Yo, que también fui estudiante en Salamanca, me entregué más de una vez al juego de buscar los escenarios de las andanzas que tanta fama dieron a Félix de Montemar y que propiciaron su encuentro con la muerte. Era un afán abocado al fracaso, porque no da José de Espronceda pistas al respecto y porque la ciudad que dibujan los versos de su célebre poema tiene escasa o nula correspondencia con la ciudad verdadera que la inspira, pero al mismo tiempo permitía abrir el campo a la imaginación, porque todo en la capital del plateresco —en especial cuando cae la noche y se encienden los faroles y prende en la piedra de Villamayor una extraña claridad fantasmagórica— induce a pensar en diálogos a media voz y amenazas clandestinas y confidencias olvidadas. No cuesta discernir si se camina con el oído afinado —sobre todo si es invierno y las calles se vacían y los oriundos y foráneos se retiran a una hora conveniente al abrigo de las casas y las residencias universitarias— los ecos de las lecciones que se dictaron hace mucho y de las palabras pronunciadas por las esquinas de otras épocas. Se conserva en el venerable edificio del Estudio, ése cuya fachada preside un relieve descomunal y enigmático desde el que una rana y una calavera saludan con cruel clarividencia las esperanzas del neófito, el aula donde impartió sus clases aquel Fray Luis de León que conoció el presidio tras verter al castellano los versos hermosos y lúbricos del Cantar de los cantares. «Como decíamos ayer», dicen que dijo al retomar el hábito docente ante sus estudiantes, tras largos años de encarcelamiento, y parece como si esa fórmula se hubiese inscrito a fuego en el genoma sentimental de esta ciudad donde el pasado es la coartada del presente y en la que se confunden la realidad y las ficciones, enredadas a perpetuidad en una trama compleja y fascinante de la que rara vez se sale ileso.
A la famosa Salamanca, insigne en armas y letras, conviene empezar a intuirla desde la distancia que concede la orilla sur del río, al pie del viejo puente que cruzaremos para encontrarnos con el carismático jovenzuelo que debió de ver la luz muy cerca de estos pagos. «Pues sepa Vuestra Merced ante todas cosas que a mí llaman Lázaro de Tormes», se presentó él mismo ante el mundo al que desveló los trucos y tratos de la picaresca, y aquí se exhibe junto al que fue el primero de sus amos, el ciego avaricioso y malencarado que le estampó la cabeza contra un toro de piedra que bien podría ser éste que vemos muy cerca, donde nacen las cuestas que avanzan para traspasar la antigua muralla medieval, y que acaso represente a aquél otro al que detuvo San Juan de Sahagún al grito de «¡Tente, necio!» para evitar que desgarrara con sus cuernos la humanidad de una multitud aterrorizada. Hay que recogerse ante la Cruz de los Ajusticiados y apreciar la brillantez caleidoscópica que desprenden las vidrieras de la Casa Lis antes de desembocar en el Patio Chico y tomar desde allí el callejón que conduce al jardín recoleto y escondido en el que se quieren enmarcar las vicisitudes de dos enamorados cuyos trances pronto se orientaron a un final trágico e irreversible. No hay evidencias de que Calisto y Melibea fuesen salmantinos, ni siquiera se puede decir que sea esta ciudad la que se entrevé en las páginas de esa maravilla que fue la tragicomedia que dio fama e inmortalidad a sus breves biografías y que todo el mundo conoce como La Celestina en honor a la maquiavélica alcahueta que se prestó a entrelazar sus destinos. Sí se sabe que su autor, Fernando de Rojas, anduvo haciendo el bachiller por estos lares, y quiere suponerse que su obra magna, fruto al fin y al cabo de su propia juventud, está inspirada en los enclaves que tanto debió de fatigar él por entonces. Este huerto que lleva el nombre de la infortunada pareja, y que irrumpe como una alucinación en la pétrea solemnidad del casco antiguo, lo pasean en su memoria los enamorados que gustan de asomarse al Tormes en los atardeceres de la primavera y también algún que otro estudiante solitario que viene a alimentar sus cuitas al pie del sencillo aljibe. Igual que es fácil imaginar a Melibea merodeando despistada, y a Calisto reconociendo en su rostro toda la belleza de Dios desde el otro lado de las tapias, tampoco cuesta vislumbrar al espectro de la pobre Elvira que, tristemente abandonada, rumia silenciosa en un perpetuo crepúsculo otoñal sus desventuras, con el viento diseminando las hojas del árbol caídas, tan marchitas como las ilusiones que la lucidez indeseada del desencanto desprende, ay, del corazón.
Pero no la buscábamos a ella, sino al galán que la humilló y se jugó luego sus prendas en una partida. Bien pudo ser don Félix de Montemar uno de los estudiantes que cada curso elegía el diablo como discípulos de las negras clases magistrales que impartía en su tétrica cueva. Aunque la existencia de esta demoniaca cavidad ha estado siempre en entredicho, es posible atisbar una de sus entradas, la que se encontraba en la cripta de la desaparecida iglesia de San Cebrián. Se respira en el solar que ocupaba el templo, la silenciosa plaza de Carvajal, la suave brisa del entremés cervantino, y a su arrullo iremos regresando hacia la Salamanca que se precia de haber ostentado galones eclesiásticos e intelectuales y cuyos buques insignia se elevan sobre los tejados como vestigios mudos de un poder latente. Basta con llegar al cruce entre Palominos, la Rúa Nueva, la Rúa Antigua y Compañía para tomar conciencia de lo que tuvo que ser esta Atenas mesetaria en un tiempo en el que todas las formas institucionales de la religiosidad católica confluían en ella —por algo alguien la llamó «Roma la Chica»— y tramaban la estrategia de su particular duelo de hábitos y sotanas. La sobria y hermosa catedral vieja se salvó de quedar convertida en un recuerdo cuando se decidió levantar la nueva —que empezó queriendo ser gótica y terminó convertida en un pastel moldeado sobre ojivas y adornado con profusión churrigueresca—, pero la mole de ésta se impone allá al fondo, por más que desde nuestra posición sobresalga la fachada mastodóntica de la jesuítica Clerecía, que casi oculta con su exuberancia barroca la mágica austeridad de la Casa de las Conchas; en el tercer vértice de esta encrucijada, al fondo del lugar del que procedemos, nos reclama el espléndido retablo que adorna el hastial de San Esteban, desde donde los dominicos sentaban cátedra ante el mundo y daban sus bendiciones a un Cristóbal Colón frustrado por los sinsabores de lo que sólo eran las vísperas de su gran aventura. Aguarda aquí el maestro Salinas, ése cuya música hacia serenarse el aire y lo viste de hermosura y luz no usada, y al son de sus acordes nos encaminamos hacia el venerable meollo universitario. Conviene dejar ir algunos minutos maravillados en la contemplación de lo poco que ha llegado hasta nosotros del fastuoso cielo que una vez adornó el techo de la biblioteca universitaria y hoy se exhibe en el patio de las Escuelas Menores, y no hay que perderse el paseo sosegado bajo las arcadas de un claustro que ejemplifica bien el afán con el que esta ciudad trata de sobreponerse al tiempo.
Por estos mismos lugares tuvo que andar Antonio de Nebrija cuando aún bullía en su cabeza el embrión de lo que iba a ser la primera Gramática de la lengua castellana, y también debió de conocerlos bastante aquella Beatriz Galindo que dominó los idiomas clásicos hasta el punto de verse rebautizada como la Latina y vivió en una casa que se conserva en la calle que ahora lleva su nombre. Sin duda Félix de Montemar se dejó ver por aquí cuando en esta arteria de Libreros y en sus venas aledañas se alineaban comercios y tabernas en las que dejar los cuartos que enviaba la familia, y puede que a espaldas de todo este batiburrillo —donde se levantaban una vez las casuchas y los burdeles del extinto Barrio Chino, convertido hoy en una zona residencial de gama media o alta, crecida al albur del flamante Palacio de Congresos y sometida a la perpetua vigilancia del vetusto Colegio de Fonseca— se desarrollase aquella partida que terminó mal y dio con nuestro hombre recorriendo a toda prisa una calle del Ataúd que tampoco existe, pero que yo siempre he querido ubicar en el tramo medio de la calle Compañía, esa leve curva larga y fría como los inviernos de estas tierras que nace en un cuadro de Murillo y desemboca en el nudo gordiano de los saberes y las artes. Era ese mismo trayecto el que seguía don Miguel de Unamuno para dirigirse desde su casa al Rectorado, y ese recorrido guio su último periplo cuando el tuerto Millán Astray, descerebrado y vil, decretó la muerte de la inteligencia en la solemne frialdad del Paraninfo. Porque también hay oscuridades en la intrahistoria salmantina, y también ellas lograron dejar su poso cierto en una posteridad que se ha convertido en este tiempo que vivimos. Muy cerca de las dependencias desde las que Unamuno orientaba los devenires del Estudio está el palacio arzobispal. Allí se le dio posada y se le puso mantel al Francisco Franco que iniciaba su cruzada triunfante, un césar visionario que habría hecho temblar de ira al mismísimo don Quijote cuyo progenitor, afortunadamente, aparece a la vuelta de la esquina para obsequiarnos con su benéfica compañía y hacer más llevadero el mal trago. «Salamanca, que enhechiza la voluntad de volver a ella a los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado», escribió el sabio Cervantes en su ejemplar El licenciado Vidriera. Una sentencia mucho más amable, y posiblemente mucho más certera, que el recurrente latinajo, Quod natura non dat Salmantica non praestat, que conocemos bien quienes un día nos pusimos a hincar aquí los codos.
¿Pero es posible que, con tanta vuelta y tanta divagación, le hayamos perdido la pista al escurridizo don Félix? No lo creo; por aquí anda, por aquí tiene que andar, porque es imposible dejar de ver a alguien en la larga recta que une la torre de la catedral nueva con los arcos que dan paso a la Plaza Mayor, que para unos es la más bonita de España y para otros la mejor de todo el mundo, sin que existan razones objetivas para desmentir a nadie. No hay la menor duda de que aquí late el corazón de esta ciudad que siempre reposa sonriente sobre sus tres colinas. En este zoco trapezoidal se acaban congregando los que son y los que están, y también quienes aspiran a estar o ya estuvieron y se consuelan ahora evocando lo que fueron. Por sus cuatro pabellones se apalabran citas y se dirimen disputas, se besa y se odia, se pondera y se maldice, se elucubra y se recuerda. Si el reloj del Ayuntamiento hablara, podría decir sobre la condición humana mucho más de lo que cabe en cien enciclopedias. Tanto fascina este rincón del callejero que apenas se repara en otra plaza aledaña, humilde y bellísima, que todos dicen del Corrillo y en la que aún pude ver yo sentarse al poeta Adares, que con sumo cuidado colocaba sus libros sobre una mesa plegable en la que saldaba versos y aforismos con el empeño de quien sabe que está entregando a los demás lo mejor de sus días. Puede que alguna vez se detuviera a charlar con él Gonzalo Torrente Ballester, que vivió aquí unos cuantos años y solía ir los domingos, a la hora del vermú, por el Café Novelty, uno de esos establecimientos que sobreviven a las modas y que permanece bajo los soportales como un dique de contención tras el que se parapetan los más egregios representantes de la intelectualidad y las élites locales.
No nos demoremos, que con tanto ir y venir corremos el riesgo de extraviarnos. La calle de San Pablo, estrecha y en pendiente, nos va bajando de regreso al río entre mansiones nobiliarias y vestigios de fortalezas extintas. La Torre del Clavero saluda nuestro paso igual que saludó el del ebrio Montemar que, aferrado al brazo de una dama cuyo rostro se ocultaba bajo un velo de tinieblas, caminó hacia la consumación de su merecida fatalidad. Cae la noche y todo se vuelve ensueño y sombra cuando reparamos en que no debemos de estar muy lejos de la desaparecida cripta de San Cebrián. Las campanas de la catedral y los conventos anuncian la inminencia de esa hora a la que los vivos parecen difuntos y los difuntos abandonan sus tumbas, y un grito estremecedor sacude la tranquilidad aparente de una ciudad que emerge de la oscuridad como un buque fantasma en medio de un océano infinito. Intuimos que otra vez la leyenda se ha cumplido y la muerte se ha llevado al estudiante sin que pudiéramos hacer nada para cambiar su suerte. Salamanca, mientras tanto, viste sus galas nocturnas con la impasibilidad que da el saberse eterna, como eterno es el ir y venir de quienes configuran su mayor razón de ser desde que el rey Fernando III otorgó y mandó que se crearan escuelas dentro de su perímetro. «El que quiera aprender, que vaya a Salamanca», se empezó a decir por aquellas fechas. El alto soto de torres no ha dejado desde entonces de ofrecer lecciones capaces de iluminar los siglos, ni se priva de susurrar enseñanzas que vale más mantener a resguardo en el oxidado baúl donde se guardan los secretos.
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