A menudo me hago la misma pregunta: ¿por qué leo?
No suelo encontrar entre mis propios pensamientos una respuesta que me convenza. Creo que últimamente, además, los libros (no la literatura, aunque sobre esto iremos más adelante, o no) se han convertido en una especie de refugio. Una especie de templo de piedra frecuentado por aves en el que refugiarse, igual que hizo Luke tras las incontroladas andanzas de Ben Solo. Tras el fracaso.
La cosa no va de culturizarse, alimentar el espíritu, distraerse o tensar la neurona. No va por ahí. La cosa es un poco más sutil, ya que los libros me generan más problemas de los que me solucionan. El motivo es bastante evidente: cuanto más leo, más me doy cuenta de todo lo que ignoro. Cada vez soy más consciente de mi ignorancia o, dicho de una manera más simple: cuanto más leo, más imbécil soy. O más imbécil sé que soy. Cuanto más, menos. Esta frase, así enunciada, puede sonar exagerada. ¿No se supone que es al contrario?
Tengo la sensación, cada vez que saco la cabeza de la cueva, de que esto me pasa a mí solo. O no le pasa a mucha gente, por lo menos. Mire donde mire me veo rodeado de una masa docta en cada maldito tema que asoma en los periódicos, informativos, noticias o redes sociales. Y yo en lugar de entregarme sin reservas a esa inmensidad de conocimiento y “hacerme uno” con el Universo, doy un paso atrás, porque no acabo de fiarme del todo. Y me refugio en la cueva y abro un libro. Y cada vez estoy más lejos del mundo, pero me siento más seguro. Puede que me esté fallando la intuición. Al contrario de lo que hace la mayoría de la gente, mi sentido arácnido me aconseja que me mantenga discretamente al margen de los asuntos de los que no tengo ni puñetera idea. Raro, ¿no?
Decía Einstein que nunca debes a discutir con un idiota. Tienes la batalla perdida. El motivo es asombrosamente simple: te va a barrer porque si entras en su terreno, él tiene mucha más experiencia que tú. Él es idiota todo el tiempo y tú solo ese rato. Juegas fuera de casa. Y es que en eso se ha convertido el mundo: en una discusión entre idiotas.
El mismo Einstein protagonizó un diálogo con Chaplin que ilustra a la perfección lo que estamos describiendo:
En una reunión social de la época asistieron, por diferentes motivos, Albert Einstein y Charles Chaplin. Tras ser presentados, una vez discurridos varios minutos de conversación, el físico elogió al cómico de la siguiente manera:
-Lo que he admirado siempre de usted es que su arte es universal; todo el mundo le comprende y le admira.
A lo que Chaplin respondió:
-Lo suyo es mucho más digno de respeto; todo el mundo le admira y prácticamente nadie le comprende.
Es tan simple que da miedo. ¿Qué nos lleva a admirar algo que no entendemos ni nos preocupamos por entender? ¿Por qué nos dejamos llevar?
La gente opta por el camino fácil: solo leo cosas que reafirmen mi opinión. Esto está bien. Sabes a lo que vas y no te complicas la vida. Aumentas el repertorio de argumentos y de frases hechas que te salen de manera automática. Al final ganas el combate a los puntos. El que más argumentos enumere, gana. No hace falta razonar. Solo enumerar. Eso es fácil. Cualquiera se siente inteligente. Ya estás preparado para discutir con tu cuñado durante la cena de Nochebuena. Puede que este sea el uso más estúpido y banal que se haga de los libros.
“La maldad se expía en aquel mundo, pero la estupidez se expía en éste”, que decía Schopenhauer.
Todo está mal. Sea lo que sea, está mal. Machismo, feminismo, capitalismo, socialismo, imperialismo, comunismo, los transgénicos, la homeopatía, la ciencia, la religión, el cine, las series, los libros de youtubers, el premio Planeta, el Sálvame, el IVA cultural, el precio del teatro, el precio de un gin-tonic… Sobre todo esto último, porque si te metes en un garito a tomar una copa que no parezca una pecera sucia pareces gilipollas y todo el mundo te va a decir por qué. El caso es que hay libros acerca de todo esto, y no te sacan de ninguna duda. Por lo menos a mí.
Una de mis frases favoritas la acuñó Paul Preston. Decía el inglés que el español es ese tipo de persona que considera a quien no piensa igual que él como a un enemigo, en lugar de como a alguien con quien debatir. Es una de las frases que contienen más verdad en ella de cuantas definen al ciudadano español. O estás conmigo o contra mí. El problema es que a esa verdad se le suma otra más grande aún, en esta ocasión recitada de manera magistral por un visionario como Isaac Asimov:
“Se está instaurando en nuestra sociedad un culto a la ignorancia. La presión del anti-intelectualismo ha ido abriéndose paso a través de nuestra vida política y cultural, alimentado por la falsa noción de que la democracia significa que “mi ignorancia es igual de válida que tu conocimiento”.
Es la presión del vago. Como dice mi padre: no te fíes de aquel que trabaja lo indecible por encontrar la manera de no trabajar. “Mi ignorancia es igual de válida que tu conocimiento”… Dan escalofríos solo de pensarlo.
Y es que en los últimos tiempos todo se reduce a eso: polarización. O eres de derechas o eres de izquierdas, o eres machista o eres feminista, independentista o facha, o eres de los Reyes Magos o de Papá Noël, o blanco o negro, o sí o no. Solo hay dos bandos y el cien por cien de la población tiene que encajar en uno de los dos. ¿Os habéis parado a pensar que quizá haya gente que no tenga una opinión formada al respecto de algo? Esa gente, aunque no abunda, existe. No son un mito como los duendes, las meigas o el Big Foot. Hay gente a la que algunas cosas no le importan. E incluso gente que, aunque el tema le importe, no tiene una opinión. Gente que considera que no conoce bastante el tema como para opinar. Raro, ¿no?
Decía antes que estas líneas trataban sobre libros, no sobre literatura. ¿Sabéis por qué? Porque la literatura no existe. La literatura, en sí misma, no sirve para nada. A unos para desahogarse cuando escriben, a otros para entretenerse cuando leen, a pocos para ganar dinero cuando venden libros. Pero en sí misma, la literatura, como constructo (si lo fuere), no tiene ninguna finalidad y no la va a tener nunca porque no es independiente. Siempre tiene un sesgo o un nivel intencional que hace que se esfume cualquier naturaleza desinteresada. La literatura sirve para lo que quiera el que está agarrando el libro en cuestión y en menor medida para lo que pretenda el que lo ha escrito. Esto último en mucha menor medida. Y ahí radica todo su potencial y toda su amenaza. El mismo libro puede servirte para probar una premisa y para probar la contraria.
Quizá esa es una de las razones que hacen que yo me sienta estúpido. Será porque, encerrado en esta celda tengo mucho tiempo libre, leo todo lo que pase por mis manos y tengo tiempo de darle al coco. Será porque le echo el ojo a cosas de todo tipo y he descubierto que, a veces, dos posturas contrarias pueden ser complementarias. Y se me pone la piel de gallina cuando me doy cuenta de que se pueden respetar las dos opiniones y casi se me ponen los ojos en blanco cuando me doy cuenta de que no estoy de acuerdo con ninguna de ellas. O con las dos. O puede que no las comprenda. O puede que me dé cuenta de que no las comprendo. O que me dé cuenta de que de ambas se puede aprender algo. Estoy empezando a preocuparme porque hay veces que no necesito expresar mi opinión. A veces incluso no tengo una opinión formada (ya informada, ni lo menciono) sobre algún tema. ¿Qué me pasa, doctor? ¿Habrá alguna asociación a la que pueda acudir en busca de ayuda? Bueno, seguro que alguien que lea este artículo siente el irrefrenable impulso de decirme lo que debo hacer. Solo hay que esperar. Y mientras espero, me vuelvo a mis libros.
Corría el año 1690 y cuentan que durante los tres años que Isaac Newton fue miembro del Parlamento británico en representación de Cambridge, tan solo pidió la palabra una vez. Con todos los focos de atención puestos sobre su figura ante lo que tuviera que decir semejante eminencia, Newton se levantó y dijo: “Propongo cerrar esa ventana, ya que hace un frío considerable en la sala”. Como os decía, todo, por raro que os parezca, ha pasado ya.
Sed buenos.
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