Sólo tenía veinte años y un perro. Nada más. Bueno, también un saco con ropa. Y una libreta que escondía entre las hojas de un ciprés. Mejor dicho, no la escondía: la guardaba, forrada y bien envuelta dentro de una bolsa de plástico.
Llevaba el pelo largo y una barba de persona mayor. Tenía, no se me olvidará, las uñas muy largas. Negras como mejillones. Todas no, algunas se le rompían de vez en cuando. Sus manos parecían un piano estropeado. Tenía, era un misterio cómo duraba tanto la pila, el reloj de la primera comunión, con alarma y cronómetro, sumergible a cien metros, junto a una pulsera de cuero que se trajo de un campamento de verano al terminar la ESO (eso, por cierto, que yo justo ahora estoy terminando, y que odio terminar: estar en cuarto de Educación Secundaria Obligatoria significa… que a partir de ahora nada es obligatorio, que toca elegir. De verdad. Y ya para siempre). Tenía, termino ya, tenía algo. Era más alto que bajo, más delgado que gordo, más guapo que feo. Parecía un chaval como otro cualquiera. Pero era distinto. Sí, ya sé, todos somos diferentes; pero es que él no se parecía a nadie. Ni siquiera a mí, su hermana pequeña.
Con sólo veinte inviernos, nada más, y ya era un hombre con pasado. Un hombre, sí. Dos días antes de cumplir los dieciocho le arrestaron por algo que ahora no viene a cuento. O quizás sí, no sé. Por si acaso, para que nadie diga que no revelo toda la verdad, lo explicaré sin enrollarme demasiado dentro de un rato. Ahora no, prefiero ir al grano. Quiero contarlo todo, claro, pero a su debido tiempo; como diría mi hermano, cuando proceda. Era un poco pedante. Pepe quería ayudar. Necesitaba ser útil. Pero, la verdad, no se le ocurría cómo. Mi padre decía que leía demasiado. Yo, que he leído bastante más que él, pensaba que una de dos: o no lo asimilaba bien, o lo asimilaba demasiado. ¿Está claro? Igual no. Me cuesta arrancar, ¿verdad que sí? Es que he tragado muchos libros, sobre todo novelas baratas del piso de mis tías, historias de amor más que nada, pero aún no he escrito gran cosa. Quiero ser escritora, pero lo más largo que he parido fue una redacción de treinta folios que no llegué a entregar. Me dio corte. Demasiado personal. Había que usar la primera persona, así que empecé hablando del último campus de baloncesto al que habíamos acudido, pero acabé escribiendo sobre un chico que conocí allí. No sé qué habría dicho la Chopo, nuestra profe de literatura. Igual me habría sacado a la pizarra. No sería la primera vez. Pero me hacen leer algo como esa redacción, o como esto que estoy aquí anotando, y me muero de la vergüenza.
Esto también es personal, aunque ni siquiera me veo con un papel secundario. Me considero una testigo. El protagonista es Pepe.
Se ha ido y puede que no vuelva.
Ya lo he dicho.
Bueno, soltó un ¡hasta luego!, pero ya sabéis que solemos pronunciar palabras sin pensar en lo que significan de verdad. Como Pepe iba de ateo —aunque no lo era, lo que pasa es que no soportaba a los fariseos— no decía ni adiós. Le tenía manía a esa palabra, ya ves qué chorrada. Me da que con su ¡hasta luego! se despidió para siempre, y mis intuiciones suelen dar en el clavo.
Ahora que no está parece que todo va mejor, estamos más tranquilas, pero sólo lo parece. Mamá llora más que antes, y no hace falta preguntar por qué.
En fin, el perro se llamaba Job. Le encajaba tan bien ese nombre como al santo de la Biblia. Mi hermano decía que lo soportaba todo, que aguantaba carros y carretas. ¿Qué estará soportando ahora? ¿A quién ladrará?
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Primeras líneas de la novela, todavía inédita, El Perroflauta.
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