La isla de la esperanza, libro de Lynne Olson publicado por Desperta Ferro Ediciones, aborda, con pulso de novela, una historia pocas veces narrada, la de cómo desde Inglaterra los exiliados de media Europa —polacos, checos, daneses, noruegos, holandeses, belgas, franceses…— intentaron sacudir el yugo nazi de sus países. Ofrecemos varios fragmentos de la obra.
CAPÍTULO 1 “MAJESTAD, ¡ESTAMOS EN GUERRA!” Hitler invade Noruega
Cuando los habitantes de Oslo se despertaron el 9 de abril, encontraron su mundo, tan perfectamente ordenado el día anterior, sumido en el caos. Aunque los alemanes no habían entrado todavía en la ciudad, los bombarderos de la Luftwaffe sobrevolaban el cielo y el sordo estampido de las bombas podía escucharse en la distancia. Columnas de denso humo negro provocadas por la quema de documentos oficiales se elevaban a lo alto. La bella Oslo, con sus frondosos parques, colinas y bosques, se hallaba expuesta a un enemigo que ignoraba que tuviera.
Unas pocas horas antes, mientras el Blücher navegaba hacia la capital en la oscuridad que precede al amanecer, el ministro alemán, Curt Bräuer, había exigido al ministro de Exteriores noruego, Halvdan Koht, la rendición de Noruega, incluso enfatizó «el completo sinsentido que supondría cualquier resistencia». Koht, aunque estaba desorientado por el repentino ataque, tuvo el ingenio de recordar a Bräuer la observación de Hitler acerca de la capitulación de Checoslovaquia después de Múnich: «La nación que se somete sumisa a un agresor sin oponer resistencia no merece vivir». Con esa frase, rechazó las exigencias alemanas.
Aquella mañana, antes de reunirse con el rey y con otros cargos oficiales a bordo del tren especial que les sacaría de Oslo a toda velocidad, Koht comentó a un periodista de la radio que Noruega estaba en guerra con Alemania, que el rey y el Gobierno habían escapado y que la movilización general estaba en marcha (este último punto era incorrecto). En respuesta a este anuncio, que fue emitido a todo el país, miles de jóvenes, maleta en mano, acudieron al cuartel militar más próximo, pero solo se les informó de que todo era un error. «Reservistas y voluntarios salían llorando de las estaciones de reclutamiento cuando se les decía que no había armas para ellos», recordó un diplomático británico. En la capital noruega, multitudes conmocionadas se reunían ante los tablones de anuncios de los diarios, donde intercambiaban temores y rumores.
CAPÍTULO 5 “ALGO LLAMADO AGUA PESADA” La misión de rescate que cambió el curso de la guerra
A primera hora de la mañana del 22 de junio de 1940, un numeroso grupo de desaliñados y medio dormidos pasajeros se apretujaba en un andén de la estación de Paddington de Londres. Les rodeaban maletas, cajas de madera y veintiséis botes de metal. Las muchedumbres que pasaban a toda prisa no se fijaban demasiado en los astrosos viajeros recién llegados de Francia. Aquel día, los londinenses estaban preocupados por asuntos más importantes, entre ellos la inminente capitulación de Francia ante los alemanes.
Nada en los miembros de aquel grupo indicaba su preeminencia. Entre ellos se encontraban algunos de los científicos e ingenieros más distinguidos de Francia, expertos en todo tipo de materias, desde balística a guerra química o fabricación de explosivos. También se hallaban en el andén dos físicos nucleares del renombrado Collège de France de París, uno de los principales centros experimentales de fisión nuclear. Por más desapercibida que pasara su llegada, los físicos –y la valiosa sustancia contenida en los botes que portaban– acabarían desempeñando un papel vital en uno de los hechos más decisivos de la guerra.
Atendía al grupo un inglés de elevada estatura, sin afeitar, que vestía pantalones de franela y una gabardina manchada. Conocido por amigos y familiares como «Jack», se trataba de Charles Henry George Howard, vigésimo conde de Suffolk y descendiente de una de las más antiguas y poderosas familias de Gran Bretaña. Lord Suffolk había rescatado a los científicos pocos días atrás y les había sacado de Francia a bordo de un destartalado buque carbonero escocés. Muy impresionado por ello, Harold Macmillan, que por aquel entonces era un funcionario menor de uno los ministros del Gobierno de Churchill, fue presentado al aventurero Suffolk pocas horas después de la llegada del grupo a Londres; más tarde describiría a su par del reino, de 34 años de edad, como «una combinación entre sir Francis Drake y Pimpinela Escarlata».
CAPÍTULO 6 “SON MEJORES QUE CUALQUIERA DE NOSOTROS” Los pilotos polacos triunfan en la batalla de Inglaterra
Los bombarderos siguieron la curva del Támesis y volaron directos a Londres. Hitler había ordenado atacar la capital británica en represalia por unos bombardeos aislados de la RAF sobre Berlín. Tanto Hitler como Göring se habían autoconvencido de que la Luftwaffe había neutralizado a la RAF y que esta podía ahora concentrarse sobre Londres y otras ciudades británicas. Fue un monumental fallo de cálculo, no menos espectacular porque erró por poco. Durante las dos semanas previas, la RAF había perdido 227 cazas, sufrido graves daños en aeródromos y estaciones de control de sector y estaba casi acabada. Lo que el Mando de Caza necesitaba por encima de todo era tiempo para reagruparse y fue justo lo que Hitler le proporcionó. En lugar de insistir en sus intensos ataques contra las instalaciones y comunicaciones de la RAF, la Fuerza Aérea alemana inició ocho semanas de bombardeos masivos contra Londres. Sería el más intenso capítulo del reinado del terror de ocho meses denominado el Blitz.
En ese primer y frenético día del Blitz, los polacos del 303.er abatieron catorce aviones en menos de quince minutos. También consiguieron dispersar una formación de bombarderos alemanes antes de que pudiera atacar Londres. Con casi una cuarta parte de su formación destruida, los bombarderos supervivientes dieron media vuelta y regresaron a Francia.
En poco más de una semana de combate, el escuadrón polaco había destruido casi cuarenta aviones enemigos –el mejor resultado de toda la RAF, con diferencia– lo cual les convirtió en los héroes no oficiales del reino. Cargos gubernamentales, altos mandos de la RAF, ciudadanos anónimos, Churchill y el propio rey se unieron para homenajear a los aviadores del 303.er «Ustedes se valen del aire para sus gallardas gestas y nosotros se las explicamos al mundo –escribió el director general de la BBC–. ¡Larga vida a Polonia!».
En el palacio de Buckingham, el secretario del rey Jorge VI, Alexander Hardinge, se refirió con admiración a los pilotos polacos como «rotundos tigres». Hardinge, en una carta a lord Hamilton, escribió: «No puede uno evitar pensar que si todos nuestros aliados hubieran sido polacos, el curso de la guerra hasta ahora habría sido muy diferente». Se ha atribuido lo siguiente a un jefe de escuadrón de la RAF en referencia a los aviadores polacos: «Son fantásticos; mejores que cualquiera de nosotros. Nos superan en todo».
CAPÍTULO 8 “LONDRES AL HABLA“ LA BBC lleva esperanza a la Europa ocupada
Dentro del Servicio Europeo de la corporación, era palpable el espíritu de innovación y entusiasmo. Casi todo el que trabajaba allí era un recién llegado al mundo de la radiodifusión, comprometido en este grandioso experimento para llevar la verdad y la esperanza a millones de personas dominadas por los nazis. Los británicos se codeaban con los desposeídos europeos. Periodistas, novelistas y poetas trabajaron con actores, profesores universitarios, hombres de negocios, filósofos, antiguos militares, todos lanzados a un mundo que nunca podrían haber imaginado en sus días de preguerra. Alan Bullock, un licenciado por Oxford que había trabajado como asistente de investigación para Churchill antes de entrar en la BBC, lo recordó como la mejor época de su vida. Trabajar para el Servicio Europeo, añadió, era como «ser un historiador, viviendo la historia, en la historia».
Cuando Bullock subió a bordo, el Servicio Europeo apenas tenía dos años. Hasta 1938, la BBC, emitió solo en inglés, lo cual reflejaba la insularidad de Gran Bretaña con respecto a Europa y al resto del mundo. Cuando, en septiembre de 1938, comenzó sus incipientes transmisiones a Europa, su primera emisión –en francés, alemán e italiano– fue, irónicamente, el texto del discurso de Neville Chamberlain en el que expresaba su horror hacia la idea de que Gran Bretaña fuera a la guerra por defender a Checoslovaquia.
Cuando estalló el conflicto, el operativo para el extranjero de la BBC era todavía relativamente pequeño; tan solo emitía en doce lenguas. En pocos meses, se disparó hasta cuarenta y cinco idiomas, la mitad de ellos dirigidos a Europa. Las secciones de lenguas mayoritarias, como las de francés y alemán, emitían hasta cinco horas diarias. Estas incluían entrevistas y charlas con jefes de Estado en el exilio y otras figuras prominentes. Pero, para todas las secciones, el punto clave de las emisiones eran las noticias. Era «la roca», recordó Alan Bullock. «Cuando la gente afronta considerables peligros y dificultades para escucharte, lo que quiere son noticias».
Los espíritus emprendedores del Servicio Europeo trabajaban hasta dieciséis horas diarias y libraban una guerra, en la que, como señaló un observador, «sus únicas armas eran el ingenio, la inteligencia y una apasionada convicción de que iban a vencer». Y, durante dos largos años, lo hicieron con las caóticas condiciones del Blitz.
CAPÍTULO 10 ESPIANDO A LOS NAZIS El descifrado de Enigma y otros éxitos de la inteligencia europea
En 1933, Bertrand, quien por aquel entonces era jefe de la inteligencia radiofónica francesa, se había dirigido a sus homólogos polacos para contarles una intrigante historia y hacerles una oferta. Les dijo que había pagado una considerable suma de dinero a un oficial del departamento de cifrado militar alemán a cambio de documentos de alto secreto relacionados con Enigma, los cuales incluían instrucciones para operar la máquina y cuatro diagramas de su construcción.
Los superiores de Bertrand no mostraron interés por los documentos y afirmaron que, incluso con ellos, Enigma no podría ser quebrada. A continuación, contactó con el MI6, que también descartó la idea. Pero cuando contactó con los polacos, estos aceptaron el material, según Bertrand, como si hubiera sido «maná en el desierto».
Los documentos fueron entregados a tres nuevos reclutas del buró de cifrado polaco, todos ellos veinteañeros. El más brillante de los tres era Rejewski, un genio de las matemáticas de 23 años que acababa de retornar de un año de estudio en Gotinga, una de las mecas internacionales de las matemáticas.
Rejewski y sus colegas, armados con los documentos, construyeron su propia máquina Enigma, así como lo que ellos denominaron una «bomba», un dispositivo electromecánico que les permitía examinar todas las posibles permutaciones del código Enigma a gran velocidad. (La «bomba» recibía su nombre de un popular postre polaco a base de helado que los matemáticos estaban comiendo cuando se les ocurrió la idea).
Hacia comienzos de 1938, los polacos podían descifrar unas tres cuartas partes de los mensajes interceptados de Enigma. Los alemanes, sin embargo, comenzaron a añadir más complejidad a su máquina, pues introdujeron dos rotores e hicieron cambios importantes en sus métodos de cifrado. Los polacos, cuyo trabajo se veía dificultado por la falta de dinero y otros recursos, y plenamente conscientes de que la guerra se acercaba, decidieron compartir sus logros con británicos y franceses. No mucho después de la visita de Dilly Knox y otros al bosque de las afueras de Varsovia, y apenas unos días antes de que Alemania invadiera Polonia, los polacos enviaron réplicas de la máquina Enigma a Gran Bretaña y a Francia, junto con información detallada sobre cómo usarla.
Knox y su equipo se pusieron a trabajar de inmediato en lo que ellos llamaban «el tesoro polaco». En el pasado, el GC&CS había reclutado académicos de diversas disciplinas para el trabajo criptográfico, pero, al igual que Polonia, había comenzado a centrarse en los matemáticos, entre los cuales destacaban Gordon Welchman y Alan Turing. Tras examinar a conciencia el diseño y los detalles de Enigma y de la «bomba» polaca, el tímido y abstraído Turing utilizó lo que había aprendido para construir una máquina de descifrado mucho más potente y precisa, a la cual llamó «bombe».
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Autor: Lynne Olson. Título: La isla de la esperanza. Editorial: Desperta Ferro. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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