El descampado era la forma urbana más común de los extrarradios españoles a finales del siglo XX. Se usaban para llegar antes a casa cruzándolos en diagonal. También eran buenos aparcamientos y almacenes de colchones, somieres y neveras rotas. Los que estaban a resguardo de alguna pared servían de espacio recreativo para los yonquis cuando los yonquis se recreaban en todas partes. De camino al instituto pasaba por dos descampados. El primero rodeaba una pequeña casa con comercio y un letrero, Trofeos Pódium, en cuyo escaparate se iluminaba una muestra del trabajo: copas de fútbol sala, menciones honoríficas, medallas de natación, platos de primer premio de concurso de relatos breves, etcétera, un etcétera muy etcétera, lleno de posibilidades. ¿Qué quiere ganar? Le fabricamos un largo etcétera de premios. Puede vencer en todo aquello que se proponga, sólo tiene que pedirnos presupuesto y le fabricaremos el trofeo que se adapte a sus ilusiones. Rosendo Mercado tiene una canción dedicada a Carabanchel titulada ‘El ganador’, que habla, como tantas otras canciones de barrio, de esos indianos que a veces pasan por la puerta de los futbolines como si no la reconociesen y les diera un poco de asco. Ganar, trofeos, éxito, el vocabulario de los descampados.
Sergio del Molino en La mirada de los peces (Literatura Random House, 2017)
Ya casi no hay descampados. Cosas de la fiebre inmobiliaria, que no nos abandona ni nos escarmienta del todo. A Sergio del Molino los descampados le llevan a Rosendo, quizá porque el rockero de Carabanchel es uno de ellos, uno de los últimos refugios de los yonquis de la sensatez de barrio.
Rosendo Mercado no quiere trofeos, aunque los paguen y los fabriquen otros. Su victoria es el descanso, precedido por una gira de agradecimiento a sus seguidores tras más de 40 años de pico y pala de escenario en escenario. Seguirá componiendo y grabando, afortunadamente.
El retiro de Rosendo conllevará sin duda la edificación de nuevos estilos sobre el descampado que nos conectaba con el barrio, con el rock más cercano y sensato. Lo que eran puntos de encuentro para los nacidos antes de los 80 mutan ya en edificios que bailan sobre cimientos de ritmos latinos con los que especula lo que queda de industria musical. Es el mercado, amigo.
El Mercado amigo, con mayúscula y sin coma, seguirá sonando más allá del solar, como siempre. David Byrne, en su libro Cómo funciona la música, relaciona directamente el modo de componer con la arquitectura. Las canciones de Rosendo no fueron pensadas para salones elegantes, discotecas atestadas o estudios de radiofórmula. Suenan mejor en un utilitario diésel que en un coche tuneado repleto de caballos de potencia. Cruzaron el descampado del barrio y se colaron en las habitaciones, en los auriculares y en algunos bares que nunca estuvieron de moda.
Se escribió sobre ellas en los periódicos, pero sólo fue letra impresa, pocas veces sonaron en medios de comunicación masiva. En ese espacio paralelo, las canciones de Rosendo, y las de unos cuantos más, construyeron el relato que hizo que muchos que superamos la cuarentena mantuviéramos cierta cordura.
La edad es lo que tiene, conlleva nostalgia. Así que cada retirada merecida de los héroes que configuraron nuestra personalidad adolescente se asume como una derrota relativa, ya que por los auriculares seguirá sonando la misma música. Otra vez cenaremos rock and roll.
Gracias, Rosendo, sigue grabando.
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