El día que desapareciste de mi timeline debió ser como cualquier otro. Ni siquiera me di cuenta. Todavía recuerdo con una sonrisa cuando me levantaba por las mañanas, y con los párpados todavía pegados por las legañas, encendía el móvil en busca de tu cara. Con el teléfono en la mano, cumplía con la primera micción del día, mientras reía al leer tu última ocurrencia. Me sorprendía descubriendo lo que habías cenado y me ponía triste viendo cómo aquel tonto te cogía de nuevo por la cintura. Me gustaba leerte cuando estabas enfadada. Comprobar cómo luchabas contra la injusticia desde tu perfil. También cuando seguías la moda y posteabas a qué famosa te parecías.
No recuerdo en qué momento te apartaron de mi lado —estaba tan acostumbrado a tu presencia en la pantalla de mi portátil que no pensé que pudiera suceder—, pero sí cuando llegaste. Tímida, sin avasallarme, sin pedir nada. Eras una más en aquel carrusel de sugerencias que mostraba Facebook. No te llemabas Lys Love ni Anne Moore, como aquellas sirenas del infrafacebook que trataban de seducirme con sus cantos, un día sí y otro también. Tu nombre era simple, y hasta aburrido, Begoña Fernández. Estabas con ropa en tu foto de perfil, y en la de la portada. No ponías morritos ni posturas sexys. Solo una sonrisa sincera. Quizás eso fue lo que me decidió a pedirte amistad. Tardaste varias semanas, pero la aceptaste. Y a partir de ahí te convertiste en mi mundo.
Consultaba el móvil cada cinco minutos, esperando encontrar una nueva notificación de tu estado. Comentaba en todas tus publicaciones. Podía tardar horas en decidirme por el texto apropiado, que en ocasiones se limitaba a un simple emoji sonriente. El día de la cena de empresa —como todos los años— bebí más de la cuenta y me atreví a ponerte uno de un beso. Desperté con una resaca horrible y un sentimiento de culpa atroz. Encendí el móvil dispuesto a borrarlo, pero para mi sorpresa le habías puesto un «me gusta». Dudé si debía responderte, sin saber entonces que esa sería la última vez que íbamos a hablarnos. Infeliz. Creía que todavía me esperaban cosas mejores, pero te evaporaste. Consulté en Google por qué tus ojos verdes ya no estaban en mi muro y el buscador me dijo quién era el culpable, el algoritmo. Pensé que esa era el nombre del moreno baboso que aparecía pegado a ti cada tres fotos que subías a la red social. Pero no. Se trataba de un conjunto ordenado de operaciones sistemáticas que permite hacer un cálculo y hallar la solución de un tipo de problemas. Maldito matrix borgiano el que nos ha tocado vivir. Este siglo XXI es una rayuela digital llena de engaños y mentiras.
He de confesarte, Begoña, que he dejado las redes sociales, todas. Borré mi cuenta de Facebook y eliminé la de Instagram. No quería más desilusiones. No podía volver a enamorarme. Durante un tiempo consumí porno online, pero en todas ellas, rubias, morenas, pelirrojas, asiáticas, altas, bajas, gordas, flacas, negras, suecas, brasileñas, jóvenes, maduritas, veía tu rostro.
Pregunté por ti en la parada del metro, en la panadería, en la junta de vecinos, en la delegación de Hacienda, en mi clase de yoga y en el bar de la esquina. Interrogué a los taxistas del Prado, a varios turistas, a un hombre de mirada triste que vendía flores —aunque nadie se las compraba—, a la encargada del McDonald’s de Plaza Castilla y al novio de mi madre. Nadie supo darme respuesta. Contraté un ingeniero informático para que te buscase en el ciberespacio, pero solo encontró una factura de 300 euros.
Quizás el amor 4.0 sea solo un reflejo de nuestros deseos, de nuestras miserias. Una mentira. Una gran mentira. Pero que nos permite seguir bailando.
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