En el Hay de Cartagena acompañando a E. Yo sólo participo de refilón, invitado por el Centro Cultural Español a proyectar el documental. Así que tengo más tiempo de lo habitual en encuentros de este tipo. Salvo un par de entrevistas y la proyección, tengo poco que hacer. Voy a los actos de E., converso con gente, escucho las intervenciones de otros escritores.
Por ejemplo, la que mantienen Juan Gabriel Vásquez y Sergio del Molino. Resultan inteligentes y a la vez divertidos, amenos pero no banales. Lamento no haber llevado un cuaderno o un ordenador para anotar algunas ideas interesantes.
En otro encuentro, oigo a una escritora hacer afirmaciones que me parecen totalmente descabelladas, basadas en informaciones erróneas; lanza alegatos a favor de acciones por completo alejadas de la realidad. Me llena de desaliento que en cuanto termina alguna de sus intervenciones buena parte del público aplaude entusiasmado. Está claro que tiene más éxito decir lo que a la gente le gusta oír —aunque sin duda saben que no es cierto— que confrontarla con la realidad. Como en la literatura, también en conferencias y coloquios la mayoría no busca la verdad sino el consuelo.
Me acuerdo ahora de aquel famoso diálogo de la película Johnny Guitar:
Johnny: Miénteme. Dime que me has esperado todos estos años.
Vienna: Te he esperado todos estos años.
Johnny: Dime que habrías muerto si yo no hubiera vuelto.
Vienna: Habría muerto si tú no hubieras vuelto.
Johnny: Dime que me quieres todavía, como yo te quiero.
Vienna: Te quiero todavía, como tú me quieres.
Y los espectadores también piden a gritos que les mientan, que les digan que es posible erradicar la violencia, que basta con querernos y cultivar el amor por la naturaleza y por el prójimo. Aplausos. Tremendo.
Me llevo unos cuantos libros del Hay. Pájaro de piedra, un libro de poemas que me regala Bibiana Bernal, poeta y editora colombiana; lo leo en el avión y descubro algún poema que me parece notable; La perra, de Pilar Quintana, una novela intensa y contenida, tremendamente triste, desesperanzada, en la que todo oprime y pesa sobre el ánimo: la lluvia, el calor, los mosquitos, un marido agresivo, la culpa, sobre todo la culpa. También me llevo y leo Nuestro mundo muerto, un libro de relatos muy oscuros de Liliana Colanzi, maravillosamente escritos. Y un ensayo de Juan Gabriel Vásquez, Viajes con un mapa en blanco, que me queda por leer, pero tengo que dejarlo para más tarde. Durante las próximas semanas apenas voy a tener tiempo de leer de esta manera desordenada, dejándome llevar de lo que me llama la atención; me temo que casi todo mi tiempo de lectura va a ser absorbido por un par de proyectos para los que tengo que documentarme.
Hablando con J. H. en una fiesta, me dice que lo que le preocupa de volver a ser editor, después de años de trabajar como scout, es que no va a tener tiempo para leer. ¿No es una paradoja interesante?
Ahora, después de escribir sobre esos libros que he leído, recuerdo que hubo un tiempo que dejé de leer. No me satisfacía. Los libros que caían en mis manos me parecían fallidos, torpes, superfluos. Me irritaba que me hiciesen perder el tiempo, me tomaba sus insuficiencias como una ofensa personal. Así que perdí el interés por la lectura y pasé varios meses sin leer un libro. Me preguntaba si se debía a que durante los últimos años había pensado y escrito demasiado sobre literatura y ya no leía dejándome impresionar sino buscando las costuras, analizando las herramientas, fijándome en lo que faltaba. Me pregunté también si esa desgana sería definitiva.
Hoy, extrañamente, me sucede lo contrario. Leo con agradecimiento; incluso libros que no me parecen logrados me dan unas frases, unas páginas, unas ideas, que me bastan para que reciba el libro como un regalo. Los hallazgos ajenos me hacen feliz, incluso tengo la impresión de que puedo aprender algo de ellos. Pero no es sólo eso, es también que muchos de los libros que leo me parecen de verdad buenos. Y los pocos que no me gustan los dejo de lado sin terminar, pero no se me ocurre escribir criticándolos. He decidido escribir reseñas —en realidad no son reseñas, sino comentarios deliberadamente subjetivos—, sobre libros que me gustan, por un deseo ingenuo de compartir mi entusiasmo. No entiendo el porqué de este cambio de estado de ánimo frente a la lectura. También me pregunto si será otra etapa pasajera y volveré a ser el lector gruñón que fui.
Me encuentro en Cartagena con Mario Jursich; nos conocemos muy poco pero me cae bien; y siempre que le veo me acuerdo con agradecimiento de que hace unos años me presentó en el Gimnasio Moderno de Bogotá, una de las mejores presentaciones de mi trabajo a las que he asistido. Habría preferido seguir escuchándole a intervenir yo.
Me escribe R. B. y me envía una novela corta que ha escrito. Otro de esos libros que tengo que leer aunque me falte el tiempo. Pero él me leyó cuando no me leía nadie. Literalmente: nadie. Su mensaje me obliga a acordarme de ese tiempo tan largo en el que llegué a pensar que jamás publicaría un libro.
Y también recuerdo que, lo mismo que dejé de leer una temporada, también había decidido muchos años antes no escribir nunca más, desesperado porque a nadie le interesaba mi trabajo. Sin embargo volví a escribir, refunfuñando, molesto por mi derrota, consciente de que seguiría escribiendo aunque nadie me publicase, incluso aunque nadie me leyese. Hoy miro, confieso que con cierto orgullo, a aquel joven que, sin saberlo, estaba demostrándose que era un escritor de verdad, a pesar del fracaso, de la frustración, de la humillación, del desaliento.
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