La Valencia de finales de los 80 y principios de los 90 era una ciudad de descampados cuyos barrios más próximos al mar —como el mío— se inundaban con cada gota fría de otoño. Mi grupo de amigos lo conformábamos (y seguimos haciéndolo) hijos de familias trabajadoras, niños del baby-boom de los 60 y 70 que se las tuvieron que ver con la objeción de conciencia o la mili (para los chicos) y con los númerus clausus (para todos y todas) de la ya próxima universidad, la cual se presentaba como la puerta para un futuro mucho mejor que el de nuestros padres. No podíamos saber entonces que aquellas certezas que creíamos que colgaban de un título universitario se irían por el sumidero de la crisis que nos atropelló al cumplir los cuarenta.
Todos los grupos de amigos adolescentes tienen códigos y conductas propias. Una de las características del mío era lo que llamábamos la “Biblioteca Flotante”, es decir, el conjunto de libros que pasaban de mano en mano sin que se supiera muy bien quién era el dueño original ni, como es lógico, volviera nunca a sus manos. En aquellos tiempos y aquellos barrios sin Internet había que comprar los libros, los cómics y los discos. Y para todo no había.
Los volúmenes de la Biblioteca Flotante tenían un denominador común: eran los libros que queríamos leer y no los que nos mandaban leer. Era la biblioteca compartida de unos frikis que aún no sabían que lo eran y cuando ser friki tenía cierto mérito puesto que necesitaba de algo más de esfuerzo intelectual que el comprarse una camiseta con la máscara de Darth Vader o un pijama con el escudo del Capitán América. Habíamos leído a Tolkien, a Howard, a Lovecraft, a Asimov, a Stephen King y a Frank Herbert. Devorábamos la ciencia-ficción de Dan Simmons y la fantasía de magia y espada de la saga de la Dragonlance o la de Elric de Melniboné. Con Mortadelo y Filemón y los superhéroes de Marvel y DC como guías vislumbrábamos el camino a la novela gráfica de calidad. Y jugábamos a rol con el RuneQuest y el Dungeons&Dragons en esos veranos adolescentes cuyas tardes no acababan nunca. Un buen día, alguien aportó a la Biblioteca Flotante un librito cuya portada repleta de caricaturas no parecía encajar con el resto del fondo editorial de nuestra Biblioteca Flotante. Y con el préstamo venía la orden de que, una vez leído, no se podía comentar nada de la historia al siguiente lector para no estropear el placer y la sorpresa (aún no sabíamos lo que era un spoiler). Se llamaba El color de la magia y su autor era un tal Terry Pratchett quien, si el Alzheimer no se hubiera ensañado con él, este sábado hubiera cumplido 70 años.
Determinadas ficciones cargan con su condición de “género” como un despectivo sambenito respecto a la “literatura” a secas como le pasa, por ejemplo, la novela negra (y aquí lo cuento). Pero, si nos metemos en el terreno de la fantasía épica ya hablamos de los parias entre los parias. Para más inri, Pratchett decidió cimentar su obra en hacer una parodia de las historias de magia y dragones. Tal cosa era lo mismo que comprarse un billete sólo de ida hacia la insignificancia literaria más marginal (o de culto, que en moderno es sinónimo de fracaso total). Pero ¿saben lo mejor de todo? Que la cosa funcionó y Pratchett, a su muerte, era el segundo autor británico con más ventas de la Historia, sólo por detrás de la madre de Harry Potter, J.K. Rowling. Sus 56 novelas (especialmente las 41 de la saga del Mundodisco) han sido traducidas a 37 idiomas, de las que se han vendido más de 85 millones de copias. No está nada mal para un friki.
Terry Pratchett nació el 28 de abril de 1948 en Beaconsfield, una pequeña ciudad entre Londres y Oxford donde vivió sus últimos años y está enterrado otro grande de la literatura “de género”, G.K. Chesterton. Periodista de profesión, Pratchett trabajó en varios periódicos regionales ingleses hasta que, a principios de los 80, fue nombrado responsable de comunicación de una central nuclear. Amante de la literatura de ciencia-ficción, durante la década de los 70 había publicado tres novelas (The Carpet People, The Dark Side of the Sun y Strata) y algunos relatos cortos. No obstante, su conversión en un fenómeno mundial llegaría con El color de la magia, el primer volumen de la saga del Mundodisco que fue publicada en el Reino Unido en 1983 y en España en 1989 de la mano de la editorial Martínez Roca.
Decía el periodista y escritor Jacinto Antón en el obituario que escribió sobre Pratchett en El País que era difícil decidir si el universo del Mundodisco surgido de la imaginación del británico es “una de las creaciones más geniales jamás alumbradas por el ser humano o una de las más tontas”. Y es que la literatura de Pratchett provoca el mismo efecto que el humor absurdo de los Monty Python, ante el que uno no sabe si es, en efecto, una inteligentísima genialidad o una completa majadería con la que nos están tomando el pelo. Y en esa duda más que razonable está, precisamente, el secreto de su gracia. En todo caso, la desigual saga de 40 novelas del Mundodisco (junto a las otras quince ajenas a ella) convirtieron a Pratchett en un mito, casi en un personaje mítico para la legión de seguidores que atesoró en todo el mundo. Y todo ello gracias a una historia descacharrante, a veces absurda pero extremadamente divertida cuyos primeros compases estaban en aquel librito que pasó de mano en mano en aquel grupo de adolescentes valencianos de finales de los 80, entre los que se encontraba servidor de ustedes. Como entiendo que la prohibición de contar algún detalle del argumento sólo era válida para los usuarios de la Biblioteca Flotante, me van a permitir algunas pinceladas.
El color de la magia narra la historia de Dosflores, el primer turista (y probablemente también el último) de la historia de Ankh-Morpork, la capital del Mundodisco. Se trata, claro, de un mundo imaginario cortado por el patrón de la Tierra Media de Tolkien —o, si quieren, los Siete Reinos de Juego de Tronos— pero con algunas descacharrantes peculiaridades. Para empezar, su propio nombre indica que, en efecto, el planeta es plano como una tabla y está sostenido por cuatro elefantes (que se llaman Gran TPhon, Tubul, Berilia y Jerakeen). Estos paquidermos están sobre el caparazón de una tortuga descomunal que mide 15.000 kilómetros desde el pico hasta la cola y que responde al nombre de Gran A’Tuin. Alrededor del disco orbitan el sol y la luna. La tortuga surca el espacio exterior y existen dos teorías al respecto sobre su peregrinaje. La primera de ellas defiende que Gran A’Tuin recorre el universo de principio a fin sin más motivación que ésa. La segunda teoría es mucho más inquietante porque especula con la posibilidad de que Gran A’Tuin viaja en busca de otro miembro de su especie con el que aparearse y crear así nuevos mundos. Y los sabios de Mundodisco están preocupados, sobre todo, por la posiblidad de que Gran A’Tuin sea hembra y que su hogar sea aplastado en la cópula cósmica.
A la ciudad principal de este desquiciante mundo llega Dosflores junto a Equipaje, que es un baúl con patas e instintos homicidas. Dosflores contrata a Rincewind como guía turístico, ignorando que se trata del mago más inepto y cobarde de la historia, y juntos recorrerán el Mundodisco encontrándose en todo tipo de situaciones absurdas y personajes entre desconcertantes y ridículos, como el nonagenario Hrun el Bárbaro (que ya era una leyenda cuando el abuelo de Rincewind) los dioses Io, Sino y Dama (desesperados por tener creyentes) o la misma Muerte, cuyo encuentro con Rincewind es de esta guisa: “Así fue como Rincewind, que corría —con el Equipaje trotando tras él— por los populosos bazares de Ankh-Morpork, iluminados por bengalas al anochecer, tropezó con una figura alta y sombría. Se volvió para dedicarle unas cuantas maldiciones, y se encontró frente a frente con la Muerte. Tenía que ser la Muerte. Nadie más iría por ahí con las cuencas de los ojos vacías, claro. Y la guadaña que llevaba al hombro era otra pista”. Y así es todo el libro y los otros 39, lo cual me obliga a confesar que no los he leído todos, pues Pratchett es sencillamente inabarcable, y más al considerar que escribió su medio centenar largo de obras en 32 años. La producción del escritor británico —que murió como sir en reconocimiento a su labor literaria— es como el queso de roquefort: o la amas (como millones de personas en todo el mundo) o la detestas, ya que incluso hay quien dice de él que es el padre de todo un subgénero dentro del género fantástico y que no sería otro que el Surrealismo Mágico… aunque incluso esto sea, quizá, un chiste.
La obra de Pratchett está, literalmente, plagada de referencias a la fantasía épica y a la cultura popular. Y todo ello salpimentado de su peculiar sentido del humor desde los términos más británicos, si es que tal cosa existe. El día de su muerte, el 12 de marzo de 2015, la red social Twitter se vio invadida por frases y chistes extraídos de las novelas de Pratchett en docenas de idiomas diferentes. Y no me resisto a reproducir unas cuantas. De los alquimistas de Ankh-Morpork decía que “a grandes rasgos, la única habilidad que habían descubierto hasta el momento era la capacidad de convertir oro en menos oro” o que determinado guerrero “se le consideraba algo así como un intelectual porque algunos de sus tatuajes no tenían faltas de ortografía” o que la Historia “tiene la costumbre de cambiar a las personas que se creen que la están cambiando a ella”.
Mención aparte en este recuerdo a Terry Pratchett merece una de las dos novelas que escribió a cuatro manos. Y tal es así porque el padre del Mundodisco unió sus fuerzas al talento de uno de los creadores de ficción (guionista de cómics y novelista) más interesantes de las últimas décadas: Neil Gaiman. Tal y como explica mi compañero de celda de Zenda Rogorn Moradan, Gaiman “es uno de los renovadores de la narrativa de fantasía, con un estilo muy personal y exitoso, que bebe de los maestros Tolkien y Lewis y le añade la oscuridad de Shelley y Poe”, y, añado yo, artífice de cómics tan importantes como The Sandman y de novelas tan especiales como American Gods. Juntos publicaron, en 1990, la novela Buenos presagios (Good Omens), una delirante historia sobre el Apocalipsis llena de divertidas referencias al género del terror demoníaco y, muy especialmente, a la película La profecía. Pocos podían prever que el discurso oscuro y desasosegante de Gaiman pudiera combinar tan bien con el humor absurdo de Pratchett. Pero lo hizo. Buenos presagios cuenta los intentos de un ángel, Azirafel, y un demonio, Crowley, por evitar, juntos, la llegada del Anticristo y el Fin del Mundo en la batalla definitiva entre el Bien y el Mal. Ambos, después de siglos viviendo en la Tierra, se han humanizado tanto que no quieren que se acabe el confortable modo de vida que uno y otro han conseguido montarse en el Londres de fin del siglo XX. El problema es que parece inexorable que se cumpla lo que figura en el libro Las buenas y acertadas profecías de Agnes la Chalada, el único compendio de augurios que resultaron ser ciertos a pesar de que nadie entendía los vaticinios de esa adivina del siglo XVII que advertía de chifladuras tales como “no te compres un vídeo Beta”, por ejemplo. Y no se pierdan el resto, porque es una malévola delicia.
Tanto El color de la magia como Hogfather (otra de las novelas ambientadas en el Mundodisco, traducida al español como Papá Puerco) han sido adaptadas al cine con, para mi gusto, escasa fortuna. No obstante, el pasado mes de marzo, la BBC anunció que estaba trabajando en un proyecto para hacer una serie de televisión de seis episodios basada en el Mundodisco. A eso hay que unir que, pese a que el ex Monty Python Terry Gilliam quiso adaptar Buenos presagios al cine durante años, finalmente será la multinacional Amazon la que adaptará la novela a una serie de televisión con David Tennant y Michael Sheen en los papeles del demonio Crowley y el ángel Azirafel. Como puede verse, la parodia —que podría considerarse como un género aún más menor, si se me permite el exabrupto gramatical— de un género menor como la fantasía épica o el terror, ha demostrado un vigor narrativo, una fuerza imaginativa y, sobre todo, un apoyo masivo que para sí quisieran otros ejemplos de esa “Literatura” que no quiere llevar el apellido del “género” para seguir regodeándose en su automarginación revestida de solemne tedio. Pratchett, en suma, es el epítome del triunfo incontestable de los frikis. Chicos, ganamos.
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