Para muchos, Lara Siscar (Valencia, 1977) es la periodista que presenta las noticias en el Veinticuatro Horas. Y así es. Lo hace todos los días, desde el año 2007, cuando se incorporó a TVE. Pero entre la mujer que aparece en la pantalla a las seis de la mañana y la que ahora toma asiento para conceder una entrevista hay muchas otras: la que nació en una pequeña ciudad cerca de Gandía, la que quiso alguna vez hacer neurociencia, la que cursó Farmacia y se marchó luego a Barcelona a estudiar periodismo porque la vida que ella quería vivir iba a otro ritmo… Todas esas mujeres, que se reúnen esta tarde ante quien pregunta, se asoman en las dos novelas que ha publicado: aquella primera, La vigilante del Louvre, y ésta, la más reciente, Flores Negras, ambas publicadas por el sello Plaza & Janés.
Hija única de un matrimonio modesto, Lara Siscar echó los dientes leyendo. O al menos así lo explica ella. Aprendió a leer mientras su padre hacía kilómetros al volante del coche y su madre le enseñaba las letras del abecedario para que la niña no se mareara en el camino. De la devoción lectora a la pulsión escritora, un paso que ella ha decidido cruzar sin darse mucho el pisto. No sabe si tiene algo como una voz, ni siquiera se lo plantea. Ella, dice, escribe para buscarse, para divertirse. Debutó con una primera novela intimista que reivindicaba lo femenino y regresa ahora con un thriller, Flores negras, que ella describe como un alegato contra la violencia en las redes sociales, pero también la que recorre las relaciones entre los seres humanos. Todas las plazas públicas, no sólo Twitter, entrañan crueldad y ejecución.
“Cuando empecé a escribir Flores negras me dije a mí misma que tenía ganas de divertirme, de probar cosas nuevas, de buscarme la vida. Quería que fuera todo lo contrario a La vigilante del Louvre. Hay mucho más diálogo. El ritmo es más rápido. Hay mucho menos mirada interior. Lo hice porque tenía ganas. Quería saber si era capaz. Quería reírme. Usar el humor. Mis libros son laboratorios de mí misma. No quiero forjar una carrera literaria a largo plazo, quiero divertirme escribiendo”, dice la escritora y periodista Lara Siscar, autora del blog El pecado de Eva, un espacio en Zenda donde recomienda literatura escrita por mujeres.
Inspirada en hechos reales, Flores negras narra la historia de Berta Martos, una locutora de radio en un programa nocturno. Un revés le cambia la vida. Una noche, un oyente se suicida en antena. Entonces estalla el escándalo. Las redes sociales piden su cabeza: miles de personas la culpan de lo sucedido y exigen su despido para saciar su sed de justicia. Berta decide refugiarse en casa de su madre, una famosa actriz retirada hace décadas que quiso aislarse en un pueblo olvidado del mundo, en una finca que alberga un jardín de flores tropicales. Ese es el escenario de esta novela en la que Lara Siscar presta algo suyo al personaje: la profesión, la experiencia amarga en redes —Siscar fue objeto de acoso hace poco— y el complejo regreso al origen, ese lugar en el que no siempre abunda la piedad.
—Informativos y una novela. ¿En qué tiempo la escribe y, además, por qué y para qué?
—(Risas) Todos tenemos las mismas horas en el día, así que es una cuestión de priorizar. Hay gente que le dedica mucho a tiempo a sus amigos y yo durante temporadas largas echo de menos a los míos, porque no puedo verlos. El tiempo libre que me dejan los informativos lo dedico a escribir. ¿El por qué y el para qué…? El para qué no tiene mucha respuesta. No tengo un objetivo claro, ni afán de hacer una carrera literaria de largo recorrido, porque mi actividad es el periodismo. Me fascina y me da de comer. A la literatura me he acercado por la vertiente de la escritura y también como lectora, desde muy pronto. Prácticamente eché los dientes leyendo. ¿El por qué…? Pues fue un reto que me impuse. Un «a ver si eres capaz y terminas un proyecto como una novela». Te hará sentir mejor contigo misma: más fuerte, más capaz.
—Vamos, un Camino de Santiago de la escritura.
—Más o menos. Es un escalón más en tu propia escalera de autoexigencia. Era una de las metas que yo quería alcanzar.
—Tendemos a ver la novela como el género en el que se corona una vocación. ¿Nos resistimos a entender el periodismo como ejercicio literario?
—Durante mucho tiempo se ha querido desgajar el periodismo de la literatura, incluso hoy. Hay grandes firmas que reivindican un periodismo que no debe ser literario, porque sería demasiado rebuscado y adornado, incluso demasiado alejado del lector diario. Pero yo no estoy de acuerdo. No toda la literatura es rebuscada. Un texto periodístico bien escrito también es literario, aún falta que nos lo creamos. Sobre todo nosotros, los periodistas.
—Juan Cruz dice que la prensa le dio las palabras y la radio la sintaxis. Vamos, que aprendió a poner comas en el aire. ¿Qué aporta la televisión a la prosa personal?
—En mi caso ocurre exactamente lo contrario. Y a muchos compañeros les pasa lo mismo. Cuando escribo tengo que tener mucho cuidado, porque tiendo a puntuar no como dictan las reglas, sino como dicta mi respiración o mi modo personal de modular. Reparto comas indiscriminadamente en un texto que no está escrito para ser escuchado, sino leído. Eso, debo confesarlo, me ocurre. La oralidad tiende a ser mucho más libre. Al hablar suena bien, pero en el papel no.
—Vamos a la novela. Pueblo pequeño, infierno grande. ¿Y Twitter qué? Hay una oposición entre lo íntimo y lo público como espacio de conflicto. ¿Cuál es el primer telón que se despliega?
—Escribí esta novela no como una forma de cicatrizar una experiencia personal. No cuento lo que a mí me pasó en Twitter, cuento lo que podría pasarle a cualquiera. Aunque la novela sí tiene cosas autobiográficas. Sin embargo, lo que yo viví no fue un linchamiento sino un acoso reiterado de un individuo en particular que se obsesionó en dañarme a mí. En Flores negras, en cambio, quería reflejar ciertos aspectos de nuestra vida diaria y, al mismo tiempo, quería divertirme al contar cómo la plaza pública de internet tampoco difiere tanto de la plaza del pueblo, llena de gente que se reúne en grupúsculos. Cuando se fijan en alguien y lo señalan, lo convierten en víctima. Parece que uno perdona menos si el pecador es cercano. Podrías haber sido tú. Y te alegras de no serlo. Disparas contra el próximo porque es maravilloso que ese disparo no haya ido a por ti.
—Flores negras es un alegato contra la violencia, pero ¿cuál? ¿La que ejercemos en nuestras relaciones personales? ¿La violencia de regresar al origen?
—No toda la violencia es física. Hay una violencia que se manifiesta en cada uno de los escenarios de nuestra vida, incluso los más insospechados, por ejemplo en las relaciones de madres e hijas, también entre habitantes de una pequeña aldea… En las redes sociales la violencia es explícita. Está en todas partes. Lo difícil es no ser violento.
—Madres e hijas, volvamos a eso. Es una relación depredadora. Para Berta ni la relación con la madre es a priori protectora, ni aquel pueblo es una Arcadia.
—No es algo que me haya planteado, pero de alguna manera me obsesiona la relación entre madres e hijas. Estaba presente en la primera novela, La vigilante del Louvre, y creo que es un tema común entre escritoras mujeres. En mi blog El pecado de Eva, en Zenda, la gran mayoría de las novelas que he leído, de grandísimas escritoras, giran alrededor de la figura de las madres. No es que estén presentes, es que giran alrededor de la figura de las madres.
—¿El amor entre madres e hijas es una forma de depredación?
—A una madre la puedes querer más que a nada o nadie en el mundo y, al mismo tiempo, puedes sentir que la odias. Que su presencia te asfixia. Pero cuando desaparece no sabes adónde acudir… No soy madre. Nunca he sentido la necesidad de serlo. A mis 41 años creo que está difícil… No lo voy a echar de menos. Hablando con mi madre, me dijo que ella también se mueve entre el amor más absoluto que siente por mí y otras veces ese sentimiento de como por quéeeeee.
—En Flores negras, Berta acude a refugiarse con su madre y en su pueblo, pero la verdad es que va a meterse en la boca del lobo.
—En el mundo real toda escapatoria es difícil. Si tomamos en cuenta que los fantasmas no están en nuestro entorno, sino que los llevamos con nosotros, entonces, vayas donde vayas, siempre te toparás con algo que te angustia, que te amarga. Berta huye de la ciudad, porque intenta buscar cobijo en ese lugar donde están sus orígenes. Intenta hacerse bicho bola, ponerse en posición fetal y dejar que todo pase y se vaya diluyendo. Pero ahí están sus problemas de origen, aquello que hizo que se marchase.
—Por eso le preguntaba si era una novela sobre lo propio, sobre la vuelta al origen…
—(Larga pausa, larguísima) La vuelta al origen no como objetivo en la vida ni como ejercicio de renuncia, porque Berta vuelve de forma temporal. Ella resurgirá de sus cenizas. Mi personaje es un personaje femenino fuerte, realista. Como hacemos todas: encaramos las miserias de nuestra vida. En un momento la sobrepasa la propia vida y cree que el hogar le hará bien, aunque no es así. Al final, ella vuelve a emprender un nuevo viaje de futuro en una situación indefinida y con una resolución imposible de adelantar. NI ella misma sabe qué va a pasar. Es lo que nos ocurre a todos: no sabemos si vamos a encontrar nuestro lugar en el mundo.
—¿Por qué siempre pedimos a las heroínas que no tengan fisuras? Incluso las propias narradoras mujeres tienden a eso. ¿Por qué no retratar a la loca o la periférica?
—Es cierto. Yo también amo a las locas, a las débiles, a las borrachas, a las que se equivocan… porque el problema de las heroínas, que ha habido poquísimas y muchas veces han sido descritas desde un punto de vista masculino, exigen o se les exige ser intachables. Es una visión muy masculina de la mujer ideal: perfecta e intachable. Las heroínas de verdad meten la pata. ¿Por qué las miserias de los personajes masculinos pueden resultar simpáticas y las de los personajes femeninos no? Sólo se acepta si están recubiertas de mucho encanto, si son como Bridget Jones. Eso no es una mujer de verdad. Los errores no están rodeados de encanto.
—Piense en la madre que retrata Angelika Schrobsdorff: es impredecible, bohemia, promiscua. Piense en Jane Bowles o Susan Sontag. O la Ginzburg. Toda esa generación de entreguerras y posguerra supo entender su locura y su libertad, y las hijas o nietas de esa generación, mírenos, parece que no. ¿No cree que es un síndrome de nuestra generación?
—Y no sé muy bien por qué. Esto lo dice Monika Zgustová en su último libro, el que ha dedicado a Gala y Dalí: éramos mucho más libres en los años veinte que ahora. ¿Por qué antes éramos más modernos? ¿Por qué durante mucho tiempo la mujer que quisimos ser no se parece a ese tipo de mujer que era libre, sus sentimientos? Como las mujeres de El Gran Gatsby: eran muy libres.
—Pero mire, Fitzgerald le saboteó la carrera literaria a Zelda.
—¿Por qué? ¿Por qué ella lo consintió? Siempre tiendo a creer que una mujer tiene autonomía para escoger por dónde quiere que vaya su vida o incluso la forma de rebelarse. Las mujeres siempre hemos comprado el discurso machista, incluso cuando hemos creído liberarnos. La imagen que compramos fue la mujer perfecta que sale en el Cosmopolitan y que es la imagen idealizada desde el punto de vista masculino. Una mujer autónoma, que le da tiempo de hacer todo y al mismo tiempo va súper perfecta, y sus hijos son los mejores. Eso no es real. Si nos dejaran libres para escoger, nos preguntaríamos: «¿Hace falta todo eso?».
—¿Qué mujer quería ser cuando tenía doce años? ¿Lo recuerda?
—Me imaginaba con una bata blanca en un laboratorio. De hecho, comencé estudiando Farmacia, porque quería hacer ingeniería genética. Lo que pasa es que no soporté esa carrera, ni el ambiente. Quise marcharme a estudiar a Barcelona. Tenía ganas de leer, no de memorizar, y Farmacia es una carrera en la que hay memorizar mucho. Tenía ganas de vivir ya. Comprobar hipótesis-refutar hipótesis. Es muy nutritivo como método, hasta podría ser infalible, pero yo quería vivir. Y ese tipo de carrera, tanto en la parte académica como en la parte profesional, me parecía que dejaba muchas cosas por fuera.
—¿Cree que la prensa, que una cierta prensa cultural más talibana, considera que los periodistas generalistas que hacen ficción incurren en el intrusismo?
—Me he encontrado de todo. Los talibanes, que los hay, y contra quienes no guardo ningún tipo de rencor. Pero sí sé que hay personas que con sólo saber que esa novela la ha escrito un periodista —ni siquiera, que la haya escrito una persona que sale por la tele, y si es mujer mucho menos—, ni se les ocurre acercarse. Les huele raro. No te dan oportunidad. Pero están en su derecho. Les llegan tantos libros, y pueden elegir en función de su libre y santo criterio qué leen y qué no. Pero yo sé que eso existe. Ninguno de esos talibanes ha hablado conmigo nunca, porque no me daría ni siquiera esa oportunidad (hay cierta ironía en su entonación). Pero también me he encontrado compañeros que no son así y que incluso se han sorprendido, lo cual te dice que también tenían un prejuicio. Ante eso no puedo decir más que todos tenemos la libertad de elegir a qué dedicamos nuestro tiempo, que es lo más valioso del mundo. Yo agradezco mucho a quien me dedica su tiempo y ni se me ocurre culpar al que no lo haga. Yo tampoco le dedico mi tiempo a todo el mundo.
—Hablemos de esta nueva versión de un feminismo casi revisionista que entiende lo masculino casi como un oponente. ¿Se nos está pasando la mano?
—Desde un punto de vista personal, yo, que soy feminista, no busco ni creo ni necesito confrontación. No necesito acusar al hombre de mis carencias. Sé que son responsables si no de todas, sí de muchas, pero sí que respeto el cambio de actitud clara de muchos hombres, al menos los de mi generación y mi entorno. Me parece que es imprescindible que vayamos cogidos de la mano para nuestro último acelerón, porque creo que estamos cerca. Vamos a ocupar la misma posición que ocupan ellos, que es lo que nos corresponde: ser iguales. Que ellos se suban al carro nos hará ir mucho más rápido. Eso lo hemos conseguido nosotras, a base de insistir, de hacernos visibles. ¿Habríamos podido ir más rápido si no hubiese existido un tapón? Sí. Pero hay que mirar adelante e ir todos juntos. Dicho esto, la agresividad del movimiento feminista actual me parece imprescindible para hacernos visibles. Está bien dar un puñetazo en la mesa en un momento dado. Eso sí: siendo conscientes de que la confrontación no es la vía.
—Dice que usted echó los dientes leyendo. Hábleme de eso.
—Aprendí a leer antes de ir al cole, cogía tebeos y cómics. MI madre me enseñó el abecedario yendo en coche. Porque si mi madre no me entretenía o no me cantaba algo, yo me mareaba. Ella me decía «esta letra es la ene». «¿Y cómo se lee», le decía yo. Y mi madre hacía: «Nnnnn». Yo aprendí a leer gracias a mi madre y su paciencia.
—¿Su hogar era un hogar lector?
—No. Bueno, mi madre sí leía mucho. Yo vengo de una familia obrera. MI padre es electromecánico. Era electricista y se sacó la FP a los 45. Mi madre era peluquera. Dejó de trabajar para tenerme a mí. Ella leía y sigue leyendo mucho. Comencé a leer indiscriminadamente cualquier cosa que llegaba a mis manos. Fui autodidacta.
—En la infancia existen lecturas que acompañan, desde Roald Dahl hasta Salgari. Pero los libros definitivos aparecen casi en la adolescencia. ¿Qué libro la hizo lectora de verdad?
—Te lo voy a contar, aunque igual una no queda bien diciendo esto. Mi abuela leía novelistas como Corín Tellado y ese tipo de cosas, pero tenía algunos tomos con mayor entidad. Yo entonces pasaba los veranos con ella y compartíamos mucho tiempo juntas. De ese tiempo conserva Rebeca, de Daphne Du Maurier. Era un libro viejísimo, con la tapa medio rota, que yo forré… ¿Te acuerdas cuando forrábamos los libros de texto con plástico? Pues yo usé uno de esos papeles y celo. Está escrito con letra infantil «La-ra Sis-car» (separa las palabras en sílabas, como si volviese a estampar su nombre en aquel libro). Ese es el que recuerdo.
—¿Y cuál fue el autor que, ya en la edad adulta, la hizo plantarse ya no ante el hecho lector sino ante la posibilidad de la escritura?
—En La vigilante del Louvre lo tenía mucho más presente. Esta vez me quise ir al otro extremo, y ni siquiera sé si tengo una voz o no, pero quien me guio fue el Thomas Bernhard de La calera, un libro que me arrebató. Fue como si me abriesen en canal de arriba abajo. Creo que Bernhard tiene algo de Proust de El tiempo perdido.
—Pero el mundo de Proust es más bien discursivo, repleto de detalles estéticos, Bernhard es un hachazo.
—¡Por eso me gusta! Sufres muchísimo. Esas frases en espiral que al llegar al final te lanzan. Proust es más contemplativo. Bernhard es mucho más fuerte.
—Hábleme de El pecado de Eva. Siempre ha de ser de calidad la literatura que reseña, asegura, ¿pero por qué sólo escrita por mujeres?
—Yo obviamente no leo sólo cosas escritas por mujeres, pero decidí centrarme en ellas, no sólo porque fueran mujeres sino porque eran libros buenos que merecen tener visibilidad. Y ya que conseguí el privilegio de tener esa pantalla, decidí darles visibilidad a ellas porque es mi manera tranquila de hacer feminismo.
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