Una generación de políticos y empresarios toca poder por primera vez. Y no lo soltará, al menos mientras nadie aparezca para arrebatárselo. Instalados en su trono, hombres y mujeres desplegarán su capacidad de mandar. Entrarán en cada resquicio del Estado y en cada palco en el que sea posible cerrar un negocio. Ninguno de los miembros de esta élite escapará, sin embargo, a la suerte natural de cualquier imperio: tras su aparición, crecimiento y consolidación, vendrá la caída. Esa la historia que Juan Tallón (Orense, 1975) relata en Salvaje oeste (Espasa), su cuarta novela.
Un multimillonario presidente de una constructora y de un club de fútbol; un presidente del Gobierno elegido con mayoría absoluta; una alcaldesa megalómana que habla de sí misma en tercera persona; una ambiciosa consejera convertida en presidenta de una Caja de Ahorros; un periodista elegante, director de una de las publicaciones más influyentes y cercanas al partido de gobierno. Todos sostienen una relación simbiótica entre sí, incluso aquellos que se detestan. El bestiario es amplio y enjundioso y Tallón los describe, inmisericorde. Gente que cava una tumba para enterrar a su enemigo y en la que, en un descuido, terminan precipitándose ellos.
A lo largo de 600 páginas, Juan Tallón despliega en Salvaje oeste el retrato tipo de la élite que ha dominado por completo la vida de una nación. Todo ocurre a lo largo de trece años. El relato, sin embargo, no tiene referentes temporales específicos. Se sabe que es España, por supuesto. Lo que sugiere el escritor, acaso, es que se trata de la clase política que se gestó entre la última década del siglo XX y la primera del XXI. La confusión es deliberada. Esta novela, dice Tallón, no es una crónica periodística de la actualidad, tampoco un thriller político ni una parodia. Es la oportunidad para preguntarse qué lleva a los poderosos a actuar de la forma en que lo hacen. Por qué se acercan tanto a una dinámica que termina centrifugándolos. O lo que es peor: triturándolos.
Juan Tallón compone una elaboración literaria del poder y de las maneras hedonistas en que muchas élites lo han ejercido. Lo que procura es escalarlo, colocarlo en perspectiva: mostrar la mota de polvo en la americana del traje, el rostro ajado que produce el insomnio de quienes mandan. Lo más parecido en la actualidad al pódium de un circo romano, en el que los ciudadanos influyentes buscaban el favor del emperador y cerraban sus negocios, lo sería hoy el palco de un club de fútbol.
Ese es el tipo de traslación y alegoría —aunque no demasiado voluntariosa ni evidente— que procura Juan Tallón para glosar uno de los temas más antiguos que atañen al ser humano: la capacidad de mando que ejercen unos sobre otros. Salvaje oeste es una novela sobre el poder. Del abuso de poder. De la erótica del poder. Del exceso de poder. Del delirio del poder. Del asalto y su pérdida. Para conseguir un efecto de conjunto, Tallón divide el libro en tres partes: Toma de control, Control total y Pérdida de control. Juntas forman un retablo moral del que el escritor habla en esta entrevista, la primera de una gira intensa y concentrada. No se prodiga mucho el gallego por Madrid, es cierto. Quizá por eso lo acompaña esa costumbre, más bien tímida, de conversar como si siempre acabara de bajar de un tren. Algo que no es del todo prisa, ni siquiera distancia y que de pronto se quiebra, cuando cambia el paso y descerraja —de golpe— una genialidad.
—¿Salvaje oeste es una especie de La broma infinita del poder?
—Las novelas tan largas, corales, con tantos personajes protagonistas y en las que los secundarios cobran en ocasiones mucha más importancia, suelen generar la sensación de que la lectura se sale de página. Puede ser una sensación justificada. En esta novela hay una intencionalidad evidente en construir un relato del apogeo, hegemonía y ocaso de poder. Se estructura en tres partes y cada una de ellas responde a ese plan. La historia arranca con el día de la toma de posesión del nuevo presidente y cómo enseguida éste y toda la generación de la clase que toca poder político por primera vez comienzan a extender y consolidar su influencia. Sin embargo, y como suele ocurrir casi siempre, ellos, que son el poder, experimentan la sustitución por otro poder. Es allí cuando comienza el ocaso.
—Ha insistido, y mucho, en que ésta no es una crónica ni política ni periodística…
—He querido huir de ese enfoque —dice procurando tomar ventaja en los puntos suspensivos—, como he querido huir de cualquier tono paródico…
—Tampoco es un thriller político, ni una novela negra…
—Nunca he leído un thriller político, y puede que lo más parecido a eso sean algunas de las series. En tal caso, no quería hacer un thriller político.
—Entonces, ¿qué quería hacer?
—Hace cuatro años me preguntaron por la corrupción, que estaba en uno de sus momentos álgidos. Dije que no me veía escribiendo algo sobre eso, aunque me pareciera inevitable que siendo algo tan importante para nuestra sociedad, no acabase emergiendo como proyecto literario. Un año después, empecé a escribir algo parecido a esta novela. Por eso, en ocasiones, conviene no tener las cosas muy claras. Al final, termina mostrándose la gran confusión que reina sobre nosotros.
—¿Cómo no debería de ser leída Salvaje oeste?
—No debe ser leída como una parodia, ni como una crónica periodística, sino como una de esas historias en las que conocemos el esplendor y el ocaso de algo. Eso puede estar en la vida de una persona o de una familia. Pero yo he querido contar la historia del esplendor y ocaso de un país. Entretanto, el lector ha de percibir, o espero que haya percibido, cómo se comporta la dinámica de poder: la política se confunde con los negocios y los negocios se confunden con una modalidad del placer, hasta hacer del ejercicio del poder un gran entretenimiento, algo adictivo y bello en sí mismo.
—A algunos de sus personajes los domina una especie de enajenación.
—Los personajes están fuera de la realidad. Mejor dicho: fundan una propia. Son las élites y se llaman así justamente porque son inaccesibles. El reto de la novela era demostrar eso hasta en el ámbito doméstico. ¿Cómo se puede saber de qué manera funciona por dentro el poder político, económico o periodístico? Hay una parte del poder sobre la que no se puede arrojar luz si no es inventándola. Por eso la novela es una herramienta de ficción que toma la realidad como ejemplo para deshacerse luego de él.
—El empresario constructor y presidente de un club de fútbol, el presidente de Gobierno, la alcaldesa… Todos terminan empequeñecidos por su propio poder.
—La obsesión por controlar el país los acaba volviendo ridículos, porque no se puede vivir continuamente con esa intensidad. Son tan poderosos y tan conscientes del poder que tienen, que resultan risibles.
—Fue periodista político durante muchos años. El Nico Morelli de estas páginas tendrá cosas suyas, ¿no?
—Todos traducimos nuestra experiencia a la novela. La traducción, que en el fondo es una transformación, procura que se filtre apenas la esencia, en lugar de convertir la historia en una transcripción de tu propia vida. Uno va a los sitios con su historia encima, y a mí me ha resultado más o menos útil al desarrollar algunas tramas de la novela, para darle sentido y envergadura.
—Lo único que emparenta esta novela con sus anteriores es la prosa.
—Todo es distinto: los personajes, el tratamiento del tiempo… Hasta ahora mis novelas transcurrían entre muy pocos protagonistas y en periodos muy cortos. Este libro es todo lo contrario. Esa inseguridad que se produce al hacer algo que nunca había hecho y que no sabía cómo iba a hacer me ha salvado del aburrimiento después de casi tres años escribiendo la historia.
II
Juan Tallón reúne lo mejor de dos ecosistemas, en ocasiones contradictorios. Uno, el periodismo. El otro, la literatura. Ambos los lleva con elegancia. De hecho, pocas veces Tallón arruga la prosa. Esa propensión suya a lo mordaz y dotado de humor suele manifestarse, al mismo tiempo, en la página de un periódico y en el folio de una galerada. Ocurre lo mismo en Salvaje oeste, una ficción en la que destaca un personaje: Nico Morelli, un periodista que comienza a tirar del hilo de algunos trapos sucios. «Uno va con su historia a todas partes», dice el escritor sobre la circunstancia de su biografía, que coincide con la de su personaje.
Tras licenciarse en Filosofía, Tallón comenzó a trabajar en La Región, diario de Ourense. Había escrito una novela, pero no sabía hacer periodismo, así que tenía que ponerse en situación. Tras un año, lo enviaron de corresponsal para cubrir información parlamentaria del gobierno gallego. En aquel entonces gobernaba Manuel Fraga. Durante cinco años, todos los días, hizo información política y un artículo de opinión. “Salí escaldado. Fue la peor etapa de mi vida. Nunca volveré. Mal se tiene que dar todo para que vuelva”, dice Juan Tallón en su propia semblanza biográfica acerca de aquel tiempo.
Sin basura no hay biografía, ha escrito en ocasiones el gallego. Aunque resople escarmentado por aquella etapa de reportero, es probable que la materia prima de este bestiario la haya recogido Juan Tallón en aquellos años de náusea. Aunque procuró de ahí en adelante vivir inmerso en la literatura, Tallón ha cultivado durante años el columnismo, primero en su blog —que todavía mantiene— Descartemos el revólver, así como en los diarios El País y El Progreso. Sus columnas —que abarcan desde la alineación de un equipo de fútbol hasta la naturaleza huidiza de los libros en las estanterías— son un ejercicio de estilo que desengrasa y vigoriza un género en cuyo nombre se perpetran no pocas barbaridades. Tallón ha publicado también varios libros. Uno de ellos Fin del poema, una novela donde recrea y reconstruye los últimos días de cuatro poetas: Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton y Gabriel Ferrater; todos se suicidaron. También ha publicado A pregunta perfecta (o caso Aira-Bolaño), El váter de Onetti (Edhasa), Manual de fútbol y Libros peligrosos (Larousse).
Existe una actitud común en todo cuanto lleva su firma. Cualquier texto suyo, sea una columna, una crónica o el relato simple de algo que ocurre en la realidad, Juan Tallón lo vive como si de una novela se tratara. Irriga sus narraciones con la transfusión de su forma obsesiva de mirar el mundo y, justo por eso, consigue que las suyas sean páginas dotadas de una belleza pirómana. Eso que podríamos llamar tallonazo, imágenes que consiguen, al mismo tiempo, emocionar y ensombrecer. Es lo que consigue en Salvaje oeste, a través de la amplia galería de personajes a los que hace caer y estallar, como muñecos de azúcar al desprenderse de una hornacina.
—»El novelista tiene que matar al columnista por la mañana, pero el columnista le devuelve el crimen», dijo usted en una ocasión
—Bueno, ya ves. Era sólo una frase pretenciosa.
—No creo, la verdad. ¿Quién intenta matar a quién en esta novela?
—Hay una separación clara entre los géneros. Es cierto que hay elementos de la prosa que uno deja salir aún cuando está escribiendo una necrológica, pero para eso están las reglas y las paredes. En una novela como ésta hay paredes que no empujo o hay juegos de los que sí participaría en una columna que tampoco me permito aquí.
—Se impuso demasiadas premisas, ¿no cree?
—La novela es un territorio tan amplio y falto, por suerte, de reglas a las que sí estás sometido en el periodismo, pero que, al mismo tiempo, tiene sus pasos prohibidos. Aunque la libertad del creador sea total, hay líneas invisibles que no puede traspasar. De lo contrario, el proyecto se cae. No puedes hacer hablar a un personaje de determinada manera ni puedes inventarte determinada cosa para resolver una novela de manera milagrosa. Cortázar decía que los milagros son admisibles en la realidad, pero inadmisibles en la novela. Un género sin reglas como la novela necesita generar sus propias normas.
—¿Cuál era el mayor riesgo que corría en esta novela?
—Trabajar con un material demasiado contaminado de actualidad y que alguien pudiese leerla en clave de crónica periodística. Hasta ahora había trabajado con cuestiones que no eran susceptibles de ser leídas como actualidad. El otro gran riesgo de la novela son los personajes que elegí. Son las élites de las élites: el presidente de Gobierno, el ministro de economía, los presidentes de bancos y medios de comunicación… En fin, los magnates de la economía. Ese es un material muy sensible con el que es relativamente fácil equivocarse. Sabemos poco de las élites y yo no tenía del todo claro que como narrador fuese capaz de construir élites creíbles. Había que levantar la novela muy a tientas.
—¿Cuál era el riesgo estilístico de Salvaje oeste?
—Que se produjera un decaimiento. En una novela de 600 páginas puede ocurrir. Es una historia que va para largo y debes mantener al lector interesado, pero sin emplear las técnicas, en mi caso porque no sé utilizarlas, que se usan en los grandes best sellers, en los que el lector es zarandeado para que su atención no se diluya. Quería mantener el interés con mi fórmula. No podía ser una novela que se ralentizara, porque de lo contrario nos íbamos a morir todos, incluyéndome a mí, que no habría terminado de escribirla.
—En Salvaje oeste abundan, todo sea dicho, los tallonazos.
—Porque al final, aunque uno intente ser otro, acaba siendo uno mismo. Y no quería renunciar a eso en esta novela. No entiendo la construcción de una historia de personajes verosímiles, de carne y hueso, que estuviese desprovista de humor.
III
En sus años canallas, porque los tuvo, Juan Tallón recorrió bares y bares. Con algunos de esos compuso un libro, publicado hace un par de años por Círculo de Tiza. Una femonenología del vaso de tubo. En uno de aquellos garitos de los años más etílicos, en Santiago, llegó a toparse con Paul Auster, que bebía matarratas acodado en una barra. Pasó el tiempo, Tallón se dedicó a traducir a César Aira al gallego y fue construyendo una obra con una impronta literaria manifiesta. Sobre el particular, Tallón intenta no tomárselo muy en serio. Dice no saber a ciencia cierta de qué tratan sus libros. Él se limita a escribirlos.
Tallón se parece a su humor, a su aparente levedad. Y no porque suba o baje una escalera en una misma respuesta. Lo suyo es algo más complejo que un chiste sobre gallegos. Juan Tallón ha tenido siempre una forma poco ortodoxa de entender las cosas, una de ellas la novela. Acaso como Jorge Luis Borges, cuando alguien le pregunte cuándo escribirá la próxima, Tallón responderá, muy a su aire: «Y usted, ¿cuándo va a escribir una epopeya?» o «¿Cuándo va a escribir un drama en cinco actos?». Tallón, ya ve lector, no es inofensivo.
Su visión flexible de la literatura le permite no sobreactuar ni almidonar la prosa, incluso lo mantiene a salvo de disecar su propia obra en la réplica de una fórmula más o menos resultona. Ahí donde lo suelten, en el cajón de la columna de prensa o una novela de seiscientas páginas. Tallón dispara siempre, desde el punto de penalti, un pedrusco que terminará por derribar a quien lo lee. Una pena máxima que vale la pena encajar, incluso en esta rara y escurridiza versión de un mundo lamentable y enloquecido. De momento, al preguntar por la tan publicitada muerte de la novela como género, él responde lo que cualquiera en su sano juicio: “No me interesa la muerte de la novela, me interesa más mi propia muerte”. Grandilocuencias, las justas.
—¿Cómo se ve, en tanto autor, de aquí en adelante?
—Pues haciendo algo distinto. Ya lo decía Ferrater: ¿qué sentido tiene hacer algo que ya sabes hacer? O, al menos, ¿qué mérito tiene hacer algo que ya sabes hacer? Eso no quiere decir ni mucho menos que ya yo he aprendido a escribir el tipo de novela que hice con Salvaje oeste, pero tengo la sensación de que ya lo he recorrido, bien o mal, pero ya lo he recorrido. Será mejor hacer algo distinto que te interpele en su dificultad y te diga: «No vas a conseguir hacerlo, amigo». Pues bien. ¿Qué mejor motivo para intentarlo?
—Hablamos siempre de la muerte de la novela. ¿Conserva una razón última estética? ¿O moral? ¿Para qué sirve la novela, pues?
—Forma parte del propio hecho de la novela que cuestionemos su sentido y su futuro. Podemos pensar que las grandes novelas capaces de influir sobre las generaciones futuras están ya escritas, pero los autores nunca van a dejar de escribir novelas, y mientras eso esté pasando cabe la posibilidad de que pueda volver a escribirse una gran novela.
—¿No tiene usted la sensación de que, en muchas ocasiones, los novelistas sobreactúan?
—Claro. No echemos la culpa al género, los responsables somos nosotros. La novela cambia y el mundo también, lo hace además a una velocidad insoportable en la que se escriben miles y miles de novelas cada año. Podemos tener la sensación de hastío. Tanta novela y tan pocas obras maestras nos pueden hacer pensar que hemos entrado en un ciclo declinante. Pero veo perfectamente posible la aparición en el futuro de un gran escritor o una gran escritora que nos sorprenda y aporte vigor a la idea de que la novela no morirá nunca, aunque nosotros nos empeñemos en demostrar lo contrario. Ya lo decía Borges: las novelas pueden desaparecer, como desaparecieron las églogas, pero siempre habrá una manera de contar. No me interesa la muerte de la novela, me interesa más mi propia muerte.
—Tallón ha dejado de ser un canalla. Desertó del Rat Pack gallego y se convirtió en un señor. ¿Cómo ha sido ese proceso dentro de su propia escritura?
—Es un proceso natural. Imagina un salto de cinco años. Es enorme. Incluso un salto de una semana es, también, enorme. Quizá no para un autor, pero sí para una persona. Cinco años en la vida de un autor es un tiempo de maduración. Cambian cosas, se mantienen otras.
—¿Qué ha cambiado en usted?
—¿Qué cosas pudieron cambiar? Las desconozco. Si me obligasen a elaborar un listado, acabaría saliéndome. Pero… ¡qué hastío! El cambio en sí mismo es lo que le da sentido y vigor a cualquier proyecto, el hecho de que los seres humanos cambiemos nos ayuda a sentir interés sobre nuestra propia vida. Un personaje ni puede ni debería ser el mismo al comienzo y al final de una novela. Imagínate un proceso de vida donde todo permanezca igual, aunque pasen los años. Siempre pensamos que en el futuro nos irá distinto, incluso somos lo suficientemente ingenuos como para pensar que irá a mejor.
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