El año 1978, hace ahora cuarenta, fue importante para Milan Kundera: se instaló en París y puso punto final a su novela El libro de la risa y el olvido, que llegaría a las librerías el año siguiente con un éxito más que notable..
Yo la leí en 1982, que es cuando la publicó Seix Barral, en traducción de Fernando Valenzuela. Supongo que debió ser Mónica Fainberg, entonces jefa de prensa de la editorial, quien me la envió a El Correo Catalán, y quien unos días más tarde me llamó para explicarme que Kundera venía a Barcelona y preguntarme si le quería entrevistar.
En esa época tuve la suerte de leer y conocer a dos novelistas que me parecieron realmente originales y diferentes a todo lo que se estaba publicando entonces. El primero fue John Irving, quien con El mundo según Garp y El hotel New Hampshire daba una vuelta de tuerca al universo temático de la narrativa estadounidense con su humorístico tratamiento de la disfuncionalidad familiar y su aguda visión del feminismo y la transexualidad.
El segundo fue Kundera. Cuando acabé El libro de la risa y el olvido estaba atónito ante el magnetismo de una literatura tan culta como clara e irónica, que sintetizaba, con mucha humanidad y la amargura justa, los avatares de una generación machacada por el totalitarismo.
Acepté la propuesta, claro. Y una lluviosa tarde de marzo de 1982 me encontré con Kundera en el hotel Colón. Me chocó su parecido con el entonces papa Juan Pablo II. Yo iba decidido a expresar mi admiración al autor de aquellas páginas maravillosas. Pero ignoraba que no iba a tratarse de un interlocutor sencillo.
Pocas cosas hay más fáciles en el mundo que hacer hablar a la gente. A casi todo el mundo le gusta explicar sus ideas y sus vivencias. Y cuando se trata de autores o actores o creadores de cualquier tipo en gira promocional, aún más.
Pero ese no era su caso. Lancé mi primera pregunta y el escritor permaneció callado, mirándome fijamente, mientras el tiempo empezaba a correr. Tic tac, tic tac. Kundera no contestaba. Yo no sabía si es que no entendía mi mal francés o que alguna cosa le había molestado. Tic tac, tic tac.
Balbuceé una segunda pregunta. Sudaba.
Y entonces, y sólo entonces, de forma pausada y elaborada, con brillantez, Kundera arrancó a contestar la primera.
Lo mismo ocurrió con la segunda, con la tercera y con la cuarta. Kundera no se decidía a responder, hasta que yo, desesperado, pasaba a otro tema. No desplegaba la charla automática del escritor en promoción. ¡Kundera realmente meditaba sus respuestas!
Finalmente todo lo que dijo estuvo muy bien y el texto quedó redondo. Varios años más tarde me contaron que el autor checo, cuando ya se hizo muy famoso, decidió negarse a conceder más entrevistas. Visto lo que parecía sufrir con ellas, no me extrañó.
Este es el resumen que publiqué de nuestra charla. Dos apuntes: faltaban siete años para que cayera el muro de Berlín y se desmoronara el llamado bloque comunista, lo que se nota en mis preguntas. Y Checoslovaquia era aún un solo país.
—De su libro se desprende que usted no se considera inserto en la tradición cultural de los países del Este, sino en la plenamente europea.
—En efecto. Y es que a este respecto hay un gran malentendido: Europa está dividida hoy entre Este y Oeste por una frontera política, que no corresponde a la de la tradición cultural que divide cristiandad romana y cristiandad ortodoxa. Los países llamados comunistas, como Polonia, Hungría o Checoslovaquia, tienen la misma cultura milenaria que ustedes o los franceses.
—El fuerte componente erótico de su novela también se opone a otro lugar común: el que atribuye un gran puritanismo a la vida en los países comunistas.
—A esto puedo responderle dos cosas. Primera, que Checoslovaquia es comunista desde hace treinta años, lo cual no representa nada frente a una tradición milenaria. Segunda: el erotismo tiene tal vez una mayor importancia hoy en los países totalitarios. Dado que uno no se puede realizar con plenitud en la vida pública, asume su libertad en la vida privada, y mayormente en el terreno erótico. Dejando Praga yo abandoné un paraíso, donde el epicureísmo y la libertad erótica eran mucho mayores que, por ejemplo, en París, donde la gente aspira más a hacer carrera que a hacer el amor.
—Sin embargo las escenas eróticas que describe tienen mucho de ridículo, de grotesco…
—Yo pienso que el ridículo es una categoría existencial. Y si Flaubert introdujo la banalidad en la literatura, y Proust y Tolstoi introdujeron la memoria, me parece que también el ridículo puede ser introducido. ¿Qué es ser ridículo? Lo cómico te hace reír; el ridículo tiene algo más, un punto de humillación, que merece ser estudiado. Me parece que el erotismo se protege contra el ridículo: los grandes tabúes van en contra de él y no a favor de la moral. Nada más deserotizante que una playa de nudistas. Entonces es fácil deducir que el tabú del desnudo es un instrumento con que el erotismo mismo salvaguarda su existencia.
—Usted fue miembro del Partido Comunista y, posteriormente, participó en la Primavera de Praga. Seis años después de haber abandonado su país, ¿sigue considerándose socialista?
—Verá… Desde hace tiempo, yo no creo en nada. Soy un hombre sin creencias.
—Cambiemos el verbo. ¿Qué opina del socialismo?
—Yo pienso que el mundo moderno es muy difícil. La burocratización y el progreso técnico han confrontado al hombre con una situación desagradable: el mundo empieza a escapársele. El socialismo es un intento de dominar el mundo moderno, y una voluntad así no puede condenarse. Pero, al mismo tiempo, creo que no ha conseguido su propósito. A mi modo de ver, hay que ser extraordinariamente modesto con los juicios, tanto los positivos como negativos. Por eso, y ante esta complejidad de la sociedad en que nos movemos, pienso que albergar cualquier tipo de creencias es una forma de ingenuidad, de cobardía.
—En un plano más concreto: ¿qué opina de la situación polaca? (Entonces en primer plano de la actualidad; en 1980 se había fundado en Gdansk el sindicato Solidarność, y en respuesta, en 1981 el gobierno había declarado la Ley Marcial, seguida de una fuerte represiónl)
—Eeeuuuh… ¿Podría ser más preciso?
—¿Cree usted que la situación de Polonia, y por comparación a lo sucedido en 1968 en Checoslovaquia, demuestra la imposibilidad de que un régimen totalitario de signo comunista evolucione hacia formas democráticas?
—Yo creo que a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial y durante los últimos cuarenta años, el verdadero drama de Europa se desarrrolla en Europa Central. Ahí es donde se decide el destino del continente. Y ahí radica también la importancia de poner interrogantes, de no creer en las palabras. Vocablos como socialismo, totalitarismo, socialismo de rostro humano, etcétera, se utilizan sin que se sepa para qué sirven ni qué esconden. Lo que los países de Europa Central plantean es que, por primera vez en su Historia, Europa ha sido invadida y colonizada por una potencia con otra tradición cultural, con otra civilización. De ahí que el verdadero problema sea desembarazarse del colonialismo ruso. La cuestión del régimen es secundaria, porque es un régimen mantenido, impuesto. En este sentido la situación en Polonia, Checoslovaquia, Hungría, resulta idéntica en su esencia. Son países que se baten por su soberanía en una lucha desesperada, porque se enfrentan a una gran potencia.
—La memoria del escritor, traducida en libros, es, según se deduce de sus escritos, una de las fases de esta lucha.
—La memoria es lo mismo que el ridículo: una categoría existencial complicada. Intente escribir sobre un amor que vivió hace diez años, y comprobará lo poco que recuerda… Constatar eso invita a la reflexión… La memoria es la suma de todo lo que se recuerda, de todo lo vivido… Pero es un tema difícil… Mejor dejarlo.
—Solo hasta la próxima vez, señor Kundera.
Pero esa próxima vez nunca se produjo.
La entrevista apareció publicada en El Correo Catalán, 24 de marzo de 1982.
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