Aquella mañana soleada de principios de mayo, Holmes se encontraba colocando banderitas de colores sobre un plano de la ciudad de Londres que había fijado en una de las paredes de la sala de estar, mientras Watson permanecía totalmente absorto en la lectura del libro El barco de la muerte del escritor neoyorquino William Clark Russell.
Aquel momento idílico fue interrumpido por la señora Hudson para comunicarle al detective que una dama llamada Cecil Forrester requería sus servicios profesionales.
Holmes observó la delicada tarjeta de visita que le entregaba su ama de llaves y extrajo algunas simples conclusiones al observar el grosor, la calidad de la cartulina y la caligrafía de su nombre en un relieve muy marcado. Seguramente se trataba de una dama soltera o viuda, con holgura económica, a quien no le importaba gastarse media corona en un excelente trabajo de imprenta. Sin duda, una mujer interesante, pensó.
Cuando la dama entró en la estancia, el detective le rogó que tomara asiento y Watson, a quien no le molestaba nunca ver el rostro de una mujer, dejó el libro de Clark sobre su escritorio y captó la suave fragancia silvestre que emanaba de su figura. La visitante era esbelta y de ademanes resueltos, y cuando alzó el velo que cubría su rostro pudieron apreciar la perfección del óvalo que lo perfilaba. Se trataba de ese tipo de mujeres de las que no se pueden realizar conjeturas precipitadas como las que tanto gustaban a Holmes.
Watson, sin embargo, pensó en una frase de Henry James: «Es esa clase de mujeres que son atractivas por ser felices o quizá son felices por ser atractivas». El detective hizo bien en no hacer conjeturas.
El problema de la señora Cecil Forrester consistía en que había muerto su ama de llaves, a quien apreciaba bastante más que a una sirvienta corriente, hasta el punto de que su velatorio se había hecho en uno de los salones de su casa, y seguidamente la mejor agencia de contratación de servicio doméstico de Londres le había enviado una sustituta que era tan idéntica a la fallecida que cada vez que la veía deambular por la casa sufría un serio sobresalto.
Holmes no pudo menos de frotarse las manos ante un caso tan peculiar y acto seguido le hizo una serie de preguntas a la elegante dama, quien las respondió sin pestañear. De todo ello, Watson tomó las correspondientes anotaciones.
El detective le manifestó que no se dedicaba a la resolución de ese tipo de asuntos domésticos, pero dado que venía de parte de la duquesa de Whitaker se encargaría de investigarlo y muy pronto recibiría noticias suyas. La dama, muy decidida, se incorporó, ajustó su esclavina de armiño, sacó de su bolso un talonario de cheques y una pluma estilográfica, pero Holmes la detuvo con un gesto estudiadamente rotundo. Le explicó que no cobraba por adelantado y menos sin poder garantizar una solución satisfactoria. La señora Cecil Forrester estrechó la mano de Holmes, dejó que se la besara Watson y accedió a que ambos la acompañaran hasta la puerta mientras dejaba tras de sí una ligerísima estela de Jazmín Blanco. Uno de los perfumes preferidos de Holmes.
El día siguiente lo dedicó el detective a buscar una explicación al misterioso asunto. Lo primero que hizo fue visitar la agencia de Londres dedicada a la selección de mayordomos y amas de llaves del más alto nivel, cuyo nombre comercial le había facilitado la señora Forrester y allí no tenían constancia de los hechos expuestos por Holmes. Examinaron la tarjeta de visita y negaron haber intervenido en el caso.
Watson visitó la hermosa morada de la dama situada en el número 165 de Eaton Place y habló con el mayordomo, el señor Hudson, y con el dueño de la casa, que era un Lord miembro del Parlamento, y ninguno de los dos fueron capaces de darle razón de que allí hubiera vivido la señora por la que preguntaba. Mientras, Watson con gran habilidad logró que le permitieran cambiar impresiones con la nueva ama de llaves y el resultado fue el mismo. Lo que sí constató cuando habló con Holmes era que se trataba de una mujer que hacía gala de un fingido mutismo. Ambos removieron todos los resortes de información a su alcance, se habló con Scotland Yard, se consultaron todos los registros de personas y el resultado fue negativo: la señora Cecil Forrester no existía como ciudadana británica.
Holmes dio el caso por fallido y lamentó no haberse tomado más interés desde el principio. El único dato para añadir a los famosos “Cuadernos secretos de Sherlock Holmes” fue una esquela mortuoria a nombre de Mrs. Cecil Forrester aparecida en el Times un par de años después y una carta remitida por la dama que Holmes nunca leyó.
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