Es falso que todos los caminos lleven a Roma; adonde de verdad conducen es a Compostela. Las intrincadas rutas que surcan desde antiguo el viejo continente en dirección al paraje boscoso en el que un ermitaño y un obispo protagonizaron el feliz hallazgo de los huesos apostólicos han conformado uno de los fenómenos culturales más interesantes de cuantos existen desde que el mundo es mundo y configuran una red de comunicaciones que a menudo, y Goethe mediante, se presenta como el antecedente directo de una cierta idea de Europa. De ahí que para muchos el centro del orbe que habitamos no se encuentre en Times Square, ni en La Bastilla, ni en la basílica de San Pedro, ni siquiera en el meollo de la mismísima Jerusalén. Frente a las convenciones establecidas, hay voces muy acreditadas que sostienen que el punto desde el que se orienta la rotación del planeta está en medio de la Plaza del Obradoiro.
Lo saben bien los peregrinos que, alborozados, azotan sus mochilas sobre las baldosas de ese punto en el que confluyen todos los ramales de la gran A-66 de la cristiandad y se entregan a la contemplación exhausta y serena de la soberbia fachada que diseñó Casas Novoa para arropar las sobriedades románicas. El Obradoiro limita con el poder por sus cuatro puntos cardinales, pero concentra a la humanidad toda, que es la auténtica dueña del enclave, en un espacio tan rico y sugerente que ni los ateos más recalcitrantes consiguen resistirse a sus encantos. Gabriel García Márquez, que vio llover en Galicia, notó cómo flaqueaban aquí sus convicciones estéticas: «Siempre he creído, y lo sigo creyendo, que no hay en el mundo una plaza más bella que la de Siena. La única que me ha hecho dudar es la de Santiago de Compostela, por su equilibrio y su aire juvenil, que no permite pensar en su edad venerable, sino que parece construida el día anterior por alguien que hubiera perdido el sentido del tiempo». Ernest Hemingway, que también fue ilustre y también anduvo por estos lares, no se anduvo con tapujos: «Reconozco la puerta principal de la catedral muy fácilmente, y creo que la quiero más y significa más para mí que cualquier otro edificio en el mundo».
Puede que sea mérito de la niebla, que rodea la ciudad hasta esconderla y difumina el tañido de las campanas que llaman a misa o a maitines. «Compostela se hace en torno a la campana», dictaminó Torrente Ballester en uno de los mejores libros que se han escrito sobre este totémico rincón del noroeste, y es una afirmación atinada aunque tal vez se quede corta, porque Compostela es campana y piedra y agua, y razón y mito, y carnalidad y espíritu. Son iglesias y conventos, pero también la tuna con su serenata (no te enamores, compostelana) y el ajetreo matutino en el mercado de abastos y el fragor de las tabernas que se abren en las rúas del Vilar y de la Raíña y la remembranza de los decadentes prostíbulos que dieron fama a la zona del Pombal y son, claro, los libros que se empeñan en el Monte de Piedad cuando concluye el curso académico y Fonseca se queda triste y sola. A Compostela la hacen los estudiantes que residían en la Casa de la Troya y que protagonizan la novela más afamada de Alejandro Pérez Lugín, y la afianza el enigmático Gaiferos de Mormaltán exhalando su último suspiro tras presentar sus respetos al apóstol.
Compostela se sueña mucho antes de empezar a conocerla («soñada Compostela», escribió Antonio Machado), y aun cuando se conoce puede uno pensar que está dentro de un sueño, porque todo cuanto se muestra ante sus ojos parece rechazar la lógica severa de la realidad. De ahí que cuente tanto la experiencia de quienes han paseado por sus calles como la visión que levantaron en el aire aquellos que no tuvieron la fortuna de pisarlas. Hay un sitio en el imaginario urbano para los miles o millones de viajeros no cumplieron su propósito, bien porque no les deparó la vida un momento para acercarse a conocer estas latitudes o bien porque la muerte les sorprendió en pleno tránsito, y acaso esté también hecha Compostela de esa memoria anticipada de cuantos quisieron verla pero sólo pudieron fabularla. También la premonición forma parte de su naturaleza. De algún modo también soñaron Compostela, antes de que existiese, el buen Paio que vio unas luces brillar sobre la arboleda, entre la tierra y un plácido cielo estrellado, y el obispo Teodomiro que viajó desde Iria para dar crédito al milagro, y el rey Alfonso II que sin demoras encabezó un séquito con el que atravesó tierras inhóspitas para alumbrar otro prodigio que ha atravesado como un trueno el lento transcurrir de las centurias. En lo alto del Monte do Gozo, que es donde los peregrinos contemplan por primera vez la pétrea encarnación de sus quimeras, dos esculturas asombradas señalan hacia las torres cuyas cúspides parecen señalar la dirección del paraíso. Lo vio muy bien Álvaro Cunqueiro, que siempre tuvo maña para estas cosas: «A Compostela se acerca uno como quien se acerca al milagro».
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