Cuando en 1975 la troupe cómica británica Monty Python rodaron Los caballeros de la tabla cuadrada (Monty Python and the Holy Grail, en su más sobrio título original), parecía imposible que en el futuro nadie más se atreviera a volver a enfrentarse a las leyendas artúricas en el cine, dado el riesgo de que alguna de sus nuevas escenas acabara recordando inevitablemente a los Caballeros que dicen Ni, a un escudero imitando ruidos de cascos de caballo usando dos mitades de coco, o a un torso con cabeza diciendo que perder cuatro miembros es solamente un rasguño. Y sin embargo, solo seis años después, John Boorman aceptaba el reto con una versión gótica, fantasiosa, plenamente literaria y tan quintaesencialmente ochentera que seguramente fue ella misma quien inventó la estética de los 80. Tomándose completamente en serio toda la magia, épica, sexo y violencia de Le Morte D’Arthur, de sir Thomas Malory, una refundición de todos los mitos de Arturo, Camelot y el Santo Grial hecha en el siglo XV, la película sube tanto la apuesta que hasta Carl Orff y Richard Wagner ayudan en el empeño. Alex Thomson fue nominado al Oscar a la mejor fotografía.
[Aviso de destripes a lanzazo de parte a parte en todo el texto]
Publicada en 1485, Le Morte D’Arthur está formada por varias traducciones de textos franceses del siglo XIII, junto a otras historias escritas en Middle English. Dividido en ocho partes, este recopilatorio trata todo el ciclo desde el nacimiento a la muerte de Arturo, pasando por el reinado de su padre Uther Pendragon, su guerra contra Lucius, emperador de Roma, las historias de Lanzarote y Ginebra, de Tristán e Isolda, y de Gareth, el hermano de Gawain, además de la búsqueda del Santo Grial y la creación, auge y declive de los Caballeros de la Tabla Redonda. De entre todos estos relatos, Boorman y su coguionista estadounidense, Rospo Pallenberg, entresacan un guion sólido, coherente y que se mueve a buen paso, haciendo que no se desaproveche ni un segundo de las dos horas y veinte minutos de duración (hay una versión doce minutos más corta, hecha para televisión, que elimina parte del sexo y la violencia original).
Boorman llevaba desde los años 60 intentando poner en pie esta película, y solo lo consiguió debido principalmente a dos motivos: el éxito de la saga Star Wars (aún sin ewoks) y el fracaso de su propio proyecto de adaptar El Señor de los Anillos. Por causa de lo primero, las productoras de todo el mundo empezaron a interesarse por el tipo de historias desmedidamente épicas y aventureras que los más alternativos años 70 habían dejado un tanto de lado, y recurrir a los maestros literarios originales representaba un atractivo evidente: cambias sables láser por espadas de las de toda la vida y ya tienes blockbuster nuevo. La primera mitad de los 80 vio un auténtico alud de espadones, bárbaros, brujos y caballeros desfilar por las pantallas de cine y las estanterías de los videoclubes. Y por causa de lo segundo, se logró que parte de los decorados y presupuesto de la fallida adaptación de Tolkien se pasaran, irónicamente, al tema artúrico. Y digo «irónicamente» porque, como es sabido, fue precisamente el disgusto de JRR Tolkien con los afrancesamientos de la mitología britana (en particular lo del Santo Grial) lo que le llevó a concebir en su mente una serie de relatos que imaginara, de alguna forma, cómo habría podido ser una saga mitológica puramente británica, tan reconocible y con sabor propio como la escandinava o la griega. Y de ahí nacieron la Tierra Media, Galadriel, Gollum, Bilbo, Frodo, mi primo Aragorn, Sauron, el Anillo Único (que no el único anillo) y todo lo demás. En definitiva, que el claro irlandés en medio de un bosque donde iba a estar Rivendel, una de las moradas de los elfos, acabó acogiendo un espacio para lidiar en justas, sacar espadas de una piedra y acusar a la reina de infidelidad conyugal.
Ni la recopilación de Malory ni el guion de la película están interesados de ninguna manera en búsquedas de exactitudes históricas ni puestas al día de ningún tipo. Ambos contienen errores históricos y anacronismos más o menos a propósito, como esas armaduras relucientes en plena «época oscura» y varios otros más. En vez de eso, el amor, la guerra y la religión son los tres troncos temáticos supremos, de los que pueden salir ramas a veces entrelazadas entre sí como la lujuria, la traición, el honor, el esfuerzo, la entrega, la avaricia, la responsabilidad personal o la búsqueda de la perfección.
Por ejemplo, una de las tesis centrales que recorre toda la película podría ser la de la equiparación, hasta niveles sobrenaturales, del rey con su reino. «Una tierra, un rey» es lo primero que dice Uther al conseguir Excalibur, a instancias de Merlin, para intentar someter a su enemigo Cornwall. Tras la muerte de Uther, Merlin le dirá a su hijo y sucesor, Arturo, que «si fracasas, la tierra perecerá y si triunfas la tierra florecerá». Cuando Lanzarote y Ginebra cometen adulterio y él se da cuenta de que Arturo lo sabe porque les ha clavado a Excalibur entre sus cuerpos desnudos en el bosque, su aterrada reacción es gritar: «El rey, sin espada; la tierra, sin rey». Más adelante, la tierra («the land», nunca se llama al país de ninguna manera, ni Inglaterra ni ninguna otra cosa, aunque sí aparecen otros nombres británicos, como Cornualles), tras años de prosperidad, cae en años de vacas flacas, al mismo tiempo que Arturo languidece, enfermo en su trono y confiando únicamente en el hallazgo del Grial para curarse. ¿Y cómo se culmina esta búsqueda? Cuando Perceval, el caballero más joven, el último que queda, inasequible al desaliento, aunque solo sea porque es lo único que le queda tras más de una década buscando, encuentra al fin la respuesta a la pregunta de cuál es el secreto de la Copa de Cristo: que «vos (Arturo) y la tierra sois uno». Es cierto que viendo esto, quien quiera puede hacer lecturas políticas ante el constante martilleo del tema de la unidad nacional, pero si las hay, están ahí no colocadas para instrucción moderna, sino como preocupaciones humanas desde antiguo, sobre todo cuando era cierto que la sola voluntad de una sola persona podía decidir el futuro próximo de su «tierra», y que por tanto su felicidad o desgracia eran responsabilidad suya.
Hablando de responsabilidad, ese es otro tema de largo recorrido: Uther ve como destino suyo el derrotar a todos sus enemigos y forjar una sola nación, llegando incluso a invocar la magia negra de Merlin para romper una tregua con Cornwall, violar a su mujer, engendrar a Arturo, reiniciar las guerras y perder en ellas su espada y su vida. Arturo, por su parte, una vez que saca la espada de la piedra, conoce su verdadera identidad y acaba aceptando su pesada carga, con Merlin como sibilino consejero y tomando decisiones basadas más en su papel de rey que otra cosa: de hecho, se da a entender que una razón de mucho peso para la infidelidad de su esposa Ginebra es el disgusto de ella cuando Arturo rechaza defenderla como campeón suyo en singular combate contra Gawain, escudándose en que no puede ser juez y parte al mismo tiempo. «¿Pones al rey antes que al marido, antes que al amor»?, le pregunta ella. Lanzarote, el otro acusado, gana el duelo, y es solo entonces cuando se produce el pecado que llevará a la debilidad del rey y a la ruina de su «tierra». Y hablando de responsabilidad, está finalmente la de los caballeros al completo, a los que casi nunca se ve sin su armadura: la llevan en los banquetes, la llevan durmiendo bajo un árbol, e incluso Uther la lleva al violar a Igrayne (interpretada, a todo esto, por la hija del director, Katrine Boorman, entonces de 22 años de edad, con sus escenas de desnudos explícitos y todo). Tanto se pone el acento en que la lleven a todas horas que seguramente debe de ser simbólico que Perceval tenga que despojarse de ella para evitar ahogarse y así encontrar fuerzas para intentar, esta vez con éxito, hallar el Grial tras una escena que puede recordar incluso a un nuevo evento bautismal.
Merlin es otra de las cosas que merece comentario. Mientras que para los demás papeles se buscó a actores mayormente desconocidos por toda Inglaterra e Irlanda, donde se rodó la película (cinco meses sin casi parar de llover), para Merlin se escogió a uno de los actores más conocidos en el país en ese momento, el escocés Nicol Williamson, muy famoso sobre todo como intérprete de Shakespeare. Su recreación del personaje, desde su atuendo hasta su voz, ha sido siempre desde entonces una clara influencia a la hora de recrear desde nuevos puntos de vista a conocidos iconos del cine y del teatro en el futuro. Su extraño casquete metálico vino simplemente porque rehusó afeitarse la cabeza, como quería Boorman, y su voz, afectada y cantarina casi hasta llegar a la parodia, resultará todo un shock para quien haya visto primero la versión doblada al castellano. Su versión del mago Merlin (pronunciado «Mérlin» en el doblaje, como también «Excalibór») es alguien que da consejos y luego se aparta, que chantajea con favores (facilito que te tires a Igrayne, pero luego dame a tu primer hijo) y que en realidad, cual elfo de la Tercera Edad, está viendo que la pujanza del cristianismo se va a cargar los valores ancestrales que él había recibido, y que desde ahora un Dios único residente en lo alto sustituirá a una multiplicidad de deidades basadas en lo natural y en la famosa «tierra» de siempre, que sí pueden llegar a tener poderes mágicos provenientes de serpientes y dragones a quienes resulta muy costoso para la salud llamar a tu servicio. Así que ahora solo desea intentarlo una última vez con Arturo, a quien protege de pasar por una niñez sin padre y rodeado de peligrosos enemigos, colocándolo con una familia de acogida, y una vez que lo sitúa como rey, va haciendo mutis por el foro, no sin antes hacer una última jugarreta maestra, con Morgana como víctima. Sin embargo, también se hace ver que no siempre domina y predice todo lo que va a ocurrir. El mismo Arturo lo sorprende varias veces: una cuando encuentra la manera de sofocar la rebelión de Sir Uryens haciendo que sea el propio rebelde quien lo arme caballero usando Excalibur nada menos («en el nombre de Dios, San Miguel y San Jorge»); otra cuando, poseído por una desacostumbrada ira contra Lanzarote, rompe la espada luchando con él (menos mal que estaba ahí la Dama del Lago al quite); y otra cuando al muchacho le da por enamorarse nada más llegar al trono, con todo lo que hay por hacer aún. Y en fin, es curioso que hoy en día el tema de la fama es al revés: a Williamson casi nadie lo conoce de otra cosa, mientras que los desconocidos o directamente debutantes como Helen Mirren (Morgana), Patrick Stewart (Leondegrance, padre de Ginebra), y los irlandeses Liam Neeson (Sir Gawain) y Gabriel Byrne (Uther) se han convertido en estrellas internacionales y protagonistas de un documental sobre la película hecho en 2014.
La película, vista hoy en día, se nota que está muy cuidada, pero también que se ha ido oxidando un poco. El sonido, por ejemplo, es atroz, con unos diálogos regrabados en la versión original que no coinciden del todo con las imágenes, o unos efectos de sonido, en particular las armaduras, que parece que los está haciendo alguien en ese mismo momento detrás de tu pantalla, como hacían los pianistas del mudo en los primeros cines. También hay un par de efectos visuales, sobre todo un rayo sobre cielo negro, que los Python habrían rechazado por demasiado cutre. El diseño de vestuario y la cinematografía son exagerados aposta, con esas armaduras que hacen daño a la vista de lo que brillan, esos filtros a lo periodo tardío de Sara Montiel y esos relumbrones rojos y verdes, pero es que se trata de hacer, prácticamente, ópera, y por eso no solo funcionan sino que se te quedan en la memoria. A cambio de la falta de mesura en ocasiones, es un film que deja en el recuerdo bellas y épicas imágenes, como Arturo atravesado por la lanza de Mordred ante un sol realzadamente rojo, Uther cruzando un neblinoso acantilado a lomos de su caballo y sostenido solamente «por tu lujuria», Uryens y Arturo cerrando diferencias en el río, Igrayne bailando ante un muro de guerreros en armadura, la segunda generación de caballeros saliendo de Camelot a los sones de Carmina Burana, Ginebra y Lanzarote con la espada clavada entre ellos, Merlin y luego Morgana invocando al dragón con su mantra en macarrónico irlandés antiguo («anál nazráj, urzvás bezád, dojiél dienvé»), o mi favorita, que es el bebé Arturo agarrándose a la melena de su madre cuando Uther se lo arrebata a ella para dárselo a Merlin, y que es seguramente el momento actoral más logrado de todo el metraje. Cada uno tendrá la suya y alguna más, pero luego cuando se vuelve a ver, resulta a la vez más chirriante de lo que se la recordaba y por otro lado aún más fascinante.
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