1. En 1959 la revista Successo encarga a Pier Paolo Pasolini un reportaje sobre las playas italianas. Desde Ventimiglia a Trieste. En aquel momento, el magnífico escritor aún no se había convertido en el excelente cineasta a quien debemos obras como Accattone (1961), Mamma Roma (1962), El evangelio según san Mateo (1964), Pajaritos y pajarracos (1965), Edipo Rey (1967), Teorema (1968), Medea (1969), El Decamerón (1970), Los cuentos de Canterbury (1972), Las mil y una noches (1973) y Saló o los ciento veinte días de Sodoma (1975). Sin embargo, ya había publicado un poemario tan excelente como Las cenizas de Gramsci (1957) o la novela Chicos del arroyo (1955): a causa de este libro será procesado bajo la acusación de obscenidad. No será la única vez en su vida.
2. Todos estos datos aparecen recopilados y ordenados en el instructivo Apéndice de esta edición que también incluye una carta, absolutamente ejemplar en su argumentario y en su valentía, en respuesta a la manipulada indignación que suscita un párrafo de La larga carretera de arena: “Y ahí, tras una extensión de dunas amarillas, en una especie de altiplano, Cutro. Lo veo sin parar el coche, pero es el lugar que más me impresiona de todo este largo viaje. Es, ciertamente, el pueblo de los bandidos, tal y como aparece en ciertos westerns.” En el centro de la tormenta siempre, Pasolini, diana de los escándalos y las provocaciones, comunista y homosexual, fue asesinado por un chico de diecisiete años en 1975.
3. En una servilleta manuscrita, recogida en este volumen aparentemente humilde pero precioso e intenso, se puede leer: “Salgo. Llevo puestos mis dos ojos». Y vaya si los lleva puestos. La larga carretera de arena es una gozosa lección de cómo mirar para que los otros vean. La lección y el gozo pueden aplicarse a la literatura y al cine pasolinianos. A las dos artes como materias narrativas escritas a través de la sensorialidad de la imagen: en la literatura la imagen se levanta de la página y el lenguaje delinea los contornos de lo que ya no se ve por incómodo, sobrenatural o excesivamente doméstico. En el cine, la imagen revela y vela: en algunas veladuras, en algunos borrones, está la carta robada de Poe que le da sentido a todo. El subrayado.
4. Acaso “las cartas robadas” de este texto se escondan a lo largo de un recorrido por los perfiles de la bota de Italia. En los repliegues cartográficos habita el destello glamuroso —Greta Garbo en Ravello— y el borrón de un subproletariado que sorprende a Pasolini en la última playa italiana: Lazaretto, en el norte. Parece un espacio del sur más deprimido. “Aquí termina Italia, termina el verano”. Los ojos que Pasolini lleva puestos —como las gafas del doctor T.J. Eckleburg en El gran Gatsby— han recorrido la bota a mitad de muslo de la península itálica con una euforia pegadiza hasta llegar a este punto pintado con colores feos para describir lo feo. Con una insistencia en lo precario y lo sucio próxima a una estética feísta que contrasta con el resto de La larga carretera de arena. El escritor boloñés decide cerrar su reportaje con estos ojos de botella medio vacía. Lúcidos y elegiacos. Ceniza. Pero también resurrección. O mejor: resucitación a cargo de la mano de las mujeres y los hombres de buena voluntad e inmejorable cabeza.
5. En Venecia, el escritor participa en una conversación con dos pintores famosos. Los lectores asistimos a un intercambio de opiniones sobre el turismo de masas frente al turismo aristocrático. Resulta curioso intuir cómo los ojos de cristal de Pasolini van siendo progresivamente menos ingenuos en la medida en que se acerca a sus orígenes. La mirada naif de ese niño que quiere que la noche se haga muy corta para volver a jugar al día siguiente muta hacia la mirada entrecerrada —casi como en El chino del dolor de Peter Handke— de quien es sensible a lo bello, pero también a las catástrofes y a la aberración estética. La distancia cómica se congela en farsa cuando Pier Paolo Pasolini regresa a su territorio y no mira por primera vez, sino por segunda. La mirada entonces reconoce y percibe las fallas de cada restauración.
6. En Ravello Pasolini persigue al fantasma de Greta Garbo, pero no consigue grabar ni un solo plano con la actriz sueca. Ni un solo plano literario. En Isquia, Pier Paolo se interesa por el conde Visconti y los trabajadores del servicio le dan datos. Le ponen caramelitos en la punta de la lengua. Cuando por fin coinciden el gran Luchino le dice: “¡Me han dicho que me buscaba Patrolini!”. Cada interferencia en estilo directo se salpica de un fino sentido del humor.
7. Pratolini mira para escribir y sabe que escribir es una forma de mirar. Incluso de ver. “Nada es nunca tan bonito como uno espera y todo es más bonito de lo que uno espera”. También es cierto que algunas veces la vista nos engaña y el entusiasmo cede a la sorpresa y al desencanto. Ahí y en nuestras limitaciones de comprensión —en el sentimiento del ridículo ajeno y del propio— la vista se aparta, más molesta que jocosa, y eclosiona lo grotesco: el joven musculoso que protegía con su espalda de personaje de la Capilla Sixtina el cuerpecillo baboso de una alemana dura y correosa, insignificante, fea —la califico con todo lo que Pasolini me sugiere—, al levantarse resulta más bajo de lo previsible, más gordo. Un tapón. Me acuerdo de un capítulo de Joyce en el Ulises: Leopold Bloom se masturba mientras observa a una chica muy bella que está sentada en la playa. Cuando la chica se levanta, resulta que es coja. En el corazón y las gónadas de Leopold el desencanto y el placer se funden. Solo en el claroscuro reside la fascinación. Entre el clavel y la rosa, su majestad escoja. Quevedo, Pratolini, Joyce. Calambures, caleidoscopios, vistas de refilón, perspectivas engañosas que nos dicen toda la verdad.
8. La soledad del que viaja solo se rompe con las voces —anónimas y famosas— de quien se cruza en el camino. La observación de todo lo externo repercute en lo interno, y lo interno es el punto de partida para recibir los nuevos estímulos: al comienzo de estas páginas, una vivisección de Pasolini nos dejaría contar las palpitaciones de un corazón alegre que quiere “morir de alegría en Siracusa” y no morir en paz como pretendía Lawrence en Ravello. Pasolini es un hombre entusiasmado: “Como un niño, no veo la hora de que amanezca. ¡Noche, acábate pronto!”.
9. “Como un niño, no veo la hora de que amanezca…” No sé si hay un modo más preciso y más hermoso de expresar la impaciencia, el entusiasmo, las ganas de jugar y de aprender. Tampoco sé si hay una expresión más pasoliniana que esta: “La sonrisa de los jóvenes que regresan del trabajo atroz”. Buscador de imágenes y de maneras de decir que combinan una alegría de vivir salvaje y una conciencia triste, grotesca, sobre la mítica del proletariado, y sobre el formol maligno de la burguesía rampante. Las cenizas de Gramsci. Teorema. Jóvenes, trabajo. Sonrisa, atroz. Jugar con las palabras nunca fue un juego.
10. Correcciones a la mítica del proletariado al que Pasolini defiende a muerte, al margen de todo infantilismo: “Rávena, isla, área marginal y por tanto conservadora”. Los obreros votan a los partidos de derechas. La izquierda vive en los barrios semi-ricos. La clase media protagoniza las novelas de don Benito Pérez Galdós.
11. En La larga carretera de arena Pasolini escribe una estrofa más de su canción sobre el glamur y el lumpen. La duda se instala en nosotros al preguntarnos en cuál de los dos espacios habita la luz. El artista boloñés, en cada película, en cada libro, pasa el filo de su bisturí por nuestras contradicciones. Sexuales. Sociales. Políticas. Económicas. Culturales. Nadie como él refleja la alegría de vivir con sus rincones oscuros. ¿Recuerdan Edipo Rey, Las mil y una noches, este mismo libro aparentemente sencillo y de una complejidad estremecedora? Nadie como él encarna la denuncia de las morales dobles y la ética de la crueldad. ¿Recuerdan Saló? Yo no quiero. No puedo soportarlo.
12. La vida está en la mierda, en las ortigas, en la radical luz del sol. Radical viene de rayo. Pasolini habla de la naturaleza y de lo bello. De su alegría y de sus mutaciones. Nos reconcilia con ese arte, esa escritura —fílmica o caligráfica— que se sitúan en el extremo opuesto del cansancio, la saturación y las vanidades del campo cultural. A Pasolini parece que no le importa que no le hayan concedido el premio Strega. Se lo han dado a Lampedusa a título póstumo. Seguro que Pier Paolo pensó que la cosa podría haber sido mucho peor. Después de leer este libro, hago un recuento de la cantidad de pensamiento que malgasto en soberbia cada día: un sarao, un premio, un insulto, un elogio, un mimo, una adulación. Me corrijo. Hay cosas mucho más importantes en las que pensar. Quiero pensar en los dibujos de la sombra sobre la superficie de un acantilado y sobre los niños que se quedan a comer en la escuela. Y, sin embargo, no podemos ser ingenuos. Ni puros. Ni simplificadores. Ni siquiera completamente felices.
13. La vida está en la mierda, en las ortigas, en la radical luz del sol. Radical viene de rayo. Pasolini habla de la naturaleza y de lo bello. Pero también habla de un país y de las formas de ganarnos la vida: “La belleza genera directamente riqueza”. El artista boloñés es un antropólogo, un sociólogo, un economista.
14. Cuando llega al sitio deseado, el maestro de escritores de artículos de viajes decide perderse. Intuir el lugar, perder el tiempo para conocer el espacio. Con los ojos felinamente entornados que de repente se abren o se cierran del todo por efecto de una luz oscura o brillante. No sabemos qué uso le habría dado Pasolini a un GPS. Posiblemente ninguno.
15. Experimento la tentación, profundamente burguesa, de viajar a Italia para reproducir, punto por punto, las escalas que propone La larga carretera de arena. Si tuviera dinero, lo haría. No tengo dinero. Así que vuelvo a meterme dentro de estas páginas, a vivirlas con toda la intensidad turística y filosófica de la que soy capaz, y me doy cuenta de que aquí se habla de cultura, paisajes, monumentos, personas —de arriba y de abajo—, urbanismo… Pero se habla muy poco de comida. Solo se menciona con gusto el alimento en una visita a una villa friulana. Cuánto hemos cambiado. Ahora todos aspiramos a ser sofisticados gourmets, crudívoros, amantes de la cocina a baja temperatura, rescatadores de las raíces populares del cachopo o del mar y tierra. Pasolini no, no era un asceta. Pero acaso ponía por encima del comer otros placeres, acaso más prohibidos. Disfruta contemplando a los muchachos. Es sensible a la belleza femenina, pero es mucho más sensible a su fealdad.
16. Las mujeres “piensan en su futuro como madres tras la breve tragedia del amor, que está al llegar”. Qué ojo. Qué precisión. Illo tempore y aún. Las mujeres se bañan y, frente a ellas, Pasolini se detiene en el bullicio de “la hélice del sexo” de los hombres. Estamos inmersos —e inmersas— en la fiebre del homoerotismo grecolatino. En estas páginas y en estas costas resulta de lo más lógico y natural.
17. Cierro con algunas observaciones estilísticas que me llevan a admirar profundamente la literatura y el cine de Pier Paolo Pasolini. Sus concomitancias. Funde el artista, como nadie, lo sublime y lo doméstico para construir lo humano: el sobrecogimiento que siente al observar el mar Jónico se combina con los camiones adornados con pegatinas de “¡Dios, ayúdanos!”. El clímax y el anticlímax convergen en un punto y su fusión es un instrumento óptico, emocional, intelectivo.
18. “Dunas imaginadas por Kafka”. También ver es haber leído. Las descripciones culturalistas de Pasolini son aproximaciones librescas a la comprensión, al disfrute, a la apropiación sentimental del mundo. Interpretar es un modo de colonizar. La larga carretera de arena nos cuenta cómo se construye una mirada.
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Autor: Pier Paolo Pasolini. Título: La larga carretera de arena. Traducción de David Paradela López. Editorial: Gallo Nero. 2018. 150 páginas. Venta: Fnac y Casa del libro
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