Alberto Olmos nos presenta en “Hotel Z para nuevos narradores” a los escritores jóvenes más interesantes de la actualidad.
Bastan los sustantivos que encontramos encabezando las tres novelas de Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) para que un escalofrío preventivo se nos instale en el paladar: Desfiguración, Nefando, Mandíbula. La complacencia moral o la amabilidad argumental no parecen estar esperándonos detrás de esas cubiertas que lanzan a los lectores palabras tan ásperas, tan morbosas y descarnadas. Desfiguración, Nefando y Mandíbula podrían ser títulos de cómics muy sucios y sangrientos, de filmes de serie B donde se les fue la mano con la pintura roja y las vísceras de plástico, pero etiquetan en verdad una narrativa enérgica y disolvente, no apta para lectores que tengan asumida cierta invulnerabilidad ante el libro abierto. Aquí el libro se abre, la página se abre y hasta el idioma se abre en canal para mostrarnos las tripas de nuestro tiempo: el porno, el sexo, la violencia, la adicción a la tecnología y la adicción —casi más tóxica— a la propia cultura. Mónica Ojeda ha forjado ya un horror único en el panorama de la literatura joven. Dan ganas de leerla como, a veces, dan ganas de tener miedo.
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Entrevista: Escribo para ser verdadera¿Cómo has vivido la publicación de tus dos últimas novelas en España, primero Nefando y ahora Mandíbula? ¿Ha modificado sustancialmente tu carrera literaria?
No sé si tengo algo que pueda llamarse una carrera literaria, pero publicar en España sí ha generado un cambio importante en cuanto a la recepción y difusión de mis novelas y textos en general. No habría sido seleccionada para #Bogotá39 si Candaya no me hubiera publicado, por ejemplo.
¿Crees que aún hoy, en 2018, los autores latinoamericanos tienen que pasar por España?
No creo que sea un imperativo, pero es cierto que en algunos países se genera un repentino interés en lo que haces si te han publicado en España. En Ecuador casi nadie me leía hasta que publiqué con Candaya, y ahora me leen. No es que mi literatura cambiara y de repente mereciera ser leída cuando antes no: cambió en qué parte del mapa salían las reseñas de mi novela. Es un fenómeno extraño que poco tiene que ver con la literatura y con lo que realmente nos interesa de ella, pero ahí está. Debería dejar de ser así, sobre todo porque en Latinoamérica hay editoriales de culto, underground, que están ofreciendo a los lectores cosas que jamás podrían leer en editoriales españolas.
Los temas de los libros que han aparecido en España son bastante ásperos, duros y hasta arriesgados. ¿A qué se debe este interés por los rincones más oscuros de nuestro tiempo?
La escritura me lleva hacia esos temas de forma natural. Quiero decir que lo que me impulsa a escribir me afecta de forma íntima y tangible: suele ser algo que me muerde la cabeza, y es esa honestidad lo único que puedo ofrecer en mi escritura. Escribo para ser verdadera al menos durante esos momentos ásperos y duros. No existe tal ética de escritura sin correr riesgos.
Mandíbula llega encabezada por un buen puñado de citas sofisticadas. ¿Es la teoría francesa y el pensamiento contemporáneo en general una influencia mayor para ti que la narrativa o la poesía?
En realidad la mayoría de las citas provienen de novelas y de poemas que se conectan con la novela a un nivel muy orgánico. Mi influencia principal es la poesía. Leo, incluso, más poesía que narrativa, y lo que me gusta de pensadores como Lacan, Kristeva o Bataille es precisamente que son poéticos.
Por último, ¿cómo definirías Mandíbula si tuvieras que describirla como cruce de obras —literarias o cinematográficas o de cualquier otra especie—?
Sería una mezcla de creepypastas con Las chicas de Emma Cline y El anticristo de Lars Von Trier.
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Fragmento de MandíbulaLos pisos no tenían nada aparte de plantas trepadoras, polvo, insectos, caca de palomas gordas y grises —“ratas aéreas”, las llamaba Ximena, “cucarachas de cielo”, “sapos de las nubes”—, pequeños lagartos que provenían del manglar y ladrillos. Las escaleras eran peligrosas, inexactas y torcidas, con depresiones inesperadas en los descansos, pero el último piso tenía una terraza con columnas y alambres en donde se podía ver la caída del sol. Durante el primer mes se dedicaron a hacer lo mismo que hacían en cualquier lado, solo que allí adentro; rodeadas de la fauna y la flora que crecía sus jardines. “No vamos a adoptar este lugar, vamos a ser parte de su abandono”, dijo Annelise, resuelta a encontrar una trama espectacular que combinara con el espíritu de su nuevo escenario-castillo de The Rocky Horror Picture Show.
(Mandíbula, pág. 18-19. Candaya. 2018.)
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