Alberto Rojas, corresponsal de El Mundo, reúne en este libro una serie de crónicas testimoniales sobre África donde cuenta los avances de este continente abandonado y los problemas que recorren su inmensa geografía en una carta de amor hacia las misteriosas carreteras de Ruanda, los mineros adolescentes de una mina de coltán en el Congo, una ciudad de contenedores metálicos en Sudán del Sur o un hospital para enfermos de ébola en Liberia, entre otras historias. Zenda ofrece un fragmento de de África, la vida desnuda, libro publicado por Debate que ya está a la venta en librerías.
Los buitres no comen niños
Ayod (Sudán del Sur, febrero de 2011)
África nunca me interesó lo más mínimo. Nunca hasta aquel encuentro casual. Era otoño de 2010. Leyendo el periódico me topé con un texto que contaba la historia de Kevin Carter y su fotografía en Sudán, con Premio Pulitzer y suicidio incluidos. Un buitre blanco acecha a un bebé desnutrido que intenta levantarse. Está datada en la aldea de Ayod, en marzo de 1993.
En aquel momento no fui consciente, pero comenzaba algo parecido a una obsesión. A los pocos segundos ya estaba buscando información sobre aquella imagen en internet. Lo devoraba todo: fecha, contexto, biografía del autor, interpretaciones… Por desgracia, encontré miles de páginas que hablaban de la instantánea, pero escasa información fiable. La búsqueda siguió varios días después con resultados igual de frustrantes. Casi toda la información se la copiaban unas páginas a otras. ¿Cómo era posible que no hubiera un estudio serio sobre una de las fotografías más impactantes de la historia?
Hasta que di con un testimonio poderoso. Lo firmaba un periodista llamado José María Arenzana. Este viejo reportero de Sevilla, de quien no había oído hablar en mi vida, aseguraba que estuvo en ese mismo lugar meses después de Carter. El fotógrafo que viajaba con él, Luis Davilla, había tomado fotografías similares de niños rodeados de buitres en aquella aldea. No sé cómo se las apañaban los periodistas veteranos para investigar hace unos años, pero gracias a Google en pocos minutos conseguí el teléfono. Arenzana se sorprendió de mi llamada:
—Es cierto. Toda la historia. Recuerdo aquel lugar del infierno como si fuera hoy. Los niños se morían de hambre por todas partes. Era un panorama desolador.
—¿Cree que el fotógrafo ayudó a esa niña?
—No necesitaba ayuda. En ese lugar los buitres forman parte del paisaje. No se la iba a comer. Al menos, no en aquel momento.
—Pero ¿esa niña estaba sola?
—No, esa fotografía está realizada junto al feed center [centro de reparto de alimentos] de Naciones Unidas. Lo recuerdo bien. Estaba lleno de gente esperando su comida. Los niños acudían a ese lugar a hacer sus necesidades. La mayoría de ellos tenían diarreas o estaban enfermos. Por eso están los buitres ahí.
—¿La foto miente?
—En absoluto. Allí la gente se moría de hambre. Vimos cosas peores. Cientos de desgraciados en las últimas. Por efecto de la hambruna, a los niños se les descolgaba el ano. Es una imagen terrible. Por no hablar del gusano de Guinea, un parásito que entra en el cuerpo con el agua y acaba saliendo por el tobillo, lo que les causa un daño atroz.
—¿La niña podría estar viva?
—Por supuesto. Nuestro punto de partida siempre fue que no murió ese día.
Gracias a aquella llamada, a aquel impulso de un reportero veterano como Arenzana, me lancé a investigar todo lo que pude sobre aquella foto. En dos meses di incluso con algún testigo que acompañó a Carter aquel día, una exnovia, su amigo Greg Marinovich y alguna de las cooperantes que atendían a la gente en aquel feed center de Naciones Unidas. Pero el misterio estaba aún por resolver. Solo me quedaba una cosa: coger un avión, pisar África negra por primera vez en mi vida e intentar armar las piezas del puzle dieciocho años después en el mismo lugar.
En los dos meses que tardé en preparar el viaje, varias veces estuve a punto de echarme atrás con las excusas más peregrinas. Llevaba años quejándome de una labor gris que no me gustaba en la redacción de un periódico que no contaba conmigo para lo que de verdad quería hacer: convertirme en reportero. Por muchas razones que tuviera para no hacer el viaje, ninguna era tan férrea para desmontar la evidencia: si no movía el culo, era carne de despido. Por una vez, saldría de mi burbuja, de mi zona de confort.
Lo que nadie me dijo es que el país celebraba en aquellas fechas un referéndum de independencia respecto a su vecino del norte. Aquello significaba una oportunidad para la paz, para construir un nuevo país de las ruinas de la guerra. Cada paso fue una lección. En la escala de Adís Abeba subimos a un pequeño avión de hélice, que es el que nos llevaría a Juba, la capital de Sudán del Sur. En ese vuelo conocí a James Bol. Era un tipo alto, trajeado, parecía un profesor universitario. Viajaba con un maletín. Era uno de aquellos lost boys, los niños perdidos de Sudán del Sur, menores que en la década de 1990 huyeron de la guerra caminando cientos de kilómetros por la sabana hasta llegar a Etiopía. Allí pasaron años en campos de refugiados, hasta que algunas organizaciones católicas se los llevaron a estudiar a Estados Unidos y Canadá. Otros fueron a La Habana, con becas pagadas por el internacionalismo cubano. James me contó, en las dos horas de viaje restantes, cómo la tropa de niños avanzaba de noche para pasar desapercibida ante las milicias apoyadas por el norte, pero al acecho de los leones en su hora favorita de caza. Hay que imaginarse la escena: una legión de famélicos cruzando el Nilo blanco agarrados a troncos, sin saber nadar, rezando para que no se los comieran los cocodrilos de las orillas.
Mi sensación al aterrizar fue un poco la de Alicia al caer por la madriguera del conejo. Pasamos por chozas con techo de paja, caminos de tierra amarilla, el Nilo blanco. La luz ámbar del crepúsculo se filtraba por la ventanilla del avión. Cuando se abrió la puerta, nos llegó el bofetón de calor del atardecer. James tenía los ojos llorosos. «Entiéndelo, amigo. Son veinticinco años esperando este momento.»
El aeropuerto no tenía cinta de equipajes. Uno coge su propia maleta en la pista y le estampan el sello de entrada. Dedicaría tres días a conseguir los permisos de periodista y, después, volaría hacia la aldea de la fotografía.
Nada más salir a la calle el taxista me timó. Welcome to África.
Los tres días pasaron rápido entre el hotel y los ministerios de Juba. Cuando quise darme cuenta, estaba bajando de una avioneta de Naciones Unidas en algún punto del mapa en Sudán del Sur llamado Ayod. Hacía un calor que dolía, y en doscientos metros a la redonda solo conseguí distinguir un grupo de buitres a lo lejos como único signo de vida. Dos horas antes habíamos despegado de Juba un par de cooperantes italianos, dos pilotos rusos, una monja y un reportero novato en una Cessna para seis pasajeros, de esas que usan los narcos en América Latina. El aparato descendía hacia pistas de tierra siguiendo el curso del Nilo blanco como si fuera un vagón de metro lanzado desde varios kilómetros de altura. En medio de aquel lugar polvoriento, me hice una pregunta por segunda vez en pocas horas: «¿Qué cojones hago yo aquí?».
La noche anterior al viaje se me ocurrió pedir una ensalada en el hotel. Esa es una de las primeras cosas que aprendes. Nunca pidas platos que tengan que lavar con agua, porque en el agua surfean las bacterias. Había hecho caso a los consejos de los veteranos con la bebida: toma siempre cerveza; pero no me acordé de la ensalada. No hubo que esperar mucho para que la fiebre subiera, se desencadenara una diarrea imparable y empezara a sentir una mezcla de náuseas y alucinaciones provocadas por el antimalárico.
A las doce de la noche, hacía 35 grados en aquella habitación con techo de uralita. Cuando a las tres de la madrugada comenzaba a conciliar el sueño oí tiros a lo lejos. Eran ráfagas de AK-47. Algún grupo de soldados borrachos celebraban el resultado del referéndum de independencia de Sudán del Sur, pero yo pensé en aquel momento que había un golpe de Estado en curso. Segunda lección: los disparos no suenan como en las películas.
Perdonad que insista, pero en realidad nada es como en las películas.
Así que, febril, acojonado y desorientado, la mitad de mí quedó en aquella cama con mosquitera rota en forma de sudor. Casi podría decir que el colchón de espuma era pariente mío. El servicio solo tenía un agujero para ducharse o hacer tus necesidades. Y no era una cárcel: era un hotel a 75 euros la noche. Faltaban unas horas para que una avioneta me dejara en mitad de ninguna parte, en uno de los territorios más inestables, subdesarrollados y peligrosos del mundo; unas horas para que yo, un manchego con inglés de madera («Yo venir en gran pájaro metálico») intentara completar una historia que alguien que estaba muerto había iniciado dieciocho años antes. ¡Pan comido!
Era de noche todavía cuando salí del hotel Paradiso camino del aeropuerto. Adormilado y drogado por las medicinas, paré un bodaboda, uno de esos mototaxis locales. Al amanecer, la avioneta blanca nos esperaba al final de la pista, junto al esqueleto de un viejo caza Mig despanzurrado en la hierba. Cada vez que un trasto de estos despega se renueva una promesa de aventura, aunque nos lleve a un lugar de mínimas esperanzas y equilibrios precarios. «Pero ¿qué cojones hago yo aquí?»
Cuando aterrizamos, el piloto ruso miró hacia atrás. Después de tres paradas, yo era el único que quedaba por bajar. «Ayod», dijo. Pero Ayod no estaba por ninguna parte. No había señales de aldeas cercanas, solo acacias gratinadas por el sol y un silencio pesado. Bajé con mi maleta y, antes de que me diera la vuelta, el avión ya estaba correteando de nuevo por el camino de arena para despegar a toda prisa. Cuando se esfumó en el cielo y dejó de oírse el petardeo del motor me sentí el tipo más desgraciado del mundo y vomité lo poco que quedaba en mi estómago. No tenía agua, no tenía comida, no sabía dónde estaba y no conocía a nadie. Con el temor a que me picara un escorpión o me mordiera una mamba negra, cogí el macuto y me puse a caminar siguiendo el camino en el que había aterrizado la Cessna. A cierta distancia, como si fuera un espejismo, se levantaba una nube de polvo que poco a poco fue convirtiéndose en un viejo camión militar que podía haber servido en la Segunda Guerra Mundial. Dentro iban tres tipos. Recuerdo que el conductor usaba gafas de culo de vaso unidas con cinta aislante.
—¿Adónde vas?
—Voy a Ayod. Soy periodista y busco a los chicos de Veterinarios Sin Fronteras.
—Deja el equipaje atrás y sube.
En aquel camión me di cuenta de que, por primera vez en mi vida, estaba donde quería estar. Y era una sensación que comenzaba a ser excitante. Me encontraba enfermo, perdido y hambriento, pero eso ya me daba igual. Aquel era «el lugar», un sitio que no viene en los mapas, la zona perfecta.
Después de un par de kilómetros de polvo y baches, llegamos a la aldea. Ayod y sus alrededores eran un sitio lleno de vida. Junto al Nilo, y en pleno triángulo del hambre, el principal asunto de conversación era la enésima rebelión militar del comandante George Athor contra el Gobierno de Salva Kiir en Juba. Pronto, otro asunto ocuparía también las conversaciones: la llegada de un kawai («hombre blanco», en su idioma) que había viajado desde España para buscar a una niña que aparece en una foto de 1993. Era lo único que se había dicho hasta ahora.
Los chicos de la ONG Veterinarios Sin Fronteras Bélgica no eran belgas, como yo esperaba, sino sudaneses. Cuatro tipos de veinticinco años de media con estudios y muy buen humor. Emmanuel, Stephen, Schol y Mario, el conductor. Dormiría con ellos en el compound, una pequeña parcela donde hacían vida. James era nuestro guardián, aunque no llevaba armas en un lugar donde todo el mundo tenía una. Me pregunté, en caso de asalto, cómo pensaba defendernos. «Esta tarde iremos a ver al commisioner. Es el jefe de la aldea. No puedes moverte sin su permiso», dijo Emmanuel. Después de comer lentejas con arroz, salimos a hablar con él. «Lleva las fotos y explícaselo todo. Él te ayudará.»
En estos lugares, el blanco es el peor vestido de la aldea. Yo iba con pantalones cortos, zapatillas, camiseta sudada por el calor y barba de cuatro días. Ellos, en cambio, vestían de traje a pesar del calor. Algunos llevaban hasta corbata y no sé cómo se las arreglaban para tener siempre los zapatos lustrados. Las mujeres, auténticas princesas del Nilo, llevaban ropas de colores vivos, tocados en la cabeza, colgantes con adornos y pulseras doradas.
El commisioner vivía en la única casa de ladrillo de la aldea. Era una autoridad civil y militar. Por eso había al menos veinte oficiales merodeando por su finca y dos pick-up artilladas en la puerta que parecían salidas de una película de Mad Max. Cuando me senté con ellos, me sentí como un traficante de armas ofreciendo género a un señor de la guerra. Desplegué las fotos en la mesa, doscientas veinte fotos en total, siete rollos de película expuesta por Kevin Carter de aquel día de marzo de hacía dieciocho años. En todas las copias se ve gente. Milicianos armados, todos ellos muy delgados. Gente en las últimas. Adultos heridos. El otro fotógrafo que iba con él, João Silva, se mete en el plano en una de las instantáneas. Hay varias fotos de niños muy desnutridos hechas en el mismo lugar que la foto del Pulitzer. De la pequeña en cuestión, hay tres, casi consecutivas, con un segundo de diferencia entre ambas, en la que el buitre mueve un poco el cuello. El commisioner las observó, cogió su móvil y comenzó a convocar a gente. Varios grupos llegaron a los pocos minutos. Eran personas mayores. Ancianos. Todos hombres. Pasaban las fotos impresas en A4 en silencio. A veces uno hablaba con otro, señalaba a algún personaje en alguna de las fotos y decía un nombre.
«Usted está equivocado. Es que esta de la foto no es niña, es un niño…» Así, con esa frase del commisioner, empecé a ver la luz. Kevin Carter se refirió al pequeño como una niña, pero probablemente se equivocó. Tampoco existe una foto de ese niño erguido, al menos entre las que me pasó su agencia, así que escuché los argumentos del jefe: «Los niños no llevan pulseras en el tobillo. Las niñas, sí. Es sencillo». Efectivamente, las niñas del resto de la película sí llevan sus pulseras doradas, a veces hechas con las vainas de las balas que habían matado a sus padres. Ninguno de ellos había visto la famosa instantánea, pero reconocían a muchos de los que aparecían en el resto de los carretes. El commisioner fue apuntando nombres junto a esas personas. «Muchos siguen viviendo aquí. Ya los conocerás. En una de las fotos de un dispensario médico se ve a Nialuak Tap, rodeada de niños famélicos. Hoy es diputada en el Parlamento.» Mientras pasaban las fotos de mano en mano, a mi lado se sentó un hombre nuer de unos treinta años y 2,30 metros de altura llamado Malik, quizá uno de los tipos más altos del mundo. Lo llamaban «el Gigante Bueno».
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Autor: Alberto Rojas. Título: África: la vida desnuda. Editorial: Debate. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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