En estos momentos turbios e imprecisos que vivimos, uno se pregunta si en un tiempo que esquivaba la censura (el de nuestra Transición) era posible la permanencia en una televisión pública de un programa dedicado solo a libros. La respuesta es unánime: Encuentros con las letras. El programa, dirigido por Carlos Vélez, alcanzó el millón y medio de espectadores a finales de los 70.
En un tiempo en el que primaba la conversación frente al share, el debate frente a la guerra por aumentar el target, Carlos Vélez realizó una apuesta que hoy consideraríamos descabellada: Encuentros con las letras, un espacio por y para libros sin distinción, programa que se mantuvo cinco años en parrilla, que sorteó la censura y que tuvo en nómina a los mejores comunicadores y escritores de la época.
Su hija, Lea Vélez, encuadernó en papel las voces de la cultura durante la Transición. Dice en un momento de la obra: «Los Vélez amamos eso que siempre desaparece de la historia». Encuentros con las letras fue uno de los programas pioneros de la difusión de la cultura al margen del mainstream en nuestro país. En esa línea ha trabajado durante 20 años la autora, repasando 500 horas de conversación con autores de diferente rango y prestigio.
Lea Vélez ha desmenuzado con tesón el contenido de las cintas que encontró durante una mudanza. Su padre había fallecido y, junto a su marido, se dispuso a vaciar de recuerdos la casa familiar. Parece que los seres queridos nunca se van mientras se mantiene vivo el texto escrito, la voz grabada, los objetos en los que pervive su olor. Amar implica ser percibido. Fiel a esa máxima con la que se descubre en las páginas de esta historia, Lea ama lo que está destinado a desaparecer. Para que sobreviva.
Entonces, 20 años atrás, no contaba con encontrar en la vieja bodega el testimonio de la historia que ayudó a crear su padre. Carlos Vélez y María Luisa Martín salvaguardaron la cultura de la época al cobijo de su refugio personal, al margen de los últimos coletazos de censura.
La voz de la cultura en España se conservó a escasos metros de su habitación de niña, a escasos metros de sus sueños de adolescente, se deslizó entre las horas que sus padres robaron a la familia para dejar esa huella en una sociedad que abrazó emocionada los Encuentros de Vélez.
Lea Vélez encuadernó en papel los recuerdos de su niñez, el dibujo apasionado de una España que se comenzaba a bañar en luz. En este empeño personal la acompaña la editorial Sílex, que publicó a finales de 2017 La Olivetti, la espía y el loro. No es una novela ni un diario, no es una sucesión de transcripciones de entrevistas, no otorga concesiones ni perdona la traición, La Olivetti, la espía y el loro es un texto sublime, árido y único. Imprescindible.
Vélez entreteje con gran oficio entrevistas grabadas y otras que permanecen en sus recuerdos más vívidos. Y ese tejido de palabras se convierte en un atrevido puzle de la memoria personal de los Vélez, de la memoria literaria de un país cuya televisión no ha concedido aún el espacio merecido a las letras. Y que no ha pedido perdón por olvidarlas.
Este artefacto literario, íntimo y transgresor revive –reaviva– el espíritu que movió a los intelectuales y letraheridos de los 70, el espíritu de Encuentros que, como todo lo bueno que hay en la vida, murió demasiado pronto.
Si hoy continuase en antena el programa casi con seguridad habrían grabado más de una entrevista en el café Comercial, refugio y trinchera de escritores de todos los tiempos: Cela, Jardiel Poncela o Blas de Otero, que también hacen suyas las páginas de esta obra y a quienes Lea consideró desde niña parte de su familia.
Pocos días después de la presentación de esta obra en Madrid, Lea Vélez se cita con Zenda en el Comercial y, junto al tráfico que no cesa, habla de libros y recuerdos, de la Olivetti en la cocina, sus juegos de niña y el loro, las patadas desde la litera y de cómo un programa de televisión fue fijando la historia de la literatura de habla española.
Comenzamos.
¿Quién es Lea Vélez? ¿Cuántas Lea Vélez nos quedan por conocer?
Lea Vélez no sabe quién es Lea Vélez. Lea Vélez en realidad es un pseudónimo (risas). Precisamente este libro es una exploración a esa incógnita, a tratar de entender cómo es que yo –que siempre he pensado, por la dinámica familiar, que era la niña pequeña, la que no le gustaba leer, la que tenía menor proyección literaria…– he acabado siendo la escritora, una escritora además con una adicción insana a la escritura y una pasión por la escritura y por la literatura que jamás pensé que esa niña tendría. ¿Quién es? En el libro queda más o menos claro, gracias a esa indagación que hago sobre mí misma.
En la presentación de su libro dijo su editora, Cristina Pineda, que estaba usted inaugurando un género, ¿lo ve así?
(Risas) Me gustó mucho esa frase. Creo que no lo inauguro yo, pero seguramente soy de las primeras que arriesgan a hacer algo tan heterodoxo como unir pedazos para contar una historia. Es algo que se hace habitualmente en los documentales, se hace habitualmente en el cine –lo hacemos los guionistas cuando escribimos, porque escribimos en secuencias– , pero no se hace de una manera narrativa, o por lo menos hay muy pocos casos. Aunque los hay bastante sonados, no es algo que yo me haya inventado, ni mucho menos. Pero me gustó, la frase me hizo gracia.
Una especie de melancolía, de nostalgia recorre el libro. Usted ha confesado que hace prosa musical. Este libro suena a tango y a quejido de guitarra española, ¿cómo eligió los fragmentos de las entrevistas que aparecen recogidos en esta obra?
Por puro instinto. Me puse a escuchar cintas y transcribí pedazos concretos que me gustaban muchísimo. No se pueden transcribir mil horas y luego, una vez que tienes todo el material decir: «Bueno, a ver ahora qué escojo». Mi forma de proceder fue esa: ir cazando lo que sintonizaba conmigo, lo que expresaba cosas que me sorprendían o chocaban. Soy como un detector de metales que pita cuando escucha que hay oro. Lo que sí fue más difícil fue engarzar los trozos, quería que todo tuviese una unidad, que tuviera solución de continuidad. Si no, habría sido un Frankenstein (ya lo es) con un mecanismo roto. Armarlo y que fuera un mecanismo que funcionara fue lo verdaderamente complicado.
Esta obra es un acercamiento a la literatura actual a través del programa que dirigió su padre. ¿Cómo lo ha hecho?¿Qué recursos narrativos le han servido?
Leí hace mucho tiempo un trabajo universitario que hizo un profesor de universidad sobre Encuentros con las letras que es estupendo y está muy bien documentado. Al leerlo dije: “Esto ya se ha hecho”. Contarlo periodísticamente ya se había hecho, ¡pero es que yo lo había vivido! Yo tenía las anécdotas familiares, los recuerdos de ciertas cosas a las que este profesor no podía tener acceso… Así que me puse inmediatamente en la posición de “voy a contarlo desde mi punto de vista”. Es imposible contar de manera periodística el amor que siento por mi padre y por mi madre, yo era muy consciente de eso y no iba a ocultarlo, no iba a tratar de ser imparcial. Es absurdo pretender que iba a conseguirlo.
Entonces decidí todo lo contrario: no sólo no iba a ser imparcial, sino que iba a ser tan parcial que el libro iba a tratar sobre nosotros como familia. La parte de investigación sí es periodística. Me gustaba mucho una cosa que heredé de mi padre, la metaliteratura, el mostrar las costuras, las tomas falsas. Es algo que hago en todas mis novelas, una especie de manía que tengo. Siempre hay un narrador que forma parte del libro y que está contando o está escribiendo un diario o está viendo desde fuera al tiempo que está dentro de la narración. Así que decidí hacer eso, porque además las cintas estaban llenas de tomas falsas, y eran también un material que por sí mismo tenía una historia interesante que contar. Decidí hacerlo así.
Al hacerlo a base de entrevistas, en principio no quería tener una voz de narradora dentro del libro, quería contarlo todo a base de patchwork. Pero no me fue posible, tenía que guiar al lector para que no se perdiera. Empecé a ir hablando más, a medida que avanza el libro hay una narradora que va contando más cosas y también porque, curiosamente, a medida que avanzaba el libro (porque el libro se va escribiendo según voy yo escuchando las cintas, no las escucho todas y cojo los trozos que me gustan), voy recordando más cosas y me voy convirtiendo en más protagonista de los recuerdos del programa y la experiencia para la que se hizo el libro: descubrir dónde reside la vocación y –yo estaba en un periodo de transición– si esa transición era la correcta.
Al leer el libro he tenido en mi cabeza todo el tiempo el mito platónico de la caverna, el vivir continua y culturalmente en las sombras. Y está ese alguien que ha salido fuera de la caverna y alumbra con lo que es real. ¿Podría ser este el proyecto por el que inconscientemente nació el libro?
No lo sé. Como con todo, con la educación, con la cultura, con la literatura, hay una imagen y hay una realidad. La imagen es más glamourosa, la que se muestra en los medios, y luego está la imagen real.
Encuentros con las letras daba las dos, la imagen glamourosa y la real (las costuras, aquí no se dan los buenos días ni las buenas tardes porque ya se las han dado en el camerino, y aquí empezamos a hablar). Eso tenía mucha verdad.
He vivido la literatura de esa manera, como algo real, no como algo mítico, dentro de que pueda tener mis mitos o no. La realidad puede tener también su glamour. Yo era muy consciente de que mi realidad era interesante, no por ser mía, sino porque mostraba la cara distinta de la moneda que ve habitualmente la gente.
Creo que la cultura de la Transición fue enorme y Encuentros con las letras fue un catalizador que movilizó muchas otras cosas en la prensa, por ejemplo, y en otros medios, que movilizó las mentes de jóvenes que se convirtieron en grandes de las letras de este país.
Nos resulta difícil imaginar que esto pudiera ser así. Ahora creemos que todo es cultura, que tenemos un acceso a la cultura facilísimo, con dar un botón. En aquella época no lo había, era difícil ese acceso masivo a la cultura.
Pretendo divertirme, pretendo examinarme a mí misma, que sea ameno el libro y, sobre todo, he descubierto un tesoro que creo que es necesario compartir. Hay una visión gris de la Transición, pero fue un momento, para mucha gente, de gran ilusión, de proyectos grandes, apasionantes y la cultura no cambia. Los críticos literarios que iban al programa dicen exactamente las mismas cosas que los críticos de hoy, no sobre un libro concreto, sino esa queja infinita sobre lo mal que está la cultura. Y en cada generación es exactamente la misma queja. Eso me hizo gracia descubrirlo, que no había cambiado nada.
¿Cuál fue el detonante que le hizo pensar “ahora o nunca” a la hora de escribir este texto?
Murió mi padre. Al morir él, instintivamente me acerqué a las cintas. Las cintas ya las tenía, las había guardado con cuidado, pero no se me había ocurrido escucharlas. Para mí Encuentros con las letras era algo lejano, aunque la gente lo tenía como algo estupendo. Para mí, mi recuerdo de niña con seis años, era un programa de adultos muy rollo hablando de cosas muy rollo. Con la edad lo he ido apreciando y lo he entendido.
Comencé a escuchar las cintas a la muerte de mi padre, por superar el duelo, por curiosidad, por nostalgia… Descubrí una historia fantástica, descubrí que era para mí una terapia de grupo. Lo decía el otro día en la presentación: yo estaba sentada en la chaise longue del psiquiatra y a mi alrededor tenía a todos estos señores, alguna señora también, hablando de temas que me llegaban totalmente porque yo también soy escritora. Hablaban de cómo empezaron, de cómo fue su infancia, de las inseguridades que han tenido… Había algunos (que me encantaban, que están en el libro) que habían cambiado de profesión varias veces, que habían tratado de hacer esto a la vez que aquello. Me pareció fantástico, me dije: “Pero bueno, si esto es Escritores Anónimos.”
¿Escribir este libro es revivir a su padre? ¿Cómo ha sentido, de manera personal, todo el proceso?
No. Es reivindicar una pasión que tuvo, reivindicar que hay personas, o ha habido personas, que han hecho cosas fantásticas por la cultura y que caen en el olvido cuando dejan de tener ese espacio cultural.
Hay mucho de eso en el mundo de la literatura. En el momento en que alguien no te interesa para que te haga una crítica, para que te saque en un periódico, para que te saque en televisión,… de pronto ya no te interesa para nada más. Es muy injusto. Las relaciones entre nosotros, autores y críticos, son muy estrechas y no deberían caer en la necesidad laboral.
Mi padre en el momento en que deja el programa cae en el olvido. No es que eso sea un problema o un trauma para nadie, pero te revela una situación extraña, anómala, que es la que se produce en estos círculos literarios. Yo quería recordar y contarlo desde un punto de vista moderno. Quería mostrar, entre otras cosas, lo rica que había sido la cultura televisiva de los 70 en comparación con la actual.
En el fondo no es rescatar a mi padre ni revivirlo, sino contar una cosa que para mí es extraordinaria.
¿Cuánto hay de real en el libro y cuánto de ensoñación?
Todo es real. Nada es imaginado. No hay nada ficcionado. La única ficción es la prosa, que uno puede tenerla más cantarina o más seria, y es también una manera de ficción la música de una prosa. Cuando algo es literario de alguna manera lo elevas a la categoría de ficción. Por ejemplo, el personaje que es la clave de una traición, de la traición, es una historia muy edípica, absolutamente literaria, eso fue todo real, pero para mí es literario, es como una ficción. Si alguien me pregunta si no me da cosa contar eso, pues mira, me la daba hasta que entendí que era un personaje, que esa persona no es real en mi mente. Lo ha sido, pero ahora no lo es. La frontera entre realidad y ficción nunca ha estado muy clara.
Decía Blas de Otero: «Si he perdido la vida, el tiempo, todo / lo que tiré, como un anillo, al agua, / si he perdido la voz en la maleza, / me queda la palabra». ¿Qué poso desea que deje este texto en el lector?
Que inspire. Me parecía tan inspirador escuchar los fragmentos de vida, las anécdotas, los testimonios de la guerra, los testimonios del exilio… Los pequeños fragmentos que he seleccionado me resultan tan inspiradores que creí que serían inspiradores para el lector.
Nada me agrada más que leer un libro que me inspira y me motiva y que hace que me ponga a escribir, por ejemplo. Ese sería el objetivo cumplido.
Este libro reabre heridas ya secas y saca a la luz una traición que sufrió su padre y que tiempo después se repitió en Sánchez Dragó. ¿Es este libro un ajuste de cuentas?
No, no, no, no, no. No, en absoluto. Si hubiera sido un ajuste de cuentas habría contado más, muchas más cosas que no he contado y me he callado… He contado lo que me parece más bello. Creo que en esa traición también había mucha amistad y había mucho amor. Y creo que un lector literario lo va a leer desde ese punto de vista. No hay buenos ni malos, hay un drama griego que se resuelve bien, acaba bien.
Lo que hay, si acaso, es mostrar lo frágil que es este mundo literario nuestro, o el de cualquier profesión, en el que el ego, la necesidad de triunfar, la necesidad de figurar, la inseguridad en el propio talento, nos hace comportarnos a veces, en todas las generaciones, de esta forma. Es un paradigma.
En su obra se muestra el peso de las etiquetas en el sector audiovisual y en el cultural. ¿Cómo cree que ha cambiado esto en los últimos años? ¿O no lo ha hecho?
Las etiquetas, las banderas, los colores… ciegan la realidad. En el momento en que todo lo reduces a un símbolo o a una palabra es absolutamente imposible comprender nada de manera profunda. Las etiquetas son un problema, porque todos tendemos a usarlas, hasta los “anti etiquetas” usamos etiquetas. Los prejuicios los tenemos todos. Para eso están los libros precisamente, para que no sean etiquetas, ¡aunque luego los libros los etiqueten! (risas). Pero en el momento en que lees el libro ya desetiquetas y ese es uno de los motivos por los que me he dedicado a la escritura, para profundizar en las cosas.
¿Siguen existiendo “listas negras” para los que se dedican a la cultura o la difusión de la cultura?
No sé. Creo que no. Listas personales seguro que sí que hay, pero listas negras… En realidad las “listas negras” no sé cómo han funcionado en el pasado. Cuento los casos que tocaron de cerca a mi familia y cómo se comportó mi padre en esa ocasión. Sé poco de listas negras, yo siempre procuro estar en las buenas listas, por si acaso.
¿Cree que aún existe una cultura de élite y una cultura de masas?
No sé qué es la cultura de masas. Creo que la cultura de élite es la cultura inaccesible para quienes quieren acceder a ella. Y eso es elitismo, un desprecio a todo lo que no está dentro de ese círculo. ¿Existe el elitismo? Sí. ¿Existe lo contrario? También.
Mi padre en concreto trataba de ser una persona con una calidad universitaria para todo el mundo. Diría popularizar, en el sentido de hacer accesible algo, conseguir que sea un disfrute, y que sea demandado. Se popularizó la cultura con Encuentros con las letras, y la gente sintonizaba ese canal cuando podrían estar viendo la película de la primera cadena.
¿Podría explicar qué es la Olivetti, quién es la espía y qué es el loro?
Las cintas magnetofónicas eran unas cintas de trabajo que grababan todo lo que se decía en plató, como si pusieran micrófonos ocultos para una espía en el plató.
Mi madre, documentalista, periodista, hacía las crónicas, bastante detalladas, de lo que pasaba en el programa para enviarlas a la prensa. Era el evento cultural de la semana.
Mi madre trabajaba desde casa, escribía en esta máquina de escribir, en esta Olivetti (Lea señala la máquina que reposa a su lado), hacía las crónicas en la mesa de la cocina y yo jugaba en la cocina, debajo de esa mesa y lo escuchaba.
La espía es mi madre (tenía los micrófonos ocultos en el plató) y la espía también soy yo, porque con los años he escuchado las cintas y soy como una espía. Si te vas a la definición del diccionario de espía, descubres que es alguien que escucha algo y recaba información para contárselo a los demás. Y esto es lo que hacemos los escritores. Aunque no todos sepamos que somos escritores hasta bien entrada nuestra cuarentena.
El loro es un libro que aparece en el programa cuando entrevistan a Jaime Salinas y que yo redescubro gracias a escuchar las cintas y recuerdo, con una intensidad enorme, que es el libro que más me marcó en la infancia. Y que además recibí de manos del propio Jaime Salinas. Mi padre me contó además la historia de los exiliados, quién era Moreno Villa… El libro es de Moreno Villa, es una recopilación de canciones populares, de poemillas, coplas, adivinanzas. Es muy simbólico de todo lo que ha significado Encuentros con las letras.
Se podría decir que ha escrito el libro desde la propia trastienda de Encuentros. ¿Ha sido posible la objetividad en La Olivetti, la espía y el loro?
No. No pretendí ser objetiva. O sí, de alguna manera. Como no quería decir en ningún momento «¡qué bueno era tal programa, qué bien hecho estaba!”, porque eso habría sido mala literatura y además, ¿quién me va a creer a mí?, por eso el formato es el que es. Por eso pongo directamente los cortes de las cintas magnetofónicas, para que el lector juzgue por sí mismo, lea esto y diga “¡caray!, esto era muy bueno”.
¿Dónde están los límites entre vida y literatura?¿Dónde termina una y comienza la otra? ¿Podría existir la una sin la otra?
No tengo límites. Todo lo vivo de manera literaria. Para mí la literatura es un resumen de la realidad. Es poner una vida en 200 páginas. Le tenemos demasiado poco respeto a la realidad y creemos que la realidad es muy poco literaria. Para mí es el generador de toda mi literatura.
¿Tenemos todos una novela dentro?
No creo. Habrá quien tenga una novela, habrá quien tenga arte plástico, habrá quien tenga chistes… No creo, no creo que haya una democracia de las profesiones.
Dijo Rosa Montero en Encuentros con las letras que “la literatura es algo a lo que aún tiene miedo”, ¿y usted?
No, ya no. En realidad nunca le he tenido miedo. Le tengo más miedo al mundo literario que a la literatura, quizá porque lo he conocido demasiado bien (risas) y sabía de lo que era capaz.
¿Qué batallas aún quedan por ganar a la hora de recuperar el espacio perdido por la cultura en los medios de comunicación, o a la hora de reivindicar un mayor espacio en la programación?
Nunca existió ese espacio. Por tanto no se ha perdido. Encuentros con las letras fue una anomalía, fue un cúmulo de circunstancias: acababa de morir Franco, apetecía abrir todos los armarios y ver qué contenían, entrar en los desvanes y ver qué habían dejado allí nuestros padres ahora que se puede hablar de ello; apetecía desnudarse, apetecía restaurar las heridas. Se creó un cúmulo de circunstancias y hubo una persona que tuvo la fuerza, la visión y el apoyo de su mujer para conseguirlo. Sin mi padre no existiría Encuentros con las letras y estaríamos exactamente donde estamos ahora. Es muy difícil hacer un programa cultural con esa calidad, lleva muchos golpes, mucha pasión, muchas horas… No merece la pena humanamente perder años de vida para levantar algo así.
¿Cómo explicaría a una generación nacida a partir de los años 80 lo que era Encuentros con las letras?
Lo he explicado en el libro porque la verdadera literatura es algo inmortal. Encuentros era un programa que tenía el espíritu de conservar al hombre, no tanto de conservar su obra. Tenía un espíritu de indagar en la naturaleza del hombre, eso es lo que lo hace inmortal y lo que hace que al leer el libro te transporta a esa época y lo hace de un modo muy literario. El libro te transporta a un lugar que no sospechas que existió. Este es un libro para entender la parte cultural de la Transición y descubrir una Transición muy rica y muy visual.
¿Qué cree que consiguió su padre, Carlos Vélez, con Encuentros?
Él y sus colaboradores consiguieron dinamizar el interés por la cultura, hacer que fuera algo apetecible. Calmar la sed de mucha gente que vive por y para la literatura (recibía mi padre muchas cartas: de bibliotecarios, libreros, profesores, personas con pasión por los libros, personas anónimas…). Ahora calmamos la sed de muchas otras maneras, en la red, nos metemos en foros, leemos entrevistas a los autores en varios formatos… En aquella época no existía todo eso: la oportunidad de ver, de tocar de alguna forma a los grandes y pequeños autores que hablaban de esa manera, con esa humanidad de su oficio… era un disfrute enorme.
¿Quiénes serían hoy día los herederos de este programa?
No tengo idea. Es que fue una anomalía. Es muy difícil. Sorpresivamente Sánchez Dragó sigue ahí, es incombustible. Es curioso. Él sí que mantiene el espíritu de Encuentros con las letras: charlar amenamente sobre libros.
Hay que acostumbrar al espectador a que tenga la paciencia de estar escuchando a dos personas que hablan. Ahora hay tertulias muy buenas en Televisión Española, de cine, que es un tema que se presta mucho más a la televisión, porque claro, puedes poner cortes, imágenes, escenas de películas, y lo escuchas con interés. Con la literatura sucede lo mismo, lo que ocurre es que existe la mentalidad de que no. Si eso nunca cambia… Bueno, a lo mejor cambia, a lo mejor hay otra anomalía, esperemos que surja.
Encuentros con las letras sorteó la censura, incluso un veto interno de colaboradores de ideologías diferentes. ¿Qué tipo de censura cree que afectó más a su padre?
La censura no le afectó especialmente. Le afectó en el momento en que se producían estas censuras. Se producía un dolor de cabeza en la cabeza de un jefe que no quería que le doliera la cabeza. No quería estar en medio de la disputa política. Mi padre estaba en medio de todas las guerras, era la cabeza visible, y le afectaba todo lo que acontecía alrededor.
¿Qué considera peor para un país, una mala política o una mala literatura?
Esto era lo que no era capaz de decidir Semprún (risas).
El libro ha hecho la entrevista…
Victoria Iglesias [fotógrafa de la entrevista] apunta: «Voy a tener que leerlo».
Esto es un gran debate. Creo que la mala literatura, sin duda. La política es absolutamente efímera, y la literatura, la buena literatura, no lo es, pasa inconsciente a la siguiente generación. Semprún dijo esa frase porque estaba metido en política, yo no, por eso me parece la política mucho más efímera.
Esta obra es la reivindicación de la figura de su padre y sus coetáneos. ¿Qué dijo él o cómo se tomó el hecho de que eliminasen su programa? ¿Cómo se lo tomaron en el seno familiar?
Mi padre no dijo nada. Estaba fastidiado. No recuerdo que dijera nada concreto. Recuerdo que fue una cosa dolorosa, había sido una pasión, una felicidad. También fue doloroso que un amigo le traicionase, eso le hizo pensar que no merecía la pena tanto sufrimiento, tanto agotamiento, tantas horas sin dormir para que llegara esto. Mi padre yo creo que se encogió de hombros y dijo: ”Bueno, a otra cosa”.
“El cisne negro”, la masculinidad en la literatura… Ahora se lleva mucho hablar de la literatura cipotuda cuando este deje de masculinidad –cuenta en este título– ha existido siempre.
Sí. La masculinidad en las novelas de aventuras es la tónica. En la literatura juvenil que me tocó a mí los protagonistas eran chicos. Igual que soy consciente de que me dedico a la escritura y de que estudié periodismo por culpa de esta máquina de escribir (Lea acaricia la Olivetti) y porque estaba debajo de esa mesa oyendo el tap-tap-tap y eso me programó con sistema binario el cerebro para hacer una cosa determinada, creo que no me identificaba con esos personajes masculinos. Leer era una inspiración al juego, igual que lo es ahora. Cuando leo algo que me gusta tengo unas ganas locas de ponerme a escribir, que no es más que jugar con tus muñecas, poner voces y hacer que ocurran cosas.
No me gustaba la literatura juvenil que había; mi hermano en cambio devoraba todo y disfrutaba muchísimo. No fue hasta El cisne negro [de Sabatini] que fue una puñetera carambola, que es una pirata que se disfraza de hombre para ser la capitana de un barco. Aquello me pareció la bomba, yo quería ser esa señora y ya nunca he dejado de ser la capitana de El cisne negro.
¿En literatura importa más lo que se dice o lo que se oculta?
Según Hemingway es lo que se oculta. Creo que hay que ocultar mucho y revelar lo justo. Y lo que revelas tiene que ser muy particular, ha de ser lo interesante, muy evocador de lo que no revelas. Tiene un punto sexy la literatura. La literatura debe ser sexy. La desnudez total es sexy. En la literatura en realidad todo es sexy, basta con escribir bien y tener algo que contar.
¿Este libro es un inventario de la memoria o un elogio del desencanto?
No. Es una indagación. Es una terapia de grupo, insisto. Una terapia que beneficia a cada uno del grupo. En este caso a los demás no, porque no sabían que estaban en terapia, los tenía grabados y no han disfrutado del placer de departir conmigo. Pero yo sí he disfrutado del placer de departir con todos ellos. Es una exploración de la mente de un escritor. Se podría haber titulado “La biografía del escritor anónimo”. Porque yo soy un poco anónima, no es mi biografía, pero sí me pongo como de conejillo de indias para expresar a partir de las cosas que me han pasado: inseguridades, necesidades, miedos, aciertos, fallos…, de un escritor o de alguien que aspira a ser escritor.
Arranca el libro con una transcripción de una entrevista que José Luis Jover realiza a Borges. En ella se habla de Alonso Quijano. Como en el célebre pasaje de El Quijote, ¿qué libros salvaría de la quema?
El Quijote es un buen libro para salvar de la quema. Salvaría mis libros (risas) y salvaría las Las 1000 mejores poesías en lengua castellana. La poesía puede inspirar novelas enteras, una sola poesía.
¿Qué libros han permanecido a su lado a lo largo de la vida? ¿Qué encontró en ellos que les hizo “quedarse”?
El de 1000 mejores poesías y la Antología de los cuentos policiacos y de terror, de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo, un libro también de fragmentos.
En mi casa había muchas antologías, las antologías son fantásticos libros, nunca te desprendes de una antología. Son libros de consulta, no los vas a regalar.
Estos dos libros me han marcado la forma de escribir. También las obras de Poe (en el sentido de que son también cuentos, son también poemas y pueden ser libros de fragmentos).
¿Ojear un libro es una forma de felicidad?
Borges estaba muy entusiasmado con eso, yo no tanto. Para mí es más feliz escribir que ojear los libros, me gusta, me parece agradable, pero no… Lo que sí es para mí una costumbre o forma de felicidad. es tener los libros alrededor: vivir con libros.
***
Concluye la conversación y apuramos las bebidas. Lea guarda con cuidado la Olivetti que da nombre a su historia. La de su familia y la de la cultura de todos nosotros. A nuestro lado una pareja discute y sonreímos, una muestra más de las costuras que nos rodean aunque no nos demos cuenta.
Lea Vélez se escurre del cliché de guionista o novelista y alterna en su trayectoria diversos géneros. Ha trabajado durante décadas dando forma a vidas ajenas en televisión y hoy día lo hace en sus novelas. Podría decirse de ella que es una escritora de retos. En éste, que perfila ahora su horizonte, el objetivo es crear un soporte digno y duradero para Encuentros con las letras. Para que sobreviva.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: