Golpes (Alrevés) es una novela basada en hechos reales, en la que se desvelan los entresijos de una vida dedicada a bucear en las aguas del narcotráfico. Pere Cervantes, su autor, que trabajó 25 años como policía, sostiene que «la verdadera voz de las calles no es la que aparece en las películas». Ofrecemos el comienzo de este libro, galardonado con el Premio Letras del Mediterráneo otorgado por la Diputación de Castellón.
Round 1
Suena la campana
En las historias de amor, como en el boxeo, los golpes son siempre una posibilidad. Tres horas antes, en Barcelona, Maca me mordía en el cuello al tiempo que gemía y arañaba el viejo tatuaje de esa cobra que habita en mi hombro. Dos orgasmos y un comentario inoportuno después, terminó abofeteándome, sabiéndose rechazada. Una vez más. Y aunque a mis años ya debería saber que la verdad en asuntos de cama jamás cura, hay lecciones que uno no quiere aprender. Aparto de un manotazo mis cavilaciones y me pongo manos a la obra. El aseo de la gasolinera de la N-340 que flanquea el denominado recinto FIB de Benicasim tiene algo de celda. Frente a un espejo moteado por el tiempo, bajo la tísica luz de una bombilla que pende del techo, reconozco el rostro de un púgil trasnochado, cuyos ojos diminutos tratan de encajar el impacto de una definitiva invasión de canas, soledad e incontables heridas restañadas. Alzo un extremo inferior del espejo con tiento, siguiendo las instrucciones escuetas que me dio el Busta, y constato la existencia de dos juegos de llaves. Se sostienen en la pared gracias a un corte de celo enroscado en forma de caracol. Me libero de la bolsa de viaje que cargo a mi espalda y extraigo mi última adquisición táctica: un chaleco antibalas Blackhawk. Me lo encajo con destreza, hay cosas que no se olvidan. Y me sorprende, como si fuera el primer día, el efecto visual que consigue este tipo de 8 material. El mismo hombre que hace unos instantes asomaba en el espejo con visos de perdedor, ahora resulta ser otro muy distinto. Extraigo y escondo una y otra vez mi Glock ubicada a pelo, sin funda, junto a mis riñones, comprobando que el chaleco no me va a restar velocidad en la extracción. Reviso los dos cargadores adicionales, municionados con cartuchos Hydra-Shok, que forman parte de mis antiguas reservas racionadas en tres zulos desperdigados en montes del País Vasco. De algo tiene que servirme haber luchado en la que una vez fue tierra hostil. Que me haya visto obligado a admitir determinadas imposiciones de la vida no significa que tenga que aceptar los errores propios como algo ineludible. En mi mundo no hay lugar para ellos. Errar significa dejar de existir. Me largo del baño con el casco puesto, arrebujado en la cazadora de cuero que tantos kilómetros me ha acompañado. Piso el asfalto y desafío con una mirada fugaz a la única cámara de vigilancia que he detectado. En el caso de que alguien visione la grabación se topará con la silueta enjuta de un motorista ataviado de negro, vaqueros gastados, botas militares y un andar plomizo, consecuencia de una interminable sucesión de asaltos fallidos que no han logrado arrodillarlo. Solo andan con energía aquellos que necesitan acreditar la seguridad que no tienen.
Si hay un lugar desangelado donde pasar una Nochebuena, ese es un polígono industrial. Han pasado ya algunos años desde la última vez que recorrí las calles de Castellón. La ciudad se ha hecho mayor. Ya se parece a otras. Al detener el motor de mi BMW GS, diviso a doscientos metros la Citroën Berlingo que el Busta se ha encargado de dejar estacionada en el acceso a este batiburrillo de empresas.
Hoy es 24 de diciembre y el cielo de la Plana, todavía legañoso, ha decretado su apatía con una banda de nubes grises y amorfas que desfilan al son que marca el viento de Levante. Mi reloj deportivo marca las ocho y una temperatura exterior de seis grados. Arrimarse a los cincuenta comporta tener siempre frío, desayunar ibuprofenos y avistar la vida a través del retrovisor de las vivencias. En la madeja de calles que componen este microcosmos de naves de acero y hormigón se respira festividad. En la Ciudad del Transporte, la afluencia de coches es mínima y eso, aunque predecible, me va a dificultar las cosas. Accedo a la Berlingo con uno de los dos juegos de llaves escondidos en el baño de la gasolinera. Me lanzo a la guantera en busca de más información. No encuentro nada más allá del contrato de alquiler a nombre de uno de esos moritos que él frecuenta. «Las palabras escritas nos llevan al trullo», suele decirme Emilio Bustamante Bustamante, alias el Busta, nacido en el barrio del Clot de Barcelona en 1961, y uno de los hijos de puta más listos que he conocido. Cuenta con pocas detenciones policiales y solo hace negocios con los eslavos y con un servidor. Ha sido durante una década el mejor de los informadores, por ello ha contado siempre con mi incomprendida lealtad. «En este juego, todos engañan a todos, Alfa. Todos.» Y a pesar de esa premisa que repite una y otra vez, mi honestidad se ha visto reforzada al saber que me negué rotundamente a negociar con la fiscalía. Y eso entre la chusma solo tiene una traducción. No me fui de la lengua, soy uno de ellos. El Busta, junto al Xulas, un joven portugués que controlaba el tráfico de cocaína en la zona alta de Lisboa y se animó a hacer lo propio en Barcelona, fueron los primeros en ir a mi encuentro cuando salí del Balneario. Mientras que el Xulas solo pretendía hacerme saber que siempre tendría trabajo para mí, el Busta dio un paso más. «Ahora compartimos diligencias en los juzgados, Alfa. Ya somos hermanos de causa», celebró entre carcajadas durante nuestra última cita, hace hoy una semana, en el bar Zurich de Barcelona, su coto de caza favorito para hacerse con los favores de cualquier morito de quince años que acabe de fugarse de un centro de protección de menores y ande canino de billetes. Algunos de ellos, además de entregar su boca, también le prestan el carné de conducir de algún hermano infiel con el que alquilar vehículos para tipos como yo.
—Tengo el santo para que mejores tu puta vida —me propuso el Busta tras apartar los botellines de cerveza que nos separaban y echar su cuerpo romboidal hacia delante. Mi confidente había pasado en apenas un año de ser una perra, ese tipo que da información irrelevante a la policía y a la fiscalía, a un santero, ese otro que te da información muy valiosa. En el caso de que esta llegue a buen puerto se cobrará entre el veinte y el cincuenta por ciento de lo obtenido. La halitosis que siempre lo ha escoltado me provocó una mueca de fastidio que el Busta malinterpretó—. Cosa fina, Alfa, en serio. Se trata de dar un vuelco a una guardería de búlgaros. ¿Acaso te he dado alguna vez gato por liebre?
Lo miré sin pestañear durante un instante. El tipo quería robar droga a unos búlgaros. Sondeé en qué rincón de su turbia mirada se agazapaba la traición. No la hallé. Pero los ojos, como las madres que protegen a sus hijos criminales, también aprenden a mentir.
—Una guardería de búlgaros —repetí mientras trataba de recuperar mi botellín. Al dudar de cuál de los dos era el mío, desistí, no fuera a ser que la halitosis, al igual que la insensibilidad, también fuera contagiosa.
—¿Qué pasa? ¿Te dejaste los cojones en paquetería?
«No, hijo de puta, no. Lo que sí me dejé fueron las 444 noches y dos entierros a los que no pude asistir. 444 noches y dos entierros.» Me lo repetí tantas veces que me había olvidado de la pregunta.
En nuestro mundo, una guardería es aquel establecimiento nada educativo en el que se prestan cuidados y atención a una importante partida de droga que necesita de unas horas de cobijo. Existe todo un mercado de naves industriales para ello. Solo se necesita la documentación de un yonqui o de un jubilado para formalizar el contrato de alquiler. También suele ser común hacerlo a nombre de un fiambre. Los encargados de la seguridad de la nave suelen ser un par de bigardos de gimnasio de aspecto clonado, cabezas afeitadas que superan los cien kilos y facciones deformadas por la secuencia masiva a los que les someten la prescripción de los ciclos de anabolizantes. La mayoría de ellos resultan incapaces de desenvolverse ante situaciones que no han vivido con anterioridad. Esa era mi baza, insuflarle al asunto agallas y, sobre todo, innovación. Si a una mente limitada la sacas de lo conocido tendrás la oportunidad de terminar con ella. Independientemente de cómo sea de grande la carcasa en la que se escude.
—¿Cuánto? —pregunté a modo de aceptación.
—Cincuenta kilos. Cocaína estrella. Noventa y ocho por ciento.
—Condiciones.
—A pachas, la mitad de lo que saque es tuyo, llegará poco antes de Nochebuena. Creo que le puedo sacar treinta mil por ladrillo, mínimo veinticinco. Echa tú las cuentas, que yo me mareo.
Entorné los párpados en mudo asentimiento. Mi silencio aturdió al Busta.
—A ti ya no te queda nada, Alfa, y yo no conozco a nadie más con la cabeza y los cojones que hacen falta para dar una hostia así de grande. —Trató de adularme del único modo que sabía antes de echarme vinagre en la herida—. Los tiempos de las medallitas se han terminado. Por una puta vez podrías sacar algo limpio de jugarte el cuello, ¿no te parece?
No hay día en el que no me pregunte si el haber estado en la cárcel te convierte en delincuente. Le respondí al Busta estrechándole la mano tal y como mi padre me enseñó a la edad de seis años. Con la presión necesaria para que mi memoria grabara a fuego aquel acuerdo. El hecho fue simple, él me pidió que le pegara el palo a una guardería y yo acepté. Es una verdad universal afirmar que la mayoría de nuestros problemas nacen con un «sí». Le entregué al Busta una servilleta de bar y le pedí que anotara la dirección del polígono y su teléfono actual. «Ayer se me cayó el móvil en el tigre y me he quedado sin mi agenda de contactos», alegué con la apatía con la que uno revela sufrir de hemorroides. Soy un enfermo de las costumbres, un perfeccionista. Rodar cien veces por la misma curva buscando la mejor trazada, la combinación perfecta de velocidad y de control. Control. Ese viejo hábito que nunca muere. El Busta accedió a mi petición, pero en la servilleta no constaba la nave elegida para acoger a la criatura. De haberlo hecho me habría escamado. Esa suele ser siempre la última carta que se muestra en la partida. Si te dan toda la información detallada con tanta antelación, huye.
Tras un par de vueltas con el coche por la Ciudad del Transporte constato que Castellón ha mutado. Lejos queda la pequeña ciudad familiar donde nunca ocurría nada, donde los vecinos se saludaban y nadie era ajeno a nadie. La globalización es un virus inoculado con eficacia. Un rayo de sol se ha colado entre las nubes reivindicándose tímidamente frente al gélido diciembre. Durante esta tregua invernal he recorrido el polígono con mi mirada escrutadora. Al cabo concluyo que de todas las que mi vista alcanza solo tres naves reúnen las características comunes para poder ser la guardería elegida. He descartado lo improbable a la hora de desenmascarar a las finalistas. El resto de naves tienen demasiadas ventanas exteriores, en algunas de ellas salta a la vista la actividad ordinaria del trajín industrial, y otras ostentan marcas de franquicias demasiado conocidas y por tanto excesivamente llamativas para llevar a cabo tal actividad. Mi duda entre las aspirantes se difumina cultivando la paciencia y unos cigarros después. Agazapado en el interior de mi cómoda atalaya y ante el escaso ajetreo de sombras, distingo el que muy probablemente es el vehículo lanzadera. El tipo ha dado un par de vueltas enteras en la rotonda a fin de asegurarse de que nadie lo sigue. Ese gesto me informa sobre el nivel de inteligencia al que me tengo que enfrentar. Sonrío mientras trato de ponerle cara a ese genio de la autoprotección con mi reciente adquisición, una Canon con un objetivo 55-200 mm, ideal para cazar objetivos a media y larga distancia. Me la consiguió el Busta, imagino que olvidada por algún turista japonés mientras devoraba una paella precalentada en las Ramblas. El Pringao tiene cara de pringao, párpados sostenidos por unos palillos invisibles llamados miedo, unas gafas de pasta que el terrorista Urrusolo Sistiaga ya utilizaba en el año 92, y una expresión propia de quien porta en el maletero cincuenta kilos de problemas. El casting del Pringao se repite de manera cíclica una y otra vez. De entre toda la amalgama de dispuestosacasitodo, eligen al parado que remolca su alma por los bares inmundos de este país. Al primer sol y sombra le meten en su bolsillo un billete de quinientos euros por decir a todo que sí. Después de ingerir el tercer mejunje patrio, la promesa de tres billetes gemelos el día que la criatura llegue al lugar que se le indique. Si el Busta alquila vehículos a nombre de moritos necesitados, los del Este lo hacen a nombre de alguien que recientemente ha dejado de existir. Probablemente un pringao que no terminó de entender del todo las normas y le dio en exceso a la sinhueso. Bajo la atenta mirada del Pringao que ahora vigilo y que apesta a paro y a miseria, distingo dos bolsas violáceas consecuencia del pánico. Deduzco que esta noche no habrá pegado ojo y, después de mentir a su mujer, alegando tener que hacer un favor a un amigo, habrá abandonado su casa a las cinco de la mañana para recoger a la criatura en el aeropuerto de Benlloch.
Al salir de la rotonda veo a través de mis prismáticos cómo se acomoda el móvil a una oreja. A pesar de no poder escuchar la conversación, sé muy bien lo que está pidiendo. Barro con la mirada las tres naves candidatas y en una de ellas se abre la puerta automática. Ya tengo el dato que me faltaba. La nave engulle el Kia Sportage del Pringao y distingo a uno de los bigardos asomarse a la calle. No llega a los treinta años, una mole de ojos azules, cabeza rapada y tez sonrosada. Categoría de peso pesado. Mira a un lado y a otro de manera estéril, con la misma indiferencia con la que contemplamos a un indigente en la entrada de un supermercado. Me acaba de indicar dónde está la guardería.
Diez minutos después, la nave abre su boca y escupe el Kia y al Pringao. La cara del tipo ha transmutado. Tras haber entregado la criatura es otro. Sobre todo por los dos mil euros que le habrán lanzado al suelo con desprecio para que no se olvide ni por un momento del rol que ocupa en la organización. Adivino también que le habrán soltado algún guantazo, a juzgar por la rojez que asoma en su pómulo izquierdo. Un regalo a modo de recordatorio en lo que a silencio y obediencia debida se refiere. Fotografío la matrícula al poder verla con mayor precisión cuando una idea me provoca una punzada en lo más profundo de mi ser. Ya no tengo acceso a toda la información como anta- ño. Ya nada es como entonces. Me han cortado las alas, mis bases de datos, todo lo que construí. Me han partido en dos. Una oleada de vivencias, lugares que nadie querría pisar aunque tuviera tres vidas, personas a las que he puesto en peligro, confesiones arrancadas de madrugada tras lograr que el individuo se rompa por dentro, como lo hacen las ramas secas cuya existencia ya es pasado. Son ese tipo de recuerdos los que te arrinconan contra las cuerdas del cuadrilátero de tu equilibrio. Te alcanzan con sus golpes sin previo aviso. Y son certeros. Saben bien a dónde dar.
Una vez fui boxeador profesional, si por ello se entiende que me ganaba el pan por jugarme la salud sobre un ring. Mi padre, que era mi entrenador, siempre decía que un boxeador jamás deja de serlo. Son muchas, y de por vida, las lecciones que uno aprende cuando en cada asalto puede llegar tu final. Hace veinticinco años que ya no piso la lona y, sin embargo, de un modo u otro, no he dejado de boxear ni un solo día. Porque la vida es un combate en el que siempre terminas luchando contra el mismo contrincante: tú mismo. Los motivos por los que decidí dedicarme a otra cosa todavía me escuecen, y nada indica que algún 16 día la herida cicatrice. Sé que permanece agazapada en algún pliegue de mi hígado, que es donde suelo almacenar los golpes morales que me han asestado. Que por entonces mi padre fuera un directivo de la Federación Española de Boxeo hizo que todo se girara en mi contra cuando saltó el rumor de dopaje durante el primer año de mi deslumbrante trayectoria profesional. Me llamaban el Lobo de Montjuïc, y siempre presumiré de haber sido un púgil honesto. Jamás tomé nada prohibido y nunca pagué por ganar ni cobré por perder. No dejé el boxeo por esa denuncia sin fundamento, el motivo que me llevó a colgar los guantes fue otro mucho peor. Es algo que llevo dentro de mí como resto de metralla. Una vieja herida, intacta. Puedo ser muchas cosas, pero no soy un tramposo. Cierto es que me dejaron participar en el Campeonato de España sin haber sido campeón regional, pero cómo frenar aquella vorágine que llenaba el Palacio de los Deportes de Barcelona para ver pelear al Lobo, a ese tipo que luchaba en cada asalto ya no por ganar, sino por no morir. Sin embargo, no era tan fuerte como se me suponía. Con una sola palabra aparecida en varios medios de comunicación me arrebataron la ilusión ingenua con la que nos despertamos a diario cuando tenemos veinte años. Fue una de las pocas veces en las que hice caso a la madre de mi hija. Un par de años después me dediqué en cuerpo y alma a otra cosa, pero de esta ya no me queda más que la materia de la que estoy hecho.
Dirijo una mirada fugaz a la nave que sigue cerrada y, entregado a la observación de cuanto me rodea, me palpo un par de veces por encima de mi bolsillo derecho. Ya es tarde cuando me doy cuenta de que acabo de sucumbir a ese gesto inconsciente. Podría decirse que se trata de un movimiento enclaustrado en mi pasado. Sí, a pesar de todo sigo pensando lo mismo: una vez tuve el mejor trabajo del mundo. Extraigo mi cartera de piel negra y me la quedo mirando como un tonto. Llevo más de dos décadas unido a esta pieza de cuero ahora incompleta. La abro con un golpe de muñeca, como tantas veces he hecho frente al tipejo de turno al que he querido intimidar. Pero mi cartera tiene un vacío inconmensurable. El portaplacas ya no contiene la placa. Del bolsillo destinado a hacer de monedero desenvaino una fotografía de mi pequeña Kashima. Significa isla en japonés. Sé que ella será el último lugar donde podré naufragar. A pesar de que ya ha cumplido diecinueve años, siempre llevo conmigo esta instantánea en la que apenas alcanzaba los tres. Precauciones de lobo viejo, nadie tiene por qué identificarla si se hace con mi cartera. Viejos hábitos, viejas costumbres. En la fotografía sonríe con la cabeza ladeada, casi coqueta. El pelo lacio y negro le acaricia los hombros. A día de hoy sigue preservando ese mismo gesto infantil e inocente entremezclado con esa mirada pícara que jamás la abandonará. Parece que haga mil años cuando yo era su héroe, ese padre protector que manipulaba armas en el sótano, que la inundaba de besos y le regalaba esa sonrisa que me clonó. En nuestros esporádicos encuentros nos queremos, nos regalamos besos y nos reímos juntos. Me espío en sus rasgos cuando ella no me presta atención. Sin embargo, su padre ya no es un subinspector de policía. Es otra cosa muy distinta. Al menos eso es lo que dice la prensa, el juzgado que lleva dos años instruyendo mi causa y lo que piensan los tipos como el Busta. Me vuelvo a preguntar si haber estado en la cárcel te convierte en delincuente. Hay días en los que daría un brazo por recuperar mi placa. Hoy es uno de ellos y, no obstante, aquí estoy, en un polígono devastado por la crisis, vigilando una guardería 18 en las vísperas de Navidad. Planeando cómo hacerme con cincuenta kilos de cocaína estrella para poder empezar una nueva etapa. Impuesta y extraña. Sé que antes tengo que subir una vez más al ring de la vida. A pelear. Suena la campana y lo cierto es que llevo demasiado tiempo sin pisar los encordados.
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Autor: Pere Cervantes. Título: Golpes. Editorial: Alrevés. Venta: Amazon y Casa del libro
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