Durante el siglo XIX se sucedieron movimientos artísticos antagónicos que parecían surgir de la negación del anterior. A comienzos de la centuria eclosionó el romanticismo por oposición al clasicismo. Más tarde el naturalismo en contraposición al romanticismo. Por último, al final del siglo, el simbolismo se opuso al naturalismo.
En el prólogo a un reciente libro, El lector decadente (Atalanta, 2017), Jacobo Siruela afirma que no debemos entender estas oposiciones en términos de negación sino en términos de complementariedad entre unos movimientos y otros. Los estilos artísticos surgen, en efecto, para complementar lo anterior, para encontrar nuevas visiones. Nacen, en definitiva, como una búsqueda, por mucho que la crítica y la historiografía resalten el acto de denegar, e incluso denostar lo anterior.
Pero también hay artistas que escapan a toda clasificación y no se oponen a nada, pues son, simplemente, distintos. Tal es el caso del protagonista de mi próxima novela: Odilon Redon (Burdeos, 1840 – París, 1916). Redon vivió en Francia en la época del realismo y del simbolismo, pero hoy la crítica lo considera un vanguardista “avant la lettre”, un precursor del surrealismo, movimiento que se iniciaría en los años 20 del siglo XX, de la mano de André Breton.
Otro artista que escapó, o al menos trascendió su época, fue el pintor más admirado por Redon: me refiero al romántico Eugene Delacroix (Charenton Saint Maurice, 1796 – París, 1863). Buscando información acerca de Delacroix, entré en una librería de viejo y descubrí una serie de libros en tapa dura editados en los años sesenta. Se vendían a la módica suma de tres euros. El precio de saldo contrastaba con el lujo de las ediciones. En particular, encontré uno editado por Prensa Española en 1969 bajo el título de Delacroix. Formaba parte de la colección Grandes de Todos los Tiempos. Había una pila de libros de esta misma serie dedicados a Julio César, a William Shakespeare, a Napoleón Bonaparte, a Johann Wolfgang Goethe. Los nombres de los protagonistas aparecían en la portada en grandes letras mayúsculas: CÉSAR, SHAKESPEARE, NAPOLEÓN, GOETHE, DELACROIX. Resultaba curioso que la ampulosidad de los títulos recordara precisamente la exaltación del individuo propia del romanticismo. Compré el libro de Delacroix, por la módica suma de aquellos tres euros.
Delacroix fue idolatrado por los simbolistas y los modernistas franceses, que lo consideraron su antecesor, su padre espiritual. Frente al realismo, que preconizaba la copia del natural y el reflejo veraz de la realidad, los simbolistas, al igual que los románticos, se dejaban llevar por la fantasía, huían a otras épocas y a otros lugares buscando la inspiración. Adicionalmente, el arte de Delacroix contiene una característica sutilmente actual: la imprecisión, la indiferencia por los detalles frente al conjunto. Para explicarlo referiré un par de anécdotas que se encuentran en el libro editado por Prensa Española.
La primera alude al antagonismo entre Delacroix y su contemporáneo, el neoclasicista Jean Auguste Dominique Ingres (Montauban, 1780 – París, 1867). Cuenta el pionero de la fotografía Maxim du Camp que, en cierta ocasión, Ingres y Delacroix coincidieron en una comida, invitados por un banquero. Tras el ágape, se suscitó un debate artístico entre ambos que terminó con la paciencia de Ingres: “¡El dibujo, señor, el dibujo significa probidad en el arte, significa honor!”. Ingres estaba tan nervioso que derramó el café sobre su chaleco, se levantó y se dirigió a la puerta. “¡No permito que se me insulte ni un minuto más!”, gritó. Delacroix, en cambio, permaneció impasible, sin hacer ademán o aspaviento alguno. Lo que Ingres no le perdonaba, ni le perdonaban las academias de la época, era que hubiese privilegiado el color frente a la línea, que representaba el dibujo. La línea era precisa; el color, en cambio, impreciso.
Sobre la imprecisión gira la segunda anécdota que voy a contar. El relato data de los comienzos artísticos de Delacroix, concretamente de 1824, cuando se presentó en el Salón de París el cuadro La matanza de Scio. Acababa de morir el poeta Lord Byron —idolatrado por Delacroix— en Missolonghi, Grecia, ayudando a los griegos a independizarse de los turcos. La matanza constituyó un acto de feroz represión de los turcos contra los griegos. Estos últimos encarnaban por aquel entonces el ideal romántico de la libertad. El cuadro, de grandes dimensiones (4,19 x 3,54 metros), obtuvo una medalla de oro del Salón de París y fue adquirido más tarde por el museo del Louvre. Sin embargo, no contó con el beneplácito del conjunto de la crítica, que lo consideró de mal gusto, por el amasijo de cadáveres que exhibía. Al parecer, un pintor de segunda fila llamado Girodet preguntó a Delacroix por qué no había acabado de pintar el ojo de una figura femenina “que, sin embargo, era tan bello visto desde lejos”. Delacroix le respondió displicente que si tenía que acercarse tanto al cuadro para buscar sus defectos, era mejor que se mantuviera alejado.
La imperfección, la incapacidad de Delacroix para terminar, para corregir sus obras, fue una constante en su vida. Se cuenta que una hora antes de que abriera sus puertas al público el referido Salón de 1824, Delacroix estaba todavía retocando con el pincel La matanza de Scio, de modo que cuando ingresó en el lugar la crítica y el público en general, la pintura todavía no se había secado.
Delacroix encarna al pintor total. Cuenta Odilon Redon que la explosión de su arte se produjo en 1832, cuando acompañó al conde de Mornay al norte de África. Mornay era un diplomático de la época, un dandi aficionado a los ropajes y a la decoración orientales. En 1832 le encargaron una misión diplomática ante el sultán de Marruecos. Su amiga, la actriz mademoiselle Mars, le recomendó que llevara consigo a Delacroix, en calidad de cronista del viaje (debo apuntar que Delacroix fue uno de los grandes diaristas del siglo XIX, lástima que sus diarios no se encuentren editados en castellano).
Con Mornay, el pintor visitó Tánger, Orán, Argel… Se produjo en él durante su periplo una explosión de creatividad de la cual dejaron constancia decenas de cuadernos, de textos, de dibujos. En palabras de Odilon Redon: “En Marruecos fue donde se encontró a sí mismo. Allí tomó del natural unas notas precisas y, a partir de los efectos variados y múltiples del paisaje, creó unos documentos que le servirían para siempre”. África fue para él una cantera inagotable de imágenes.
Delacroix se caracterizó, en suma, por retratar lo pequeño —los aludidos apuntes de Marruecos— y lo gigantesco —La matanza de Scio, La muerte de Sardanápalo, La libertad guiando al pueblo—. Nunca le interesó demasiado la política ni la sociedad, tan solo el arte. En una carta dirigida a George Sand, deplora resultar “retrógrado” o “reaccionario” al afirmar que las revoluciones liberales le producen disgusto, “no desde el punto ideológico, sino porque perturban sus costumbres, le impiden transitar por las calles, debido a los desórdenes públicos, alteran el horario de sus comidas…”. Resulta cómico que estas palabras provengan del autor de La libertad guiando al pueblo.
Concluiré este artículo enunciando una última anécdota autobiográfica de Odilon Redon. Tal como he escrito más arriba, Redon era un admirador acérrimo de Delacroix, pero éste murió cuando aquél tenía tan solo veintitrés años. A pesar de ello, Redon vio a Delacroix en una ocasión. Ocurrió en 1859, en el baile oficial de la Prefectura. Redon tenía diecinueve años y asistía por primera vez a un baile junto a su hermano Ernest. Afirma el pintor de Burdeos que “Delacroix tenía la belleza de un tigre; la misma soberbia, la misma elegancia, la misma fuerza (…). Se mantenía de pie, él solo frente a un grupo de mujeres sentadas (…). Nos acercamos discretamente y el maestro nos clavó una mirada única, más radiante que un candil”. Pero cuando Redon iba a hablarle, un tal Auber se interpuso, porque quería presentarle a una joven princesa Bonaparte que deseaba conocer al artista. Redon ya no podrá hablarle en toda la noche, pero tanto él como su hermano seguirán espiándolo en medio de la multitud hasta que el genio, el “grande de todos los tiempos”, se canse y decida volver a casa, momento en el cual Odilon y Bertrand deciden abandonar el baile y seguirlo disimuladamente por las calles para saber adónde va. Y, en este punto, dejo de nuevo la palabra a Redon:
“Atravesó solo el Paris nocturno, con la cabeza gacha, andando como un gato sobre las aceras de los barrios elegantes. Un letrero que rezaba “Cuadros” llamó su atención; se acercó, lo leyó y se marchó con su sueño —me refiero a su idea fija—. Atravesó la ciudad hasta la puerta de un apartamento de la rue La Rochefoucauld donde ya no vivía. ¡Era, cómo no, un despistado llevado por la costumbre! Rehízo el camino tranquilamente acompañado de sus pensamientos, hasta la callejuela Fürstenberg, calle silenciosa donde moraba en aquella época.
Desde entonces pasé muchas veces delante de la modesta puerta por donde desapareció aquella noche e incluso cedí a la piadosa curiosidad de visitar el apartamento…”
A quien desee saber cómo continúa el relato, le recomiendo la lectura del libro de Odilon Redon A sí mismo. Diario 1867-1916 (Editorial Elba, 2013, traducción de Elena Vilallonga). Yo me quedo en aquella noche parisina de 1859, frente a la puerta de la callejuela Fürstenberg que acaba de cerrar Eugene Delacroix.
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