Escribió Karl Marx que la religión era el opio del pueblo. Es una afirmación que se ha repetido mucho desde que viera la luz en la Contribución a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel que el pensador alemán publicó en 1844. Rara vez se reproduce, sin embargo, la cita completa: «La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación sin alma. Es el opio del pueblo». Por resumir el resto: es necesario suprimir la religión para que la humanidad abandone la felicidad ilusoria que concede y se encamine en pos de una felicidad real. Es la misma teoría que en España la izquierda empezó a aplicar al fútbol cuando iba mediado el siglo XX y la peregrinación dominical a los estadios constituía una de las escasísimas vías de escape con las que contaba una población habituada a convivir —en unos casos con gusto, en otros a su pesar— con las severas imposiciones de nuestra negrísima dictadura. El tiempo que los obreros perdían aplaudiendo desde la grada o siguiendo a través del transistor las andanzas de su equipo favorito era un tiempo perdido para la revolución. Hacia finales de los sesenta o principios de los setenta, que fue cuando empezó a tener mando en las tribunas de la prensa la generación que había crecido cantando los goles de Di Stefano o Kubala y dando patadas a balones infames en las canchas sin historia de cualquier extrarradio, ciertos intelectuales nada sospechosos de connivencia con el franquismo comenzaron a levantar la voz en favor de aquello que tanto denostaban sus más altos correligionarios. El fútbol podía ser un elemento de distracción, sí, pero también constituía un punto de encuentro en el que reconocerse como miembros de una determinada colectividad, así como un consuelo inocente y efímero con el que sobrellevar las penurias de una existencia condicionada por los nada halagüeños avatares de la Historia.
Era otro tiempo, y también era otro fútbol. Probablemente uno de los primeros autores que exprimió literariamente el jugo que podía ofrecer aquel deporte al que aún entonces muchos llamaban balompié fue Gonzalo Suárez, que en Los once y uno alumbró una divertidísima novela en torno a los avatares de un equipo ficticio de quijotesco nombre, el Barataria, y su conspicuo entrenador, Hipólito Rodríguez. El libro se publicó en 1964 y tenía más miga de la que apuntaba a simple vista: el club en cuestión era un trasunto del F. C. Barcelona, y la identidad del personaje que se ocupaba de encarrilar su destino desde el banquillo escondía una alusión, más bien poco velada, a Helenio Herrera. Herrera, que estuvo emparejado con la madre del propio Suárez, escribió unas memorias (Yo, Helenio Herrera) tras cuya prosa se quiere adivinar la mano del escritor y cineasta ovetense, quien también se ocupó de asuntos futbolísticos cuando ejercía el periodismo en Barcelona bajo el seudónimo de Martin Girard. En la primera década de este siglo, se publicó una antología de sus textos en esa época, La suela de mis zapatos, que se lee hoy con tanto gozo como asombro.
Hace unos años, cuando se vivió en Primera el primero de los duelos Guardiola-Mourinho, de grato o infausto recuerdo en función de cómo le fuera a cada cual en el baile, Gonzalo Suárez volvió a las andadas con una serie de artículos que publicó semanalmente en El País y en los que, con su clave personal e intransferible, le echaba literatura a aquel choque de trenes que domingo sí y domingo también causaba auténticos estruendos en el campeonato de las estrellas. Fue uno de los episodios más significativos del afán que buena parte de la prensa ha tenido últimamente por verter sobre la prensa deportiva —a la que no suele caracterizar la brillantez de su estilo— unas cuantas dosis de excelencia literaria. Aunque no quede mucho en nuestro tiempo de aquel fútbol que los intelectuales de izquierdas comenzaron a interpretar como el espejo en el que se observaba la sociedad que se veía representada en sus escudos, no ha dejado de crecer el número de intelectuales que se acercan con cariño y curiosidad a ese deporte ni la vocación de afianzar los estadios con cierta consistencia metafórica. La editorial Libros del KO se atrevió a lanzar una colección que viene explorando esa veta bajo el epígrafe Hooligans ilustrados y cuyos primeros títulos firmaron Enric González y Manuel Jabois, escribiendo respectivamente sobre su Espanyol y su Real Madrid. Juan Tallón nos obsequia cada lunes con su peculiar abordaje de los asuntos de la Liga. Juan Cruz publica una columna en el diario As sobre su Barça y Alfredo Relaño lleva tiempo ilustrándonos con anécdotas históricas a las que su prosa impregna de un añejo barniz legendario. En el plano estrictamente literario, las cosas van por derroteros similares.
Pero si hay un escritor español al que se le pueda coronar como el verdadero apóstol intelectual del fútbol, ése fue Manuel Vázquez Montalbán. Seguidor confeso del Barça, y gran teórico de las esencias balompédicas, publicó no pocos textos sobre el particular que fueron recogidos tras su muerte en el volumen Fútbol: una religión en busca de un dios, cuyas páginas defienden la teoría de que el fútbol no es más que una gran teología orquestada por la FIFA en connivencia con las grandes multinacionales y en la que los futbolistas aparecen investidos como ídolos laicos de la sociedad de masas. Hay, también, una añoranza de los viejos mitos, como Di Stefano o Pelé, aquéllos a los que él había visto jugar en su infancia y a los que no encontró (falleció en 2003, antes de que entraran en escena los hoy omnipresentes Messi y Cristiano) jugadores que dieran el adecuado relevo. Ya en la década de los setenta se había caracterizado Montalbán por su empeño en devolverle dignidad al deporte rey sin perder de vista la fidelidad a su atenta lectura de los textos marxistas. En una de sus novelas más leídas, El delantero centro fue asesinado al atardecer, ponía a su investigador Pepe Carvalho a resolver un caso cuyos pormenores quedaban de sobra resumidos en el título, pero fueron muy numerosos los artículos que dedicó a destripar aquello a lo que en alguna vez se refirió, y viene aquí otra vez al caso la sombra del viejo Karl, como la religión más extendida del planeta, hasta el punto de que compete por igual a ateos y creyentes en todas las demás deidades. Que se lo digan si no a Eduardo Galeano, un rojo ilustre que cada cuatro años se encerraba bajo siete llaves para no perderse ni un solo partido de los mundiales.
En marzo de 1981, el fútbol español se estremeció con el secuestro de uno de sus mayores ídolos. El jugador Enrique Castro, Quini, entonces delantero del Barça y anteriormente estrella indiscutible del Sporting, fue raptado en plena noche por unos desconocidos. La incertidumbre, que fue larga y también traumática por momentos —el país acababa de salir del golpe de Estado de Tejero, y se encontraba la ETA en su etapa de mayor apogeo—, tuvo un final feliz: el delantero centro fue liberado sano y salvo y los delincuentes resultaron ser tres trabajadores en paro a los que la desesperación había obligado a improvisar una solución estrambótica para sus problemas económicos. De todo aquello salió un libro, Del secuestro a la libertad, que teóricamente había escrito el propio Quini —algo le debieron de ayudar los periodistas Antonio Rubio Campaña y Enrique García Corredera, cuyos servicios agradecía palatinamente el futbolista en la dedicatoria— y que cuenta con un ilustrativo prólogo de Montalbán. El párrafo que clausura esa apertura condensa bien esa visión marxista del fútbol como la última gran religión popular (ergo, del pueblo), como un opio que narcotiza y que consuela, y que pese a su artificio o su artificiosidad constituye la única esperanza que queda en el horizonte de una población, a menudo, acongojada o absorbida por las obligaciones consuetudinarias: «Respetad a los delanteros centro. No les secuestréis al anochecer. Millones de personas soportan una semana llena de lunes para verles jugar el domingo, para ofrecerles su domingo en esos altares de césped donde la línea que separa la victoria de la derrota es una línea imaginaria».
Foto de portada: Ubaldo Puche
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