Creo que fue Vázquez Montalbán quien escribió que Federico García Lorca es el muerto peor enterrado de nuestra historia. El paso del tiempo no hace sino corroborar cíclicamente la verdad de una aseveración que regresa a la memoria cada vez que se acometen nuevos intentos de localizar el cuerpo del poeta. La historia de las últimas horas de Lorca sobre el mundo es de sobra conocida: apresado en el domicilio granadino de su amigo Luis Rosales —que cargaría durante mucho tiempo con la culpa adjudicada por quienes le acusaron a él de delatarlo—, fue fusilado en el barranco de Víznar y sepultado después en un punto cuya localización exacta ha sido siempre motivo de controversia. Se ha querido dar con sus huesos muchas veces, sin éxito. Hace unas semanas, el periodista Víctor Fernández contaba en La Razón cómo había conseguido recabar testimonios que afirmaban que lo que probablemente eran los huesos lorquianos se habían exhumado y trasladado, en algún momento de la década de los ochenta, bajo una fuente del parque de Alfacar. Aún es pronto para saber si esa teoría resulta ser la buena y se da por cerrado uno de los capítulos más negros de nuestra historia civil y literaria. Quedará entonces, en el mejor de los casos, una incógnita resuelta, y quizá sea el momento de comenzar a contar otras historias: no la del pobre Federico García Lorca, sino las de las personas que lo buscaron.
Hay que recordar que, aunque ahora se sepa todo o casi todo, no siempre ocurrió así. A Lorca lo asesinaron en el verano de 1936, cuando la guerra civil aún no había vertido ni la décima parte de su horror, y las noticias en torno a su desaparición fueron confusas. Se sabía que su muerte no había obedecido a causas naturales, pero nadie daba muchas indicaciones sobre las circunstancias verdaderas del deceso. Aunque no era difícil deducir el meollo de la cuestión —resumido en aquel poema memorable de Antonio Machado, «El crimen fue en Granada»—, no existían datos fidedignos y cuanto llegaba a comentarse, en el interior y en el exterior, no hacía más que dar pábulo a la confusión. Uno de los que se aventuraron a sacar conclusiones en esos terrenos pantanosos fue el escritor Gerald Brenan, quien tras varias estancias en España hizo en 1949 un viaje del que saldría un libro, The Face of Spain, en cuyo capítulo sexto desvelaba lo que había conseguido averiguar sobre la muerte de Lorca, principalmente el lugar de su asesinato. Brenan, que había conocido la ciudad de Granada en sus anteriores desplazamientos, le encontró en esta nueva visita otro aire bien distinto: «Éste era el Albaicín tal y como acostumbraba a ser y sin embargo ¿por qué parecía tan cambiado, tan distinto? Mientras permanecía allí sentado escuchando el canto de los gallos, me llegó la respuesta: ésta era una ciudad que había matado a su poeta.»
No había sido el británico, sin embargo, el primer extranjero que se presentó en Granada y sus alrededores para buscar respuestas. En 1948, un joven hispanista llamado Claude Couffon se encontró a los pies de la Alhambra con una ciudad arisca y temerosa. «Era peligroso hacer preguntas y era imposible entrar en Víznar», recordaría algún tiempo después. En aquella ocasión se fue de vacío, pero al año siguiente regresó y tuvo más suerte. Pasó en Granada tiempo suficiente para trabar amistades y una de ellas le terminó abriendo las puertas de aquel pueblo prohibido. De vuelta en su país, en 1951, escribió un reportaje que vio la luz en Le Figaro Littéraire y que cayó como un tiro en la diplomacia española. Cuando había transcurrido ya más de una década desde su fusilamiento, Lorca seguía siendo un tema tabú.
Pero sin duda la gran peripecia fue la de Agustín Penón. Él fue quien primero aclaró cómo habían transcurrido los últimos compases de la vida del poeta, y también el que con más ahínco se inmiscuyó, en fechas tempranas, en las interioridades de un lugar y de una época poco o nada proclives a abrirse ante los desconocidos. Era un personaje peculiar. Nacido en Barcelona en 1920, se exilió con su familia, afín al bando franquista, cuando en 1936 estalló la guerra y la FAI requisó su fábrica de muebles. Antes de su partida, un amigo le regaló un ejemplar del Romancero gitano que le iba a hacer más llevadero, según confesó él mismo, las nostalgias del destierro. Aunque la familia se instaló en Costa Rica, Penón optó por acomodarse en los Estados Unidos. Se incorporó al ejército, obtuvo la nacionalidad norteamericana y comenzó a trabajar en Nueva York como traductor. Escribió junto a su amigo William Layton un serial radiofónico que conocería un gran éxito en Latinoamérica y tradujo al inglés algunos textos del teatro español contemporáneo. Sin embargo, su trabajo más importante fue también, durante muchos años, el más desconocido: se trata de la investigación que, entre 1955 y 1956 y sin duda inspirado por aquellas lecturas lorquianas de adolescencia, le llevó a perseguir por Granada y Madrid los últimos rastros del poeta entonces maldito. Lo curioso es que Agustín Penón —que se suicidaría en San José de Costa Rica en 1976, esto es, veinte años después de su odisea española— nunca llegó a publicar los frutos de sus pesquisas. El contenido de sus papeles, que puso a buen recaudo en una maleta de la que no se separó nunca, sólo pudo conocerse mucho después de su muerte y gracias a Marta Osorio, otra figura singular en este entramado de historias pequeñas que se entrecruzan en pos del gran misterio. Osorio, actriz granadina, ensayaba en 1955 su papel en la adaptación que de La Celestina había llevado a cabo Martín Recuerda cuando aparecieron en su vida Layton y Penón. Hicieron enseguida buenas migas y mantuvieron el contacto cuando el investigador abandonó España. Agustín Penón, antes de suicidarse, envió su maleta a Layton, quien la mantuvo escondida bajo su cama hasta que, poco antes de morir, quiso legársela a su antigua amiga. Entre medias, sólo una persona tuvo acceso a los frutos de aquella investigación fantasmal: fue el hispanista Ian Gibson, que escribió un libro al respecto, Agustín Penón. Diario de una búsqueda lorquiana (1955-56), y que supo de la existencia de Penón cuando él mismo viajó a Granada para desenredar la madeja. Tampoco Marta Osorio se quedó atrás. En cuanto tuvo la maleta en sus manos, dedicó más de catorce años a trabajar con toda la documentación para terminar elaborando un libro que tituló Miedo, olvido y fantasía y que no deja de ser el apasionante y pormenorizado registro de una investigación detectivesca.
Agustín Penón llegó a Granada dispuesto a todo. La fortuna que había amasado junto a su amigo Layton, gracias a aquel serial radiofónico, le daba un buen margen para actuar y no tenía ninguna gana de emprender el viaje de vuelta sin antes resolver un misterio que le obsesionaba. Llegar a Granada en mitad de la década de 1950 y preguntar por la muerte de Federico García Lorca tenía sus complicaciones. Desde el primer momento, Penón tuvo bajo su cogote la vigilancia pertinaz de la policía franquista, y los testigos que se avinieron a hablar con él sólo lo hicieron después de que él se ganara sobradamente su confianza, por lo general a través de invitaciones a copas y francachelas. No tardó en darse cuenta de que su propósito no iba a ser fácil. Cuando aún llevaba poco tiempo en la ciudad, consiguió que le invitaran a una fiesta en honor de José Rosales, Pepiniqui, jefe local de la Falange y hermano del poeta Luis, y allí alguien le pidió que pronunciara unas palabras. Penón levantó su copa e hizo un brindis: «Por Granada y por Federico García Lorca». A su alrededor se abrió un silencio sepulcral.
En el largo año y medio que duró su aventura, aquel barcelonés con nacionalidad estadounidense consiguió entrevistarse con familiares de Lorca, descubrió su partida de defunción y obtuvo testimonios tan relevantes como los de José Jover Tripaldi, el hombre que estuvo con el poeta en su última noche de vida, o los hermanos Gerardo y Blas Ruiz Carrillo, que le indicaron el lugar donde se habían llevado a cabo los fusilamientos y le condujeron hasta el punto en el que creían que se encontraba la fosa. No llegó a saber que sus confidentes iban a pagar cara su colaboración: Blas tuvo que irse de Granada y Gerardo acabó suicidándose. Todo empezó a ser tan asfixiante que Agustín Penón optó por cruzar de nuevo el océano antes de lo que esperaba. Jamás regresó y nunca dio cuenta de las razones que le llevaban a mantener inédito su trabajo. Sí dejó consignada en sus diarios la sospecha de que la policía secreta empezaba a interesarse demasiado por sus andanzas. Puede que también temiera que su condición homosexual le convirtiese en víctima propiciatoria de una ley, la de Vagos y Maleantes, que si bien no le iba a causar grandes estragos dado su pasaporte norteamericano sí podía echar al traste su investigación.
Diez años después, cuando Ian Gibson llegó a Granada para investigar el mismo asunto, todos le hablaban de un tipo llamado Agustín Penón que se le había adelantado y de cuya existencia él no tenía la menor noticia. Intentó localizarlo, pero le resultó imposible. Sólo al cabo de los años, con Penón ya fallecido, consiguió que William Layton le entregara provisionalmente, y bajo contrato notarial, aquella maleta en la que se custodiaba el bosquejo de un libro que nunca llegó a ser. Es el libro que existiría más adelante gracias a la entrega y la dedicación de Marta Osorio, que quiso que el buen nombre de su amigo figurara en los anales de las investigaciones lorquianas. Se publicó en 2006 una novela gráfica, La araña del olvido (Astiberri), en la que Enrique Bonet relata los andares dubitativos de Penón tras la pasión y muerte de Federico. Concluye la historia con la última y crucial entrevista que el norteamericano mantuvo en una imprenta de Madrid por la que, diez años más tarde, pasaría también Ian Gibson. Cuando el historiador irlandés se vio al fin ante Ramón Ruiz Alonso, el hombre que según todos los indicios había detenido a García Lorca, éste le corroboró aquello que tantas veces le habían dicho ya en Granada: «Antes que usted estuvo aquí haciendo preguntas un mariquita norteamericano».
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