tan bien se llevaba Umberto Eco pesa lo suyo (ya añadidas las más de 360 notas de la edición de Monreal). Pero no es un ladrillo, es un boomerang que regresa a nosotros una vez leído con su potencia intensificada tras los días de inmersión, como ocurre con esas buenas series televisivas, que es donde dicen que ahora se esconde el genio shakespeariano. No puede ser que una novela que da nombre al que los entendidos consideran el mejor habano del mundo —el nº 4, un petit corona confeccionado con cuatro variedades distintas de hojas— sea lo que algunos sugieren, un artefacto ilegible. Los torcedores a los que se les leían las hazañas del conde durante el trabajo como distracción y estímulo no pueden estar tan equivocados, dada la enorme productividad y finura con las que realizaban su trabajo. ¿Alguien habló de impaciencia en tiempos urgentes? El secreto que conduce al premio gordo tras la lectura consiste en confiar y esperar. Las palabras últimas de Dantès y la carta final, sin sentir que se destripa la novela o se desvela la peripecia, son elocuentes de lo que encierran las aventuras del insigne conde: “No hay ventura ni desgracia en el mundo, sino la comparación de un estado con otro, nada más. Solo el que ha experimentado la extrema desgracia puede sentir la suprema felicidad. Es preciso haber querido morir, Maximilien, para saber qué bello es vivir (…)». Toda la sabiduría humana estará en estas dos palabras: Confiar y esperar. Sean osados, encomiéndense al irreductible Dumas y no desesperen. Hay tremenda gozadera, como diría alguno de aquellos hiperestimulados torcedores de cigarros.

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Autor: Alexandre Dumas. TítuloEl conde de MontecristoEditorial: Navona. VentaAmazonFnac y Casa del libro

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