“Un día le pregunté a bocajarro a un amigo que despotricaba de su agente mientras compartíamos un café: ¿Podría un escritor matar a su representante? Se quedó frío. No hombre, qué tonterías dices, me miró con súbita desconfianza. Pero vi un destello maligno en sus ojos”. El autor del El asesinato de Laura Olivo cuenta para Zenda las claves de su libro, ganador del XIX premio Fernando Quiñones de Novela.
Un viejo chiste de golf explica que un golpe que sale desviado a la izquierda se llama hook y uno que se desvía a la derecha se llama slice. ¿Pero cómo se llama el tiro que sale recto, largo y centrado, es decir perfecto? Un milagro. Se llama milagro. Pues bien, la relación entre agentes y escritores que sale perfecta, larga y centrada también es un milagro.
Como saben muchos, existen gran cantidad de historias y cotilleos en torno a la relación de agentes, editores y escritores. Incluso hay libros que hablan de manera más o menos explícita sobre el particular, como Lo peor no son los autores, de Mario Muchnik, Por orden alfabético, de Jorge Herralde, o El intermediario: aventuras de un agente literario, de Paul Reynolds, por mencionar solo algunos de los que se han centrado en esta relación. Por otro lado, también todos más o menos conocemos o hemos oído hablar del Boom hispanoamericano, la agente literaria Carmen Ballcels y el editor Carlos Barral. De hecho, uno de esos autores de aquel momento casi fundacional y mítico, el chileno José Donoso, escribió su muy famosa Historia personal del Boom donde, entre otras cosas, da cuenta de ciertos entresijos literarios muy jugosos. A mí siempre me interesó ese mundo, el de escritores, editores y agentes, pero de una manera más bien episódica y sin mayores pretensiones literarias. O eso pensaba.
Quienes vivimos de la literatura —o al menos lo intentamos…— sabemos que cuando firmamos contrato por un libro parece que en lugar de embarcarnos en una saludable relación comercial nos subiéramos a una montaña rusa. Particularmente aguda es esta situación entre agentes y escritores, que forman una alianza para conseguir mejores condiciones ante el editor y una mayor difusión de la obra del segundo.
Por otro lado, el ego a menudo frágil de los escritores, como cuenta Juan Cruz en su Egos revueltos, las susceptibilidades y la imposibilidad —y en ocasiones la dejadez— por parte de los agentes suele pasar factura a una relación que resulta difícil porque cuando cunde el pánico y las cosas no marchan, nadie se muestra del todo sensato con la otra parte y todos nos tiramos los trastos a la cabeza: a los unos por escribir malas novelas, o en todo caso poco comerciales, y a los otros por no saber vender obras maestras…
No siempre, naturalmente, porque hay escritores a los que les va divinamente, ganan premios, venden mucho, son elogiados en la prensa y sus lectores son cada vez más y más. Y una mañana cualquiera, a la hora del desayuno, los llaman para decirles que unos señores suecos han decidido concederles el Nobel. Pero esos no nos vienen al caso, porque son tan infrecuentes que resultan poco apetecibles para narrar. El éxito ajeno, ya se sabe, es la mar de aburrido.
En todo caso, a mí me interesaba la working class de la literatura, que suele ser pobre pero honrada. Digamos que más que Galdós me llaman la atención los personajes galdosianos. Describir la arena del infortunio, donde uno se bate el cobre; ese mundillo de fugaces euforias, alegrías modestas y juramentos de amistad eterna pero también de terribles egos, suspicacias, fracasos y vulnerabilidades sin cuento. Muchos amigos escritores se han llevado tremendas decepciones con alguno de sus agentes —como yo mismo—, otros se han sentido traicionados, y otros han jurado en arameo mil maldiciones contra sus representantes.
Si nos fijamos bien, nada del otro mundo en este tipo de relaciones donde brotan demasiados sinsabores y la epidermis se vuelve cada día más y más sensible, como ocurre en un matrimonio en crisis, socavado por la rutina y atormentado por las penurias económicas. Eso me parecía sumamente apetecible para narrar, y la idea empezaba a rondarme la cabeza.
Como soy proclive al tremendismo un día le pregunté a bocajarro a un amigo que despotricaba de su agente mientras compartíamos un café: ¿Podría un escritor matar a su representante? Se quedó frío. No hombre, qué tonterías dices, me miró con súbita desconfianza. Pero vi un destello maligno en sus ojos. De manera que sí, pensé: esa era la pregunta. Allí había tomate suficiente para el aliño literario que empezaba a vislumbrarse en el horizonte. Pero, para que sea una historia verosímil…, ¿debía planificar su asesinato con toda frialdad o atizarle directamente con una estatuilla como la que acabo de recibir yo y que pesa cinco kilos? Bien, allí había que hilar fino… Pero no me parecía suficiente porque la historia se escoraba hacia el esperpento y lo truculento, a la parodia más evidente, cosa que no me apetecía mucho que ocurriera. Y de pronto, cuando ya la creía poco más que una ensoñación sin crédito suficiente para convertirse en una novela de cierta enjundia, apareció el detective.
En realidad, Larrazabal, que es el protagonista de El asesinato de Laura Olivo, ya venía de otra historia, una novelilla de pocas páginas, una novelette o micro nouvelle o cuento largo que me propusieron hace años en Lima para que saliera en una colección que se vendía con un periódico de allí. Lo titulé El último caso del Colorado Larrazabal porque así me curaba en salud y no me obligaba a escribir una serie, como es habitual con las tramas de detectives. No, no quería eso.
Larrazabal, policía peruano de raza negra, resolvía un caso, se metía con algún corrupto fujimorista y lo echaban del cuerpo. Punto final, allí acababa su historia. Como si Conan Doyle hubiese escrito El problema final —aquella historia en la que muere Holmes— y nada más. Y así surgió aquella novelilla o cuento largo que me divirtió mucho escribir. Pero el personaje me quedó rondando en el magín porque lo habían echado de la policía. ¿Y si se venía para España, como tantos otros inmigrantes que han abandonado carreras y oficios por pura necesidad? Me preocupaba el Colorado Larrazabal aunque ya no quisiera escribir más de él y lo instalé, un poco gaseosamente, en Madrid. Además, como en aquella novelette Larrazabal, como su propio nombre indica, era medio vasco, me parecía lógico que viniera a España. Quizá a buscar sus raíces. No lo sabía. No quería saber mucho más de él y sus problemas, así que lo asenté en Lavapiés y dejé que se buscara la vida, que yo andaba pensando en mis cosas y mis historias, y poco a poco me seducía la trama de la agente asesinada, porque esta agente, Laura Olivo, ya había aparecido en una novela anterior mía, y era una mujer francamente desagradable, prepotente y poco ética a la que se la tenía jurada. Y quería contar no solo su historia sino una historia de escritores, de literatura, de trasfondos humanos…, y entonces apareció Larrazabal que, en realidad, siempre había estado allí, esperando su segunda oportunidad. Que hubiese perseverado tanto tiempo como un vago remordimiento en el fondo de mi imaginación me parecía buena señal. Era el detective ideal para resolver el asesinato de la Olivo porque era paciente, taimado, modesto, un punto escéptico. Este pues sería su primer caso en España. Y quizá el último.
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Autor: Jorge Eduardo Benavides. Título: El asesinato de Laura Olivo. Editorial: Alianza. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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