Las preguntas que nos hacemos ante la muerte, y no nos atrevemos a formular, son en realidad las preguntas que un niño le hace a su madre cuando alguien se muere. Y tienen algo de poético, de una poética descarnada y existencial.
Este texto está sacado del diario poético —e intermitente— que lleva su autora desde hace años y se refiere a la reciente muerte de su padre.
Este invierno pasé dos veces con mi hijo por delante del cementerio de mi pueblo.
Llegar al cementerio de mi pueblo es un paseo hermoso; misterioso.
El cementerio se yergue sobre un altozano, la última frontera entre la civilización y lo salvaje, más allá de sus tapias de ladrillo, bosques de pinos, robles y encinas se extienden hasta el horizonte; y entre los pinos, robles y encinas se mueve con sigilo la vida: pisadas de corzo, el ulular de una lechuza.
Y siempre pienso: los muertos, guardianes de los vivos.
Así que este invierno pasé dos veces con mi hijo por delante de las tapias del cementerio de mi pueblo.
La primera, a finales de noviembre.
Había sido el Día de los Muertos, pero no nos acercamos a honrar a los nuestros. Hacía 30 años que habíamos perdido a mi madre. Cuando sucedió nosotros éramos niños y mi padre un hombre joven angustiado con tres hijos. La habíamos llorado y honrado tantas veces que un día mi padre dijo basta. O si no lo dijo lo pensó y le leímos el pensamiento. Fue mi único amor, eso me confesó una mañana mucho tiempo después mientras deshacía un pollo con el cuchillo frente a la ventana de la cocina, se limpió la frente y clavó la vista en el patio. Fuera un carbonero picoteaba entre las hojas del laurel.
Parecía tan desolado frente a la ventana. Lo hubiera abrazado, pero los abrazos no están bien vistos en mi familia, y la oportunidad pasó.
Fue mi único amor, dijo, y también que al amor se le honra por dentro. Dentro del alma. Algo así. O si no lo dijo lo pensó y le leí el pensamiento.
Por eso los primeros de noviembre ya no íbamos al cementerio.
Pero ese día, el día que pasé frente a los cipreses y las tapias de ladrillo, sentí una especie de remordimiento: la lápida tan blanca de mi madre, sin flores ni amor. Y no sé por qué le pregunté a mi hijo de cinco años:
—¿Quieres entrar a ver la tumba de mi mamá?
Se quedó pensando.
—Pero, ¿dónde está?
—En la tierra.
—¿No puede salir?
—No.
—¿Por qué?
—Porque se murió.
—¿Dónde?
—En casa, con nosotros.
—Y ahora está ahí… solina.
No entramos en el cementerio. Nos quedamos en el borde de lo salvaje, y al fondo, la sombra del Teleno, el monte sagrado de las antiguas tribus, el monte guerrero, el monte sangriento.
La segunda vez que pasé frente a las tapias del cementerio de mi pueblo era lunes de Carnaval.
De noviembre a febrero había nevado todos los fines de semana en las sierras que cercan Madrid. Cada viaje al Noroeste era una odisea: nieve, niebla, caravanas de coches. Pero debía ir. Había algo que no marchaba bien en la casa de mi padre. Que no marchaba bien en mi padre. Y los viajes se repitieron antes de Navidad, en Navidad, después de Navidad.
Y en Carnaval.
En mi tierra el Carnaval es sagrado y dura una semana. Me han educado en el Carnaval. Me han disfrazado desde niña. He visto a los caballeros más serios disfrazados de cabareteras. He visto culos, tetas, disfraces soeces. He visto cencerros, pieles, huesos, disfraces de un tiempo pretérito y antiguo. En mi tierra, en Carnaval, cualquier cosa está permitida.
Hasta morirse.
La mañana del lunes de Carnaval volvimos a pasar frente a las tapias del cementerio. Martín, mis hermanos y yo. También el enterrador y dos hombres en mono de faena. Dimos la vuelta alrededor de las tapias y entramos por los portones laterales. Un gran sol de invierno, inmenso sobre nuestras cabezas, y el Teleno, sombrío, sangriento, al fondo.
Martín arrancaba flores blancas de las coronas, hizo un ramito. Recuerdo que eran todas blancas, yo insistí en que fueran blancas, no sé por qué.
—Para el abuelo —dijo—. Se lo voy a dar.
—Muy bien, Martín, pues ponlo encima del ataúd —susurré y me dirigí con voz tensa a los operarios, que resoplaban mientras bajaban y subían cuerdas, sacos y ladrillos—. ¿Pueden esperar un segundo?
Ellos dejaron caer los brazos. Martín se asomó al angosto agujero.
—¿El abuelito está ahí dentro?
—Sí.
Se giró hacia mí y entrecerró sus ojos color musgo.
—Es mentira.
—No, currín, está ahí.
—¿Y no puede salir?
—No.
—Pero, ¿por que?
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