Tras la inmerecida avalancha de generosos vítores por el último artículo sobre la pobre y rica Anne Sexton he decidido hablar con mi personaje en serio. Habrá que tocar temas menos farragosos, más cruciales. Él me ha dicho que mientras yo le deje rienda suelta, escribirá lo que desee.
Habla (o escribe, que a veces es o parece lo mismo desde el punto de vista del lector o del interlocutor en cuestión) el personaje.
Una vez pensó que de haber sido escritor, si tuviera que elegir entre un muerto de hambre a quien sólo leen sus amigos y ni eso en vida y cuyo reconocimiento de público y crítica es póstumo, y un superventas vivo, elegiría ser lo segundo. Siendo un superventas los amigos sí lo leerían. Y que luego le preguntaran por la inmortalidad. Como diría, mejor dicho y en inglés, Ken Follett: «Me meo en la inmortalidad». Él sabe que esas palabras no las dijo así. Seguramente no las ha pronunciado nunca, pero sí el mensaje. En cierto modo sabe que el escritor galés tiene razón. De qué te sirve que tus libros sean reconocidos tras la muerte si en vida has vivido como una rata en una buhardilla de París (has hecho bien en decir París, personaje, en vez de escribir Lavapiés: ¿dónde estaría si no el “glamour”? Sigue). Y el caso es que esta teoría le suena ya esgrimida un día lluvioso como hoy.
Descentrado y casi denostado por los poemas de Anne Sexton, por su inteligencia superior, se decide por mirar en la estantería de los libros ya leídos. Se encuentra con Nada. Lo relee en dos días. Carmen Laforet escribió una obra de arte con sólo 22 años. De haberlo hecho con 40, habría escrito un libro corriente.
—¿Te parece tan importante la edad, personaje?
—Absolutamente, creador.
—Sigue.
—Sigo.
Se ha detenido a pensar en esto y en aquel escritor, cuyo nombre no recuerda, que dijo que las grandes novelas sólo se pueden escribir pasados los treinta. Qué pensaría Laforet. O qué pensaría Francis Scott Fitzgerald cuando con 24 años publicó A este lado del paraíso, una brillante novela que leyó en plena juventud y más tarde, cuando los años se han ido.
Estos días ha decidido perderse por lecturas caprichosas. Estos días ha decidido ser caprichoso con las lecturas. Estos días sus lecturas han sido caprichosas (pero qué es esto, personaje). Prefiere escribir la frase de tres formas diferentes, a la manera de un Kafka encerrado en su sótano, dándole vueltas a su diario o campo de pruebas literarias. Cuando un diario es un lugar para experimentar ya no es un diario, se convierte en otra cosa, sencillamente o posiblemente más aburrida. Aunque en Kafka, por ejemplo, nada es aburrido. Ni mostrando su hastío lo es. Como decía, ha terminado un poema de Anne Sexton elegido al azar. Así a veces se sabe si un poeta es bueno, leyendo poemas al azar; se dará uno cuenta de que cada verso puede valer su peso en oro, y esto no sólo ocurre con los grandes. No sabe por qué se ha detenido en un librito perdido entre dos tochos de los suyos. Se trata de un libro de Jünger. ¿Ernst Jünger?, se pregunta. Tantos años de ver sus diarios en todas las/sus librerías, tantos años no haciendo caso de las constantes “llamadas” de libros no leídos. Sí, los libros a él le “llaman”. En realidad no es un libro escrito por Jünger, sino un libro de entrevistas con él: Los titanes venideros (editorial Península). Tres entrevistas concedidas a sus dos traductores italianos: Antonio Gnoli y Franco Volpi. Jünger aquí es otro distinto al imaginado por él antes de leerlo, al leerlo hablar, quiere decir. Crece enormemente en cuanto los infundados prejuicios políticos quedan de lado. Ser, digamos, héroe en la Primera Guerra Mundial le salvó de la quema o de ser gaseado, que se llevaba más, por las pestes hitlerianas, que tras ejecutar a miles de personas luego dijeron que sólo cumplían órdenes. No se equivocó lo más mínimo cuando cerca de cumplir los cien años, en 1995, afirmó del futuro: «Será una edad muy propicia para la técnica, pero desfavorable para el espíritu y para la cultura».
Leyendo este librito, esta joya perdida y descubierta con sigilo, retoma el tema del artículo anterior: leer la obra de canallas, porque hay canallas con mucho talento y que escriben de cine. Me alegra saber que cuando Jünger conoció a Céline (mira, hablando de canallas) no se cayeron bien desde el primer segundo. A pesar de que le había encantado Viaje al fin de la noche. ¿Y a quién no le ha gustado ese libro? Aunque en esta traducción (del se supone que también italiano Attilio Pentimalli) se prefiere decir Viaje al fondo de la noche. Mira en su biblioteca y sí, en su ejemplar el primer título es el elegido, y si lo dice el gran traductor Carlos Manzano, no se hable más.
—Deberías aclarar más cosas de Céline, personaje.
—¿Qué cosas? ¿Que colaboró con los nazis y era un aguerrido antisemita? ¿Que Jünger, que siempre fue contrario a Hitler y ayudó a cuantos judíos pudo, no congenió con el Céline persona?
—Por ejemplo.
—Vale pues ya está. ¿Sigo, creador?
—Por supuesto.
Iba a seguir hablando de otras lecturas, pero sobre la mesa de sus novedades está el último libro, que él sepa, de Enrique Vila-Matas, Impón tu suerte. Sí, eso sí que es una suerte: tener un libro aún no leído de Vila-Matas. Una extensa miscelánea de pequeños ensayos que en sí son grandes, brillantes y mucho más que atractivos de leer.
Aquí, el creador. Lo que más lamenta mi personaje es no haber empezado por Vila-Matas. Seguro que su lector más literario lo hubiera agradecido (¿tengo algún lector literario? ¿Tengo algún lector?) Mi personaje, discúlpenle ustedes, se hace siempre todo tipo de cuestiones. Incluso las más raras y extrañas: como que un texto hoy pueda tener lectores. Si interesa, los tiene. Mi personaje se podría preguntar. ¿pero quién dice que interesa?
—Siempre que interrumpes me descentras.
—¡Perdón! Sigue.
La primera vez que leyó a Vila-Matas, su ya casi popular Bartleby y compañía le pareció un libro efectista, que había hecho trampa para impresionar al lector. Su personal Bartleby, el maravilloso personaje, kafkiano antes que Kafka, de Melville, no le llegó al corazón de golpe, sino en una segunda lectura. Desde entonces, ya casi maravillado, leyó todo lo que encontró del autor catalán, tan girado en sus últimas novelas, o lo que sean, hacia el ensayo. En Impón tu suerte, él (el personaje) se ha deleitado con esa manera ensayística (de nuevo) que tiene Vila-Matas de mirar y ver la literatura, con muchos de los libros leídos, con la manera de mirar en general a otros escritores, de amar todo lo que tenga que ver con la palabra. No recuerda si el propio Vila-Matas se define como otros escritores que son literatura, ser literatura, ser Madame Bovary cuando se es Flaubert. Él (mi personaje, no se despisten) lo ve así: Vila-Matas es la literatura. Si don Eduardo Mendoza dice que es uno de los tres escritores vivos más inteligentes y el más agudo no queda más remedio que aceptarlo, como él lo acepta, y leerlo siempre, como él intenta. Se ha divertido tanto con Impón tu suerte que espera casi con ansiedad el siguiente libro, sea novela ensayística, ensayo novelado o lo que le salga. ¿No es menos cierto que a un escritor a veces no le sale lo que pensaba?
—¿Algo más, personaje?
—Un último apunte. Si me lo permites.
—Adelante, faltaría más.
Entre sus múltiples lecturas aplazadas, estos días ha dejado de serlo Cela: un cadáver exquisito, la personalísima semblanza biográfica que Francisco Umbral dedicó al Premio Nobel al poco de ampliar su inmortalidad con la propia muerte. Los grandes, nos gusten o no, alcanzan un punto más de grandeza con la muerte. La distancia definitiva aumenta la leyenda. Le gusta descubrir aspectos de Cela insólitos. No se detiene en la calidad de la obra, más que suficiente para ser Nobel, ni en las detestables relaciones con el franquismo (la Real Academia de la Historia, por cierto, acaba de hacer “oficial” que Franco fue un dictador. La monda, este país), sino en pequeños detalles o frases de este libro tan umbraliano, es decir, tan bueno como siempre. Ahí va uno: «…admiraba mucho la inteligencia de los otros, cosa muy rara en España, donde la inteligencia del prójimo despierta sospechas, cuando no odio». Umbral recuerda que Cela envidiaba a González Ruano y lo llamaba cursi. Umbral escribe: «La cursilería bien entendida es nada menos que la sensibilidad proustiana para el tiempo y sus cuatro trastos».
—¿Y por qué Umbral?
—No lo sé bien, pero ahora que nadie habla de él, o muy pocos lo hacen, me parecía oportuno.
—Personaje, ¿crees que se lee a Umbral ahora?
—No. Cuatro gatos. Ni cuando vivía, salvo sus columnas, que lo hacían tan presente e imprescindible. Caía mal. Demasiado talento.
—Pero a ti sí te apasionan sus libros y casi todo lo que escribió.
—Yo no cuento. Soy un personaje.
—Pero lo has recordado.
—La grandeza es inolvidable.
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