El amplísimo despliegue de agradecimientos (gente que le ha ayudado a localizar determinados documentos, bibliotecas que ha visitado, archivos, departamentos, juzgados, papeles desclasificados, etc.) y la más que notable bibliografía empleada para el caso que le ocupa son la mejor prueba de que el trabajo de Martínez de Pisón iba en serio, que no ha sido un pasatiempo cualquiera, una manera de matar el tiempo en tanto prepara un nuevo relato, que es a lo que nos tiene acostumbrados. Conviene recordar, no obstante, uno de sus títulos más memorables, Enterrar a los muertos (2005), en el que el escritor aragonés deja patente su capacidad y su pericia para la investigación histórica; su intuición y su buen ojo para llegar a lo más profundo de ciertos asuntos que se les habían resistido a los más preclaros historiadores. Pero, como no podía ser de otra manera, los novelistas que se meten a historiadores están obligados a pagar su correspondiente portazgo. Y bendita sea la hora. Dicho de otro modo: el creador nato —y Martínez de Pisón lo es, sin duda alguna— no puede eludir esas herramientas típicas de quien está acostumbrado a crear desde la nada. Filek, se supone, es un trabajo de investigación sobre un estafador que tuvo la habilidad de saber engañar a Franco. Esa es, al menos, la intención del autor, la base de su discurso, lo que más le llamó la atención en un principio, partiendo de unas palabras de Paul Preston. Lo que pasa es que quien va por brevas termina llenando la capaza de esos otros frutos que tiene a su alcance. Martínez de Pisón no puede evitar —y eso se lleva el lector, por el mismo precio, en la mochila— aventurarse por el resbaladizo territorio de las conjeturas. Y así se lo advierte al lector en más de una ocasión. Su instinto de novelista le lleva, una y otra vez, a elucubrar, a emitir hipótesis que suelen estar vedadas al historiador de raza, anclado en su aburrida heterodoxia. Se toma, pues, “ciertas libertades del novelista”.
Filek se lee como una novela porque el autor no duda en utilizar los mecanismos propios del relato, hasta el punto de dotar a estas páginas de ciertos recursos folletinescos y de serial televisivo que siempre agradece el lector. Se trata, dicho muy resumidamente, de una “historia de claroscuros”, como sucede en cualquier novela. Martínez de Pisón llega a confesar en alguna parte de su libro que ni él mismo podía imaginar que podía llegar tan lejos con su personaje. Le sigue el rastro minuto a minuto, desde antes de su llegada a Madrid en 1931, hasta el momento en el que visita su tumba, lo que le supone un subidón de adrenalina, un verdadero chute que termina por ser contagioso.
¿Quién demonios fue Filek? ¿Por qué, tantos años después, ha despertado el interés de un novelista acostumbrado a lidiar con entes de ficción, con personajes mucho más manejables que forman parte del imaginario del escritor? Filek es, de entrada, un ladrón, un truhán con un turbio pasado del que estuvo huyendo eternamente. Y, además, un estafador, un hábil depredador, un sablista de la vieja escuela que tuvo la osadía de querer patentar una gasolina sintética que iba a convertir a la nación española de los primeros años de la dictadura en un vergel de prosperidad, en el jardín de la delicias, en el huerto de las Hespérides. Hasta el mismísimo Franco cayó en la trampa de creer lo que era del todo imposible. Según el testimonio del aristócrata, militar y conspirador Juan Antonio Ansaldo, fue el propio Franco quien terminó por desdeñar la opinión de los científicos. Martínez de Pisón reproduce unas palabras del dictador que, aunque no fueran ciertas, están muy traídas para el caso: “Todos los ingenieros y servicios técnicos que he consultado me han informado en contra del proyecto; pero yo me fío más de mi chófer y éste me ha asegurado que en el último viaje hemos logrado una media de noventa kilómetros por hora empleando únicamente ‘mi’ gasolina”.
Otro de los atractivos de la obra es, sin duda alguna, la presencia de ciertos personajes que se cruzan en el camino de Filek. Es una pena que Franco no interviniera más de lo preciso. Y no nos extraña. Un tipo tan poco imaginativo como él no podía sino mantenerse a una distancia prudencial de quien prometía convertir en oro los materiales inservibles. O lo que es lo mismo: producir gasolina sintética, mucho más eficaz y potente que la gasolina común, a partir de sustancias insólitas, como el zumo de naranja (sin tostada, claro). Me refiero a personajes como Rafael Suñén Beneded, del que nadie se hubiera acordado si no hubiera sido por Filek. El aragonés Suñén, nacido en 1891, también reclamaba la paternidad del invento. En 1935 presentó en Francia un procedimiento para fabricar la tan traída y llevada gasolina sintética. Se basaba en el uso de carbonatos, carbones y vapor de agua para producir lo que se denominó “gas de síntesis”, que mediante el empleo de catalizadores se convertía en combustible líquido. Está claro que a los científicos que lean estas páginas las ideas de Filek o de Suñén les parecerán auténticas barbaridades. Pero a los no iniciados en las artes químicas tales circunstancias nos hacen pensar en Fulcanelli y en los más recónditos secretos de la alquimia. Filek, todo hay que decirlo, fue un hombre que gozó de unos pocos minutos de gloria, pero que, en el cómputo general de su vida, no tuvo demasiada suerte. Pudo haberse convertido en uno de los mártires de la guerra, cuando Franco toma el poder, pero circunstancias no del todo claras le llevaron a deambular de cárcel en cárcel, sin que se supiera con certeza las razones por las que era retenido una y otra vez. Filek, como buen estafador, “creó toda una narrativa fantástica sobre el hallazgo”. Es decir, sobre esa “Filekina” que quedó, finalmente, en agua de borrajas.
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Autor: Ignacio Martínez de Pisón. Título: Filek. Editorial: Seix Barral. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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