Voy a comenzar este artículo realizando una afirmación arriesgada, lo sé. Pero asumo lo que de ella se pueda derivar. Así soy yo, un kamikaze de la opinión, qué le vamos a hacer. Ahí va: leer te convierte en alguien que lee y escribir te convierte en alguien que escribe.
¿Cómo? ¿Que no te parece para tanto? ¿Que es evidente? ¿Una obviedad? Sí, ahora que lo dices, la releo y tienes razón. Puede que se me haya olvidado un adverbio. A ver esta vez: leer solo te convierte en un alguien que lee y escribir solo te convierte en alguien que escribe.
Sí, sería maravilloso que al unir unas palabras con otras en nuestro cerebro nos trasformásemos, cual pócima de la aldea gala creada por Uderzo, en personas más tolerantes, más solidarias, más amables, más humanas, más analíticas… Pero no, siento decirles que no es así. No hay ningún estudio de la Universidad de Wichita que confirme esta teoría. Y cualquiera sabe que todo lo que no confirma una universidad de un recóndito rincón de Norteamérica no se puede afirmar así tan a la ligera.
Hace unas semanas el escritor Juan Carlos Márquez (@JCarlosMarquez8) twitteaba esto:
«Hay pocos lectores. Muy pocos. Cada vez menos. La prueba es que se sienten muy especiales, yo diría que orgullosos. Posan junto a los libros que leen. Tienen una necesidad constante de contarlo. La autopromoción del lector es tanto o más intensa hoy que la del escritor».
Yo añado, si se me permite, que cada vez observo más lectores, no sólo orgullosos, sino con cierto aire de superioridad moral sobre algunos de sus interlocutores simplemente por el hecho de leer. No digamos ya si supuestamente lo que uno lee es eso que se denominan «autores literarios» y no el best seller de turno.
Provengo de un pueblo de Cuenca en La Mancha más profunda, donde ya solo van quedando los más viejos del lugar. No cuenta con una sola librería o biblioteca de relevancia en más de treinta y cinco kilómetros a la redonda. Afirmaría, sin temor a equivocarme, que más del 50% de su población es analfabeta o semianalfabeta. En todo caso, que se podrían contar con los dedos de una mano los que utilizan su capacidad lectora para descifrar más allá de los mensajes necesarios para la vida cotidiana: prospectos farmacológicos, carteles informativos, programas de ferias populares, etc., etc.
Sin embargo, les puedo garantizar que, hasta donde yo percibo, no parece que el porcentaje de psicópatas, delincuentes en general o, sin más, groseros y maleducados de andar por casa, sea mayor que el de cualquier otro rincón del planeta. Ya no digo tanto, tampoco parece serlo el de homófobos, xenófobos o la fobia que más les disguste.
Diría, incluso, que se respira una cierta amabilidad, solidaridad, colaboración social y respeto, mayor que en muchas otras poblaciones. Aunque supongo que esto tampoco es mérito de su poco interés por la literatura, sino de la paz y la menor acumulación de estrés que otorga vivir en una localidad tranquila.
Por el contrario, conozco un buen número de lectores, críticos, eruditos y escritores que no son especialmente un dechado de virtudes y a los que trato de frecuentar lo justo y necesario que me imponen mis obligaciones laborales.
¿Alguien pone en duda acaso que, como recordó Paul Auster en su discurso al recoger el Premio Príncipe de Asturias, los tiranos, los asesinos y los dictadores leen novelas y disfrutan con ellas?
Efectivamente, por muy obvio que parezca, leer sólo te convierte en lector y escribir sólo te convierte en escritor.
«En otras palabras —continuaba Auster su discurso—, el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un médico o un maquinista. Pero, ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple pérdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es lo que nos distingue de las demás criaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos».
Yo también lo sostengo y añadiría que es, sobre todo, una de las mayores fuentes de placer que conozco junto con el sexo. Creo que no leer es equivalente a no follar. Uno no sabe lo que se pierde.
Me da pena la gente que no lee y me da pena la gente que no folla. Pero no considero que un mundo conformado por lectores fuese necesariamente un mundo mejor —dicho sea de paso, sí lo opino de un mundo lleno de personas que practican sexo—. Aunque, probablemente para centrar la discusión, tendríamos que definir qué consideramos un mundo mejor. Pero eso es harina de otro costal.
«El carlismo se cura leyendo y el nacionalismo viajando», aseguró Pío Baroja. Ojalá fuese tan fácil, maestro Pío. Solo hace falta ver los informativos para darse cuenta de que no es así ni por asomo.
No sé ni cómo he llegado a este blog, pero estoy completamente de acuerdo con todo lo que dices (y me ha encantado la entrada). Justo hoy acabo de publicar yo otra entrada sobre la supuesta falta de calidad de la literatura comercial, que guarda mucha relación con la línea de este artículo.
Es que yo también vengo observando esa superioridad moral con la que algunos se declaran lectores empedernidos. Y, francamente, no entiendo de dónde viene esa creencia. A mí me encanta leer, pero no dedico el día a pasárselo por los morros a los demás. Si otros prefieren emplearse en otros hobbies, pues ole por ellos, que cada cual haga lo que más le guste.
En fin, me ha alegrado comprobar que no soy la única con este punto de vista. 🙂