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Daniel Mordzinski: «Le veo muchísimo más encanto a un escritor que a un actor»

Daniel Mordzinski: «Le veo muchísimo más encanto a un escritor que a un actor»

Juan Gabriel Vásquez, Mario Vargas Llosa, Erri de Luca, David Grossman y Eduardo Sacheri, fotografiados por Daniel Mordzinski. Imagen de Giancarlo Aponte.

Tercera y última entrega de una serie de entrevistas del escritor José Ovejero al fotógrafo Daniel Mordzinski.

Escribo a Daniel para proponerle una última entrevista, ahora en Madrid, esta ciudad que él definió como nuestra casa actual. Pero además quiero que nos reunamos en su casa de verdad, en ese barrio de nombres latinoamericanos en el que vive, como si no pudiese alejarse del todo de esas regiones que ha recorrido tantas veces: su piso está en la calle Costa Rica, cerca de la estación de metro de Colombia. No responde a mi propuesta hasta al cabo de un tiempo cuando le insisto. Está en el festival Correntes d’escritas, cerca de Oporto. Que por supuesto, me dice, disculpame. Me da cita en un café de la Plaza de la República Dominicana.

Llueve a mares. Desde la calle distingo a Daniel sentado junto al ventanal de la cafetería, franquicia de una cadena en la que no he entrado por lo menos en treinta años. Al atravesar la plaza paso junto a una mujer arrodillada, protegida con un paraguas, que pide limosna. Podría ser rumana. Como de costumbre me pregunto si darle algo o si lo que le dé se lo quitarán las mafias que traen y explotan a los inmigrantes. Siempre esa incomodidad de no saber distinguir prejuicios, respuestas fundadas y tacañería.

Entro en el local. Daniel se levanta del sillón para recibirme, saluda a otra gente que acaba de entrar. Me cuenta que está sin internet y se pasa los días trabajando en esa cafetería. Hablamos de la lluvia, de la mujer arrodillada bajo el paraguas. Enciendo la grabadora. Él empieza a hablar antes de que yo pregunte nada.

—Ayer noche no podía dormir, terminé Cartagena, finalmente, porque no es correcto dejar pasar tanto tiempo y es mucho caudal. Son muchísimas fotos, y ayer encontré una foto muy linda que te saqué con Víctor Manuel y Ana Belén, muy linda, y luego lo que me sorprendió es que hay una en la que estoy yo, ¿te acordás?, con ellos y contigo, de repente dije, yo quiero, que es rarísimo, pero me apetecía, porque viste que nunca nos sentimos a gusto, en las fotos, no nos reconocemos, y me siento bien con esa foto.

—Sí, es muy raro encontrarte en una foto, no eres alguien que se ponga a posar.

—No, yo no pido ni fotos ni firmas, debo de tener esa cosa ancestral, de culpa, recuerdo que en la primera charla te hablé del miedo a defraudar, y no pido firmas por miedo a molestar, resumiendo es como que…, que me siento que tengo que pedir disculpas. Cuanto más pasa el tiempo más se confirma el rol social y agrupador que tiene mi fotografía, alrededor mío y de lo que genero ocurren un montón de cosas.

—Sí, y recordando nuestra última conversación pensaba que nosotros los escritores podemos proyectar nuestro estado de ánimo en nuestro trabajo, pero para un fotógrafo es distinto. Los personajes están ahí, no puedes crearlos, proyectar igual sobre ellos. ¿Qué haces con la pérdida, con el divorcio, con la depresión?

—Igual puedes manipularlos, como un escritor.

"Como los escritores, nosotros también tenemos la capacidad de convertir la tristeza en una gran felicidad."

—Pero es mucho menos visible, al menos en tu fotografía, y me preguntaba si cuando atraviesas esas fases la expresión es el silencio, que te retiras.

—Como los escritores, nosotros también tenemos la capacidad de convertir la tristeza en una gran felicidad, uno puede estar muy mal y escribir un personaje que está pasando su mejor momento y yo creo que en fotografía también, cuando eres profesional y tienes muchos años de experiencia, puedes jugar con estos sentimientos. Sería interesante un ejercicio casi de taller donde hay una persona con un fondo neutro y pedir al fotógrafo que haga un díptico donde en una esté contento y en otra esté triste sin poder jugar con el gesto y la expresión, arrinconarse en uno de los extremos, estar al margen… fíjate, estar al margen, eso es la fotografía, y ese es un lugar en el que me siento a gusto. Y pienso que si en algo contribuí fue desde los márgenes.

Niño en Ayacucho

—Y en esos momentos en los que has atravesado una época difícil, cuando es más difícil comunicar, no te ha dado por fotografiar calles, paisajes, naturalezas muertas, porque sólo conozco fotografías tuyas con personajes.

—Pues te voy a regalar un libro al que tengo mucho cariño, que hicimos con un poeta muy amigo, Miguel Munárriz, con un título muy cortazariano, Ciudades para a(r)mar, y son esas fotografías que nunca había mostrado, con un prólogo precioso de Caballero Bonald. Y en un libro sobre Nicaragua que hice con Sergio Ramírez, con Cardenal, con Claribel Alegría, con Gioconda Belli, incluí el retrato del escritor pero también una foto que hice en el camino hacia el escritor, una suerte de road movie, y eso de fotografiar en el camino… porque yo vengo de la tradición del fotorreportero, yo tardé muchos años en guardar en una cajita mi Leica M6, una cámara de obturación central, analógica, no reflex, y muy silenciosa, muy discreta, yo era de los fotógrafos que siempre están con cámara, haciendo fotos urbanas todo el tiempo, muy girado en la buena fotografía mexicana, los grandes maestros.

—Eso quería preguntarte…

 

En ese momento el escritor Alfonso Mateo-Sagasta pasa por delante del ventanal enfundado en un anorak con el que se protege de la lluvia, nos saluda con gestos desde fuera, nos reímos.

 

—Me encanta que de pronto aparezca un escritor en medio de la entrevista —dice Daniel. Yo prefiero no retomar el tema del azar y seguir con mi pregunta.

—La pregunta era de dónde vienes fotográficamente, quiénes son tus padres, tus madres.

—Yo no tuve un maestro, si bien vengo de un camino académico, de escuela, de universidad, no siento que haya habido en mi vida un maestro fotográfico. Sí tuve una maestra en el secundario, que además era mi maestra de castellano, que se llamaba Nilda C. de Fister, su apellido, su ascendencia francesa, me marcaba ya el camino, pero cómo lo iba a imaginar con quince años.

La Fister era una profe muy difícil, así que muy poco querida, pero muy generosa. Y no tardé en darme cuenta de que era una persona muy especial, dictaba cursos fuera de horario escolar, gratuitos, de literatura, de cine y de fotografía, todo lo que amé y amo. También por eso en mi corazoncito no sabía si irme para un lado o para el otro. Y en esa época no existía el video y hacíamos cine en súper 8, y en el grupo que creció alrededor de la Fister, que se llamaba Sine Nomine, hacíamos cortometrajes documentales y de ficción, cine con actores… pero era un grupito bastante experimental y éramos algo vanidosos, y competíamos en un cineclub los sábados, y después de la proyección se pasaba al frente y había que soportar la crítica, y creo que ahí aprendí la importancia de la humildad en un artista: nos destruían (se ríe), simplemente porque éramos veinte o treinta años más jóvenes que ellos, y porque experimentábamos, no entendían lo que queríamos decir, y mi mano derecha, o yo era su mano derecha, era Campanella, que se volvió muchos años después archicélebre y oscarizado, y hay cortos de Campanella en los que yo fui actor, Campanella fue actor en cortos míos, yo fui cámara, él fue cámara…

"Me tomo la edición y el Photoshop como un artesano, paso mucho, mucho tiempo con ello, creo que cada fotografía es reflejo de mi propio trabajo y soy muy riguroso en la entrega de una foto."

—¿Conservas ese material?

—No, desgraciadamente no. Demasiadas mudanzas. Además el súper 8 era celuloide, así que seguramente frágil, además manipulado, porque agregábamos una banda sonora, en esa época no venía con banda sonora, era uno de los dos grandes problemas que tenía la voluntad de contar historias en súper 8, la calidad del sonido era bastante básica y el montaje, había una empalmadora..

—Había que cortar y pegar, claro.

—Y en diagonal, y luego con una scotch, yo tenía una moviola donde íbamos cuadro a cuadro, pero fue una gran escuela, mucho de lo que hoy aplico y que creo que es intuitivo viene en realidad de esa época, las leyes de la composición…

—¿No echas de menos esa parte artesanal? Porque ahora con la tecnología digital la relación con el material es distinta.

—Sí, pero yo me tomo la edición y el Photoshop como un artesano, paso mucho, mucho tiempo con ello, creo que cada fotografía es reflejo de mi propio trabajo y soy muy riguroso en la entrega de una foto, incluso cuando son fotos personales… porque imagino al escritor que del otro lado sonríe al ver el marquito negro que le pongo…

—Por cierto, has fotografiado a cientos de escritores, pero también a actores y músicos. ¿Conoces la frase de Chandler, que decía que los escritores tenemos la misma vanidad que los actores, pero carecemos de su encanto? ¿Es  distinto fotografiar a un escritor de fotografiar a un músico o un actor?

—No estoy de acuerdo con la frase de Chandler, yo le veo muchísimo más encanto a un escritor, no tiene esa cosa automática, forzada de los actores que creen saber cómo deben posar y que pueden falsear con facilidad un sentimiento… pero para serte sincero creo que es lo mismo fotografiar a un astronauta, un jugador de ajedrez, un actor, un escritor…

—De hecho hubo una época en la que fotografiabas a hombres de negocios.

—(Se ríe) Es lo que más añoro.

"A las siete de la mañana en la estación de Montparnasse me asaltaron y me rodearon, y se llevaron mi mochila con todo, mi equipo fotográfico, mi computador, y no me quedaba ni cómo hacer una foto. Ése fue el knock out que me dolió tanto como la pérdida de los cincuenta y cinco mil negativos"

—Porque te pagaban mejor.

—Porque me pagaban mejor y me decían cosas lindas. Tuve un par de años que me volví como “el fotógrafo de los banqueros”, es simplemente porque soy muy rápido, me llevaba el estudio a donde me decían, y claro, hacer una sesión de una hora y media o de doce minutos para un gran banquero, estoy hablando de directores, presidentes, es una gran diferencia, y luego veían que se sentían a gusto en esa imagen no oficial, y se contaban unos a otros, y me presentaban… También era una época en la que los bancos invertían mucho en comunicación, porque fue una época en la que hubo varios suicidios en empresas, no sé si te acordás, y tenían que mejorar su imagen, a veces con publicaciones internas, y ahí entré yo, y duró varios años, y era muy divertido, pero tuve varios toques en el travesaño, y la última, a la que no sobreviví, fue de un banquero en Toulouse, que como sabés es la capital del rugby, y cuando llego a fotografiar a este director de la sucursal más importante de Toulouse, me encuentro con este tipo de un metro noventa y cinco, guapísimo, y le digo ¿pero usted es banquero o jugador de rugby? Los dos, me dice. ¿Y dónde entrena? Por aquí cerca. Vamos, le digo, y lo fotografié en el estadio de rugby con saco y corbata y en la parte de abajo con shorts y la pelota de rugby. Y me echaron (ríe). Es lo que hablábamos hace poco, ese margen tan fino entre el humor y no pasarse. Para mí no era ridícula esa foto, pero para ellos lo fue.

 

Le llaman por teléfono e interrumpimos la entrevista. Daniel se retira a hablar y regresa un momento después.

 

—Como no podía ser de otro modo para una entrevista singular como ésta, hoy es mi cumpleaños, o mi no cumpleaños, como en Alicia en el país de las maravillas, porque nací el 29 de febrero, y como no hay más que cada cuatro… que un año casi lo festejamos juntos en Puerto Rico, con Mayra y Edurne…

—¿Qué escribes? —le pregunto a bocajarro, deteniendo los recuerdos: llevamos casi una hora hablando y la imagen se me está saliendo del marco—. Porque con tanta relación con la literatura parece casi imposible que no te hayas puesto a escribir en algún momento.

—He tenido fases, momentos, por supuesto de muy chico, quién no ha escrito un poema de amor, y sobre todo era una persona de largas lealtades epistolares, en un periodo pre-internet. Y es ahí donde comencé a admirar ese género maravilloso y donde aprendí a relativizar mis propios males, y creo que fue eso, en una primera instancia me generó un gran respeto y luego me anuló como escritor, porque lo hacía muy mal, y me fui refugiando en mis propias lecturas. Y aunque sea un tópico lo de que uno escribe cuando está muy bien o muy mal, empecé a escribir cuando estaba muy mal, justo después de lo de los archivos, quizá para refugiarme en lo que ya no está, para ponerle nombre, me sonaba como un mecanismo que me podía sacar hacia arriba, cómo nombrar lo que ya no existe, la escritura, el arte, como bálsamo contra el dolor, y escribí siempre en cuadernos Rivadavia de tapa dura, los cuadernos escolares que había en Argentina. Y había ido a un festival muy bonito que hay en Valparaíso, Porto Ideas, y dos semanas después tenía que ir al Hay de Arequipa, y decidí quedarme e improvisé un viaje a Argentina, por primera vez no fui a ninguna casa, reservé un aparthotel e hice un periplo por los cafés del barrio, que hay muchos, estaba en Palermo, Hasta que llegué a una librería café, con estanterías de madera hasta cuatro metros, piso muy cálido, sillones de cuero, café muy rico, (Alfonso Mateo-Sagasta, acto 2, dice Daniel, y vemos pasar al escritor cargado con las bolsas de la compra; si Daniel tuviese la cámara a mano seguro que habría corrido a fotografiarlo), y esos veinte días fui a la librería, me sentaba horas, como siempre muy atento a lo que sucedía a mi alrededor, seguro que uno de esos episodios se metió en lo que estaba escribiendo, y recuperé muchas cosas que estaban tan arrinconadas por la vida real que ni yo me acordaba de que estaban ahí.

—Es la ventaja de la literatura sobre la fotografía. Que no te hace falta que las cosas estén ahí para mostrarlas. Y te permite volver al pasado, la fotografía te ata al presente.

—Pero si naces en Buenos Aires y naces de fábrica con Lacan y con Freud no necesitas la escritura para eso. Siempre juego a recordar los sueños, ni bien me despierto, y es como un ejercicio, no hago nada con ellos.

—No los anotas…

—No, es como empezar el día contándome una historia, mi propia historia, y rememorando pequeñas cosas que en definitiva no eran tan pequeñas porque me las llevé a la cama conmigo y me estuvieron dando vueltas. No hago un diagnóstico, no las utilizo…

—Y lo que has escrito en esa época, ¿piensas publicarlo?

—Es interesante, porque ese cuaderno Rivadavia, el tomo uno, donde empecé cronológicamente con mi encuentro con Borges… lo perdí. Salió de Argentina y nunca llegó a Europa.

 

No tenía previsto preguntarle por un suceso muy duro para cualquier creador: la desaparición fortuita de una parte importante de su obra. Muchos de los negativos de sus fotografías, guardados en un despacho del periódico Le Monde, acabaron en la basura junto con el mueble que los albergaba. La pérdida, el periódico que se desentiende, la desesperación… Le han preguntado demasiadas veces y por eso iba a dejar de lado el tema, pero ahora las cosas se encadenan de una manera que casi me lo exige.

 

—Es como una obra dramática. Primero la pérdida de  los negativos…

—Los negativos y luego el robo que me terminó de hundir, cuando a las pocas semanas intentaba aferrarme a retratar, estaba yendo a trabajar en un festival que organiza Patrick Deville en Saint-Nazaire, a las siete de la mañana en la estación de Montparnasse me asaltaron y me rodearon, y se llevaron mi mochila con todo, mi equipo fotográfico, mi computador, y no me quedaba ni cómo hacer una foto. Ése fue el knock out que me dolió tanto como la pérdida de los cincuenta y cinco mil negativos.

"El mes que viene cumplo cuarenta años desde mis primeras fotografías con Borges."

—O sea, que después de la pérdida, te pones a reelaborarla y te enfrentas a una nueva pérdida… Y antes hablabas de Lacan y de Freud, habría que escarbar ahí. Esa situación en la que parece que todo te lleva a hacer tabla rasa.

—No, mejor no, para evitar la internación y la camisa de fuerza mejor no analizar. Y al mismo tiempo me parece que era importante ese ejercicio de sacar cosas, algunas las he vuelto a escribir. A partir de esa situación pública que no busqué, porque fue un tsunami de afecto, de escritores y no escritores, tantísimos, y varios editores me buscaron para editar un libro. El mes que viene cumplo cuarenta años desde mis primeras fotografías con Borges, y son muchas generaciones de escritoras y escritores, y he tenido la fortuna de haberlos conocido, ergo de haberlos fotografiado, y en muchos casos de haber atravesado trocitos de afecto y amistad, tengo muchísimas historias. Y me propusieron volcarlo en un libro, pero no me parecía el momento, me hacía un poquito de ruido que esos pedidos eran el resultado de lo que había sufrido, y es difícil mantener la calma cuando te pasa algo así. Pasar de recibir veinte mails por día a recibir veinte mil es un cambio radical. Y de pronto te llaman de televisiones que nunca se interesaron por tu trabajo, y te quieren poner en un plató… patético, y rechacé todo, sistemáticamente. Mario escribió un texto muy bello, muy literario, que además salió en veinte periódicos de todo el mundo, pero ¿sabés cuál es el periódico que publica a Vargas Llosa en Francia su Piedra de toque?

Le Monde.

—Y por casualidad esa Piedra de toque sobre mí no salió. Pero yo no di entrevistas, no me quería victimizar. Primero porque no podía, estaba realmente hundido, y también me di cuenta de que tenía que sufrir como vivía, con un perfil bajo, al margen, pero la tentación es muy grande porque al mismo tiempo tenés ganas de gritar, de putear, de señalar con el dedo, creo que nadie me puede acusar de haberlo hecho mal. Y hoy sí tengo ganas de contar, más bien, tengo miedo de olvidarlo. Llega un momento en tu vida en el que esos cajoncitos de la memoria se empiezan a cerrar. Tengo miedo a olvidar, pequeñas cositas, cómo se llamaba el hotel, dónde, qué estaba leyendo… Hace poco escribí sobre la última vez que retraté a Jorge Semprún. Yo he tenido la fortuna de fotografiar a Semprún muchísimas veces a lo largo de los años. No éramos amigos, porque no se puede ser amigo de todos, pero nos teníamos un enorme cariño, respeto, había complicidad, Y de repente coincidí con él en Sarajevo, en Jerusalén, en Francfort cuando lo premiaron, y yo estaba en esos lugares por casualidad, y a lo largo de esos encuentros lo venía retratando, él era muy riguroso, le tenía mucho miedo al ridículo y no era fácil. Yo estuve varias veces en su casa de la Rue de l’Université, y siempre le pedía, Jorge, ¿dónde está tu cuarto? Y él se reía y me decía, no, en mi cuarto no.

Jorge Semprún

—Igual que tú, porque te propuse quedar en tu casa y me has citado aquí. No creas que no me he dado cuenta.

—(Ríe) Pero no por los mismos motivos. Y coincidimos en una entrevista con Juan Cruz, en la casa de Jorge, y él no estaba nada bien, muy apagado, estaba triste, y tremendamente dolorido en la espalda… Y en ese último encuentro nevaba, y yo le había hecho fotos en el balcón, y buscaba otros lugares para no repetirme, y de pronto me dice, ¿no querías hacerme fotos en mi cuarto? Claro, en un primer momento una gran excitación, un enorme sí, pero me di cuenta de que quizá era una despedida y por eso me invitaba a esa geografía prohibida. Era un departamento muy bonito, se iba en ascensor del salón al cuarto, y cuando salgo del ascensor veo que en el cuarto estaba la televisión prendida, como estos viejitos solitarios que vencen la soledad a golpe del volumen de la televisión, pero nunca te imaginás que el gran intelectual que para mí ha representado tantas cosas y tan importantes todas, para España la memoria, y ahí estaba, la televisión prendida, y primero le pido que se siente en la cama, luego le pido que se acueste, le hago fotos de adentro, le hago fotos de afuera. Y en la mesita de luz estaba una novela de Juan Gabriel Vásquez, El ruido de las cosas al caer, y le digo que somos muy amigos, que compartimos sus primeros años de estudio en París, y en esa época no tenía wasap y tenía ganas de enviar un guiño a Juan Gabriel y le hago una foto de las manos de Jorge con el libro y luego se lo envío a Juan Gabriel. Y entonces esas pequeñas cosas, la televisión prendida, qué libro estaba leyendo, la invitación, son las que se pueden perder en algún cajoncito y son el motivo por el que tengo más ganas de escribirlo. Por miedo a olvidarlo y a deformarlo, a que lo reescriba el olvido.

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