Termino de escuchar, por fin, el audiolibro de Los hermanos Karamazov. Unas cincuenta horas de escucha. A ratos se me ha hecho cuesta arriba, sobre todo las disquisiciones teológicas y algunas historias que añadía, supongo, porque le pagaban por las entregas, no por el libro en sí. A pesar de lo arduo, ha merecido la pena. Muy interesante como construcción (las relaciones entre los caminos que sigue cada personaje), y también, y eso no lo sabía, como juego con el realismo: a veces la novela es de un realismo extremo, a veces se vuelve romántica; de pronto el narrador omnisciente nos dice que no está seguro de haberse enterado de todos los pormenores del juicio contra el acusado de parricidio, o que quizá no ha prestado la debida atención; y en otro momento se refiere a un personaje del que afirma, contraviniendo la suspensión de incredulidad que supuestamente nos hace tomar como real lo narrado en una novela, que su historia es muy interesante y merecería una novela aparte, pero que no sabe si la escribirá, subrayando así la condición de inventadas de todas las peripecias que nos ha narrado.
Como ahora parece un alarde de iconoclastia realizar críticas de los clásicos señalando que son un rollo y una pérdida de tiempo, supongo que algún lector de esta novela también diría: vaya petardo semi filosófico, y todas esas mujeres que se desmayan (aunque se desmayan mucho más en las novelas de Tolstoi), y todo ese patetismo… Hay quien lee a los clásicos a través del filtro del gusto actual, asumiendo que nuestras expectativas son las buenas y por eso podemos liquidar de un plumazo las de otras épocas.
He leído recientemente a varios a escritores contemporáneos que afirman detestar la solemnidad. Muchos de ellos me parecen menos críticos con la frivolidad. Lo ideal sería encontrar una tercera vía, que nos impida meternos en la literatura engolando la voz (aún lo hacen algunos periodistas culturales) y convirtiéndola casi en una religión, pero que también nos separe de la posibilidad de hablar de literatura no sólo sin conocimiento sino haciendo gala de ignorancia como una manera honesta y “cercana” al lector normal. Hoy todos queremos ser “uno más”, presumimos de no tener nada que enseñar, de que escribimos para entretener, de que nuestra literatura sólo hace preguntas, con un miedo cerval a que alguien nos encuentre arrogantes o pretenciosos, porque los compradores están en la masa y nadie quiere alejarse de ella.
Me acabo de dar cuenta de que lo más interesante de Los hermanos Karamazov no es el tema de la culpa, ni el del mal, ni el de la violencia y las pasiones. Lo que más me ha llamado la atención es cómo, a través del juicio a un supuesto asesino, Dostoievski nos muestra la impotencia de la psicología para desentrañar nuestras acciones y que sólo podemos mantener una relación fiable con el mundo a través del lenguaje y la imaginación. Dostoievski, quizá sin saberlo, está defendiendo el poder de la ficción.
E. y yo participamos en el Congreso de Novela y Cine Negro de Salamanca. Cada vez nos invitan a más congresos y ferias y eventos literarios a los dos a la vez, supongo que acostumbrados a vernos por ahí con el documental Vida y ficción y con la conversación Representar la violencia. Empezamos a ser pareja artística, como…, como…, no, todas las que se me ocurren resultan deprimentes (y la peor no son Abbott y Costello).
Siempre resulta reconfortante participar en un congreso tan bien organizado y con tanto público. Cuando vas a un encuentro en el que el público está compuesto sobre todo por los propios organizadores y por un par de personas que participan en la mesa que va después de la tuya te quedas con la impresión de ayudar a despilfarrar los recursos ya de por sí escasos que recibe la literatura. Todos los escritores habremos tenido alguna vez esa sensación de desaliento: un largo viaje, dormir en un hotel, haber costado a los organizadores honorarios, trayectos, comidas, etc. Y luego hablar para una sala casi desierta. Cuando hay poca gente en un acto mío, aparte del momentáneo malestar por el aparentemente escaso atractivo de mis libros (o mío), tengo también la impresión de estar no diré malversando, pero sí malempleando recursos que podrían usarse mejor en otras cosas. Al mismo tiempo soy consciente de la necesidad de apostar no sólo por autores que llenan salas, dar voz pública a literaturas menos populares, apoyar la diversidad, invertir aunque a veces parezca que sin rendimiento. Todo eso lo sé. Y sin embargo siempre llega ese momento en el que miro al escaso público y me pregunto: ¿qué demonios estamos haciendo aquí?
En una gran cadena de librerías y aparatos electrónicos pedían al autor que presentase su libro aunque no hubiese acudido un solo asistente porque grababan la intervención (necesitaban recursos para su web). Me pregunto cuántos autores se someterían a esa humillación. No, no, lo juro, a mí no me pasó… ¿O sí y he borrado el recuerdo para no avergonzarme?
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