Soy una persona bastante metódica. Tiendo a planificar muy bien cada paso que doy, me gusta tenerlo todo bien atado antes de embarcarme en una aventura, cuando salgo de viaje lo hago teniendo perfectamente diseñada la ruta y los horarios, y no llevo bien las alteraciones imprevistas del orden.
Excepto cuando me siento a escribir.
Irónicamente (o quizá justamente por eso, como vía de escape a mi naturaleza serena), cuando me siento a escribir soy incapaz de seguir ningún plan establecido. Me resulta imposible sentarme una hora o dos a desarrollar un argumento, a perfilar unos personajes, a construir con todo detalle una escena para escribirla posteriormente. Intento marcarme unos objetivos, unas líneas clave que me permitan avanzar en la escritura, pero ni siquiera eso lo consigo.
Parto, claro, de una documentación previa: elijo una época y un espacio más o menos determinados (en el caso de Aguacero y Primavera cruel, mis dos únicas novelas publicadas hasta el momento, la España de los años 50, bajo la dictadura de Franco) y me documento con todo tipo de materiales. Procuro sobre todo apropiarme del “sentir” de la época, ir más allá de los hechos históricos y empaparme de aquello que no suele tener espacio en los manuales de historia, como por ejemplo el lenguaje, para lo que me son muy útiles las obras de ficción. Así, en Aguacero y Primavera cruel están presentes palabras y expresiones tomadas directamente de novelas de Cela, Delibes o Ferlosio, que adquirí mediante el procedimiento de releer esas novelas cuaderno en mano apuntando todo aquello que me resultara curioso. Esto no resultó en absoluto un ejercicio tedioso, sino absorbente: me sentía como un estudiante que se introduce en el estudio de una lengua nueva, una lengua cercana —apenas medio siglo de distancia— pero a la vez muy distinta a la mía propia.
Una vez realizada la documentación (aunque la voy completando posteriormente durante la propia escritura), es cuando me planteo qué historia quiero contar. Para entonces, lógicamente, ya tengo algunas ideas en la cabeza, algunos puntos por los que quiero transitar en mi camino, y lo que trato es de unir esas ideas, esos puntos, formando una trama que resulte verosímil. Esa tarea no suele llevarme mucho tiempo: no ocupo libretas o pizarras, ni completo fichas de personajes, sino que simplemente tomo algunas notas en una vulgar hoja de papel, formando poco menos que un esqueleto desprovisto de “sustancia”, un esquema hueco e incomprensible para cualquiera excepto para mí mismo (así me va luego, que tengo locos a mis correctores con personajes que en cada capítulo llevan un apellido distinto; pero bueno, si a Cervantes le desaparecía y aparecía un burro, como el Guadiana, a mí, que no soy nadie en comparación, bien se me podrán perdonar estos olvidos). La trama de Primavera cruel, sin ir más lejos, la elaboré en un bar de un pequeño pueblo de Badajoz en el que estaba de paso por motivos que no vienen al caso; en pleno mes de junio y a casi cuarenta grados de temperatura, agarré un folio y un bolígrafo y la tuve lista en apenas una hora; a la mañana siguiente comencé a escribir.
Pero lo peor de todo es que ese esfuerzo suele ser además inútil: esbozo una trama en un papel y jamás vuelvo a mirarla, no solo porque sea tan leve que pueda albergarla en mi cabeza sin mayor problema, sino porque normalmente la hago saltar por los aires cada vez que me viene en gana, bien porque aparece un personaje que me agarra por el cuello y me exige hacerlo (como es el caso de Aparecido, el joven guardia civil compañero del inspector Trevejo en Aguacero, que en mi cabeza nació como personaje secundario-muy-secundario y que según escribía fue creciendo hasta llegar a ensombrecer al propio inspector, convirtiéndose en el favorito de muchos lectores), bien porque me doy cuenta de que una escena que sobre el plano parecía perfecta no hay manera de llevarla adecuadamente a la página.
Este no es un sistema perfecto, lo sé, y desde luego no es un sistema que recomendaría a ningún joven escritor que, como yo, esté comenzando en esto, y menos aún si intenta escribir novela negra, un género donde todo debe funcionar como una maquinaria perfecta. Pero es mi sistema, y de momento a mí me ha funcionado. Me baso en la intuición, incluso en el “oído” (sobre todo con los diálogos), y me ocurre que una vez que dejo de escribir para volver a ello al día siguiente, dejo de pensar totalmente en la obra: solo pienso en lo que escribo cuando lo estoy escribiendo, el resto del tiempo desconecto completamente, como si escribir fuera un plano de mi existencia ajena a todo lo demás. No se me ocurre un final estupendo mientras hago pesas o running o estoy con los amigos de fiesta. El genio me tiene que pillar trabajando, si no, encontrará la puerta cerrada. En esto al menos sé que no soy un bicho raro: a Ernest Hemingway (salvando las infinitas distancias) me consta que le ocurría lo mismo (así lo explica París era una fiesta, su “testamento” literario).
Pero no quisiera yo que esto fuera mi testamento literario ni nada parecido, pero ya que se me ha dado la oportunidad de escribir sobre cómo escribí Primavera cruel, he creído necesario hacer todas las apreciaciones anteriores.
Primavera cruel es la segunda aventura del inspector Ernesto Trevejo, y se ambienta, como ya he dicho, en la España de los años 50. Su planteamiento es el de una novela negra al uso: aparece un cuerpo, y al inspector Trevejo se le encarga investigar lo sucedido. Sin embargo, pronto la trama adquiere velocidad: aparecen más muertos, el inspector se desplaza fuera de Madrid, hay tiroteos y un enemigo que maneja los hilos en la sombra, de tal modo que la novela termina por convertirse prácticamente en un thriller que se desarrolla en el espacio de unos pocos días, con varios giros inesperados y situaciones que se escapan del carácter más “pausado” que tienen por lo general las novelas policiacas.
El tema sobre el que gira toda la historia es la oposición clandestina al régimen de Franco, ya que la primera víctima es un joven comunista que se cree que tenía la intención de atentar contra la vida del dictador. Este es un tema que ya toqué de pasada en Aguacero, y en el que he querido profundizar en Primavera cruel porque me resulta fascinante el modo en el que unos pocos (o unos muchos) arriesgaron sus vidas para tratar de oponerse a un régimen que ni siquiera era del todo mal visto por muchos de los que vivían en él, y mucho menos por algunas potencias internacionales, que lo consentían como mal menor ante el desafío de la Unión Soviética. Hombres y mujeres que se movían como sombras por la España de la época siempre con la amenaza de la tortura y la cárcel sobrevolando sobre sus cabezas, expuestos también a la marginalidad y las purgas internas por parte de los suyos en caso de desacuerdo (puesto que, por más que todos estuvieran convencidos de su lucha, no todos estaban de acuerdo en la manera de llevarla a cabo). El futuro escritor y ministro socialista Jorge Semprún, escondido por entonces bajo su seudónimo de Federico Sánchez, y sobre quien ya escribí hace unos meses en esta misma web, fue una de estas personas, y sus experiencias, recogidas en varias de sus obras, han sido una de las fuentes principales de la novela.
Pero a pesar de esto, no se trata de una novela política o politizada, ni mucho menos. Al igual que en Aguacero, en Primavera cruel la descripción del marco narrativo, las miserias de la España de la época, es un elemento esencial, pero lo principal por encima de todo es el entretenimiento, mantener al lector pegado a las páginas. Que este pase un buen rato. De ahí que otro de los elementos claves de ambas novelas sea el humor, procedente en buena medida del carácter del propio Trevejo, un inspector de policía que, a pesar de pertenecer al engranaje del régimen franquista, no es ningún fanático, sino poseedor de una ideología más bien difusa, pragmática: “Yo tengo unos límites que pueden parecer difusos, pero para mí son perfectamente nítidos”.
Trevejo es un vividor y un libertino en la medida en que lo permitía la estrecha moralidad de la dictadura, un tipo que, como él mismo dice, se metió a policía “porque no valía para ladrón, ni para cantante, ni para político”. Es alguien que conoce muy bien las reglas de la realidad sórdida y miserable en que le ha tocado vivir, y que asume su función en esa realidad sin mayores dilemas morales, encarando la vida siempre desde una perspectiva irónica, a veces distante desde el punto de vista emocional, pero sin caer nunca en el cinismo o el pesimismo propios de otros protagonistas del género negro.
Trevejo aporta el buen humor a una historia, la de Primavera cruel, cargada de secretos y de sangre, y a una época, la España de Franco, en la que tomarse la vida de ese modo era en sí mismo un acto de rebeldía. Por más que a él le hubiese fastidiado en el alma que nadie le considerase un rebelde.
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Autor: Luis Roso. Título: Primavera cruel. Editorial: Ediciones B. Venta: Amazon y Fnac
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